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Domingo, 7 de febrero de 2010

DANIEL DAY-LEWIS, SIEMPRE BIEN

El príncipe invisible

 Por Mariana Enriquez

En la muy consultada y prestigiosa revista online Salon escribe una crítica de cine malísima que se llama Stephanie Zacharek. No le gusta nada y argumenta con severidad, es tan firme que parece tener razón siempre, cuando se enoja es implacable y cuando se burla da miedo. Debe ser una pesadilla ser director o actor/actriz y esperar por su reseña. Hace una semana, Stephanie la terrible reseñó Nine, el maltratado, con justicia, musical de Rob Marshall inspirado en 8 1/2 de Fellini. No le gustó, y lo desprecia con cierta actitud perdonavidas que es todavía peor que su disgusto encendido.

Sin embargo, e inesperadamente porque ella es impiadosa, salva al protagonista, el Guido Contini interpretado por Daniel Day-Lewis. Dice que Daniel sale indemne. Que es lindo verlo divertirse, a él, siempre tan serio. Agrega que la mejor escena es cuando se mete en un auto deportivo celeste a andar por Roma, “un hombre en una misión: verse fabuloso. Y, conectado con el espíritu del gran Mastroianni, lo logra. Ciao, bello”.

¿Qué pasó? ¿Por qué Daniel Day-Lewis hace que le tiemblen las rodillas a esta mujer dura? Porque, hay que saberlo, pocas mujeres no sufren de caída de calzones ante este hombre delgado, irlandés por adopción (“es que en Irlanda cuando te dicen que estás loco, es un cumplido”, dice él, que escapó de su Inglaterra natal porque la prensa persigue su extravagancia), de ojos acerados y la sonrisa más linda del mundo. Qué agudo estuvo Carlos Sorín cuando llamó a su película de 1989 Eterna sonrisa de New Jersey (sí, Daniel filmó en la Patagonia argentina con Sorín, ¿y usted qué hacía, muchacha? ¿Andaba hecha una tarada por los bares de Quilmes en vez de agarrar la Ruta 40?). Hay que detenerse en la sonrisa de Daniel. Quien se la haya olvidado cuando iluminaba esa habitación donde lo seducía Lena Olin en La insoportable levedad del ser –sobre libro de Milan Kundera– es porque tiene que tomarse un ginseng. Para repetir sonrisa extraordinaria se puede ver The Boxer (1997), una muy buena película de Jim Sheridan que pasó medio desapercibida, donde además exhibe un torso de novela. Raro eso en Daniel, que acomoda el cuerpo al personaje, de modo tal que puede ser una lágrima (como en Petróleo sangriento de P. T. Anderson, 2007, otra gran película) o un muchacho fibroso y tenso (como en Ropa limpia, negocios sucios, Stephen Frears, 1985, y una de las escenas gays –atentos chicos y chicas– más apasionadas que se hayan visto alguna vez en el cine indie casi mainstream). El caso de transformación más aplastante fue el que ocurrió cuando ganó su primer Oscar en 1990. El triunfo fue por Mi pie izquierdo, donde interpretaba a Christy Brown, un hombre paralizado por completo e incapaz de comunicarse salvo, justamente, por el pie del título. Claro, en la película no era la idea que el personaje resultara atractivo. Pero cuando apareció para recibir la estatuilla, de verdad que se escuchó una especie de rugido: subió con el largo pelo negro, mitad corsario mitad poeta irlandés, fino, elegante, simpático, el hombre más lindo del mundo. De antología.

Uno se olvida de Daniel-Day Lewis porque es un actor bastante raro y trabaja muy poco, cada vez menos (un promedio de cuatro años entre películas). Inglés, 52 años, hijo del poeta laureado Cecil Day-Lewis, casado con la hija de Arthur Miller (Rebecca, escritora y directora), en un momento dejó todo para dedicarse a hacer zapatos en Florencia y le gusta la carpintería. Bueno, lo que él quiera. Además, claro, está esa famosa inmersión en el personaje y su hiperseriedad, que en general le sale muy bien (vamos: la levedad puede ser terriblemente aburrida también, cuando no directamente pavota, y a veces dan ganas de ver a alguien que se tome algo en serio). Pueden resultar, hay que admitirlo, abrumadores. A su talento y su método nos referimos. Salvo que este último sea parte del mito. Ultimamente todo parece indicar que así es. Nine es una película mala, pero él está encantador. Es divertido, es lindo, es gracioso, es creíble, se banca no ser un tano fortachón y lleva con gran dignidad su flacura firme y cuando se tira sobre una mesa a fumar, con anteojos negros y sombrero, dan ganas de saltar a la pantalla y cantarle estupideces en italiano. O decirle “Ciao bello”, con las rodillas hechas un temblor.

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