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Domingo, 7 de febrero de 2010

LA MUERTE ES UN ARTE

Primer Plano

El domingo pasado, murió en Buenos Aires Tomás Eloy Martínez. Fue uno de los periodistas y novelistas más importantes de la Argentina, autor de libros decisivos como La pasión según Trelew, Lugar común la muerte, La novela de Perón y Santa Evita. Impulsor del boom latinoamericano desde la revista Primera Plana, difundió la obra de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, entre otros. Quizá su reportaje más famoso fue el que le hizo a Juan Domingo Perón en Puerta de Hierro, dando inicio a una larga relación con la mitología peronista, en un diálogo tenso con la historia argentina. Radar lo despide con imágenes, reflexiones y recuerdos de quienes lo conocieron y admiraron.

 Por Claudio Zeiger

No se puede sino empezar con un lugar común: la muerte. Lo habrá ido notando el propio Tomás Eloy Martínez a lo largo del tiempo, probablemente lo fue asimilando poco a poco, tal vez mientras escribía –como le corresponde a cualquier periodista– una necrológica de vez en cuando, enterrando escritores a la hora del cierre, esa mezcla de crepúsculo y fiebre. Lo habrá comprendido en algún momento, intuido o sabido desde siempre: su tema era, iba siendo, la muerte. O la muerte le salía al paso o él se le adelantaba algunos pasos. Los muertos ilustres o la muerte ilustrada, lo esperaban a la vuelta de la esquina, lo miraban desde la mesa de un bar a través del vidrio empañado, lo acompañaban en algún viaje porque los viajes y los exilios siempre conllevan su carga de muerte. En estos días de inevitables necrológicas y reflexiones bien se puede empezar por Lugar común la muerte, libro de notables elegías.

“La vida es tan dulce/ que preferimos una muerte incesante/ a morir de una vez.” Son unos versos de El Rey Lear, los favoritos de Augusto Roa Bastos, quien se los recitaba a Tomás en sus años mozos, cuando Roa era el único amigo en Buenos Aires de ese jovencito recién llegado de Tucumán, todavía tan lejos de la muerte. Y todavía lejos de la necrofilia argentina que vendría más adelante a cruzarse en su camino de periodista y escritor.

Los muertos y las muertes de Lugar común la muerte, se sabe, son antológicos. Y no sólo porque el libro es una antología de las curiosas muertes de notables pro hombres y escritores sino porque se trata de un libro único, quizás el más original y estremecedor de los que escribió. Perón, Rosas, Felisberto Hernández, Martínez Estrada, Macedonio Fernández, Manuel Puig, entre otros, van configurando una mirada excepcional sobre la muerte, las enfermedades, los cuerpos, los recuerdos, los fantasmas. Morirse es, antes que nada, cuestión de cerrar la vida como un texto, un acto entre el cuerpo y la escritura. Morirse es asunto altamente literario, un Gran Arte que sólo puede consumarse después de haber vivido para algo más que para morirse pero que está impregnado de la creencia de que el Final es tan decisivo en la vida como en las novelas.

Es cierto que este libro se fue armando en el ejercicio del periodismo, en las publicaciones ocasionales en diarios y revistas y que respondió, sobre todo, a la atmósfera cargada de muerte de la Argentina de 1975 y la de los años siguientes de la dictadura. Fue publicado por primera vez en Venezuela, en 1979. La muerte que es incesante, como había previsto Shakespeare, hizo que el libro, más allá del lugar común, también se volviera incesante. Y no sólo porque se le fueron agregando muertos y capítulos (el último sobre Augusto Roa Bastos, en cuyas páginas TEM recordó el recitado de Rey Lear) sino también porque la muerte fue definiendo los contornos de un proyecto novelístico que empezaría a hacerse visible con La novela de Perón. Cualquier lector puede comprobar que tanto esa novela como Santa Evita empiezan con referencias a la muerte, por no decir que la de Perón es la novela sobre un moribundo y la de Evita es la historia de un cadáver. Basta citar las primeras líneas de Santa Evita:

“Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces puntadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar. Solo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope.”

Creo que aquí cabe aclarar que no se trata de quedar anclados, los textos, en una supuesta “cultura de la muerte” que viene a caracterizar y a encorsetar una visión de América latina y de Argentina en particular. La famosa necrofilia que, hay que decirlo, tiñó en gran medida los rumbos del peronismo y sus detractores. Algo más aparece en las novelas de TEM: una concepción agónica de la historia, la historia como muerte incesante que no termina de morir ni de enterrar a sus protagonistas. En sus ficciones, los personajes parecen oscilar entre la muerte y el sueño, dos estados bastante indiferenciados; la muerte no es corte sino tránsito, devenir, promesa, quizá, de alguna forma de reencarnación (“Resucitá, machito, ¡qué te cuesta!”, implora una mujer en el insuperable final de La novela de Perón).

La política en TEM siempre es un conflicto agónico, confrontación Vida Muerte. El narrador-cronista-periodista suele representar a ese ser de la Razón que busca en los papeles lo que la vida real desmiente a veces tan rotundamente. Los archivos están yertos pero tienen el consuelo del dato verídico. TEM pertenece a una generación de intelectuales para quienes lo que se dice en papel, vale. Lo que dicen, muestran, prueban u ocultan los papeles, tiene fuerza de verdad. Es una creencia necesaria para ejercer el periodismo si no se quiere caer en el cinismo. Pero lo único que se escapa a la razón y a los papeles es, en definitiva, la muerte. Se la puede “entender”. Se la puede conjurar en los papeles, escribiendo un libro sobre la muerte y sus distintas variaciones, pero una vez que se puso en marcha la máquina de la muerte incesante ésta ya no se detiene.

La muerte le desordenaba los papeles a TEM, como, suponemos, a tantos escritores. El solo dilema de tener que decidir sobre la vida o la muerte de un personaje es de por sí perturbador. Ni qué hablar la decisión de escribir sobre un país de muerte, sobre una Historia de muerte. Investigar, fatigar los archivos, los ficheros, corroborar los datos, hurgar en cartas, diarios, hablar con los testigos, apelar a la memoria fidedigna de los protagonistas, grabar voces que pronto sonarán de ultratumba, son las maneras que encuentran los escritores de conjurar el caos de la vida. Hasta la muerte, en ese sentido, puede ser más tranquilizadora. Al fin y al cabo nos espera a todos y –no hay mal que por bien no venga– nos pone a salvo del desorden y el caos, lo que se suele metaforizar con la expresión “descansar en paz”.

Esa fascinación de la muerte que TEM logró captar tan bien en Lugar común la muerte (y que sin dudas logró transmitir a muchos lectores que tienen a este libro como un preciado objeto casi de culto) parece haberlo marcado como escritor. ¿Haría Tomás en estos últimos tiempos una apreciación más personal, pensando que la había estado llamando, que la había estado atrayendo, que tantas veces la había conjurado para rendirse finalmente?

Hasta aquí llegamos nosotros. Pero es posible creer que la idea de una muerte incesante –tan literaria, tan propia de la vida artística–, el peso de una muerte continua y una agonía de la Historia que se niega a acabar, moldeó la obra donde la centralidad fue siempre soñar, pensar y escribir ese otro “lugar común” –esta vez, sí, común a todos nosotros– llamado Argentina.

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