Domingo, 7 de febrero de 2010 | Hoy
Por Vicente Battista
Hace algunos años en la Feria del Libro me tocó integrar una mesa redonda en la que se discutía la libertad de prensa. En esa oportunidad señalé que los organizadores de la mesa se habían equivocado a la hora de convocar a los participantes. Dije que en lugar de invitar a distintos periodistas que trabajábamos en diferentes medios, tendrían que haber invitado a los propietarios de esos medios, ya que eran ellos quienes realmente digitaban la libertad de prensa. Sigo pensando lo mismo.
León Bloy era poco gentil con el periodismo, lo llamaba: “el mingitorio de la literatura”. Ernesto Sabato, que tiene algunos puntos de coincidencia con el escritor francés, aconsejaba a los jóvenes escritores que trabajaran en una ferretería antes que en la redacción de un diario. Acerca del juicio de Bloy no vale la pena decir nada: está invalidado desde su propia enunciación. En cuanto al consejo de Sabato, casi todos los grandes autores alguna vez ejercieron como periodistas. Esa práctica no afectó su escritura, hasta puede decirse que contribuyó a mejorarla. No creo que la venta de tornillos y papel de lija perfeccione la prosa de nadie.
El “Yo Acuso”, de Emile Zola, publicado el 13 de enero de 1898 en la primera plana de L’Aurore, probó la inocencia del capitán Alfred Dreyfus. La investigación del escándalo Watergate, realizada por Carl Bernstein y Bob Woodward en el Washington Post provocó la renuncia del presidente del país más poderoso de la Tierra. Uno y otro caso se citan con republicano entusiasmo toda vez que se habla de periodismo independiente. ¿Independiente? Zola intentó publicar su célebre carta en Le Figaro, pero ese diario se negó a hacerlo, simplemente porque no adhería a la línea política que esa carta sustentaba. ¿El Washington Post hubiese publicado esa investigación en caso de haber mantenido relaciones cordiales con la administración Nixon?
La revista Noticias convocó a un jurado de notables, entre quienes estaban Nelson Castro, Magdalena Ruiz Guiñazú, Marcos Aguinis, Jorge Lanata, Beatriz Sarlo, Alfredo Leuco y Joaquín Morales Solá, para decidir cuál era el peor y cuál el mejor periodista del año. Como mejor eligieron a Joaquín Morales Solá (¿él se habrá abstenido?) y como peor a Orlando Barone. El resultado no sorprende: los periodistas que integraban el jurado son opositores al actual gobierno y Barone, bien se sabe, lo apoya abiertamente. Tampoco debería sorprender que los miembros de ese magno jurado compartan la doctrina de los medios para los que trabajan, cada cual es dueño de profesar la ideología que mejor le plazca o más le convenga. Lo que no me parece correcto es que se autoproclamen “independientes”. Cada vez que les oigo mencionar esa palabra, fatalmente recuerdo aquella vieja publicidad de RCA Victor: el perrito frente a la victrola atento a la voz de su amo.
El 16 de octubre de 2009 un grupo de manifestantes en Jujuy arrojó huevos sobre la figura del senador radical Gerardo Morales. Como consecuencia de ese hecho repudiable, Morales visitó distintos programas de TV y en todos ellos denunció a Milagro Sala como autora intelectual del atentado. Con el fin de reforzar su denuncia acusó a Milagro Sala de pegar a las mujeres, de practicar tiro al blanco y de contar con un ejército armado de cerca de 500 personas. No presentó una sola prueba de esas imputaciones. El mejor periodista del año obvió pedirle alguna evidencia de lo que el senador afirmara. Se limitó a poner cara de asombro y a farfullar alguna frase ininteligible de indignación. Los otros periodistas independientes que también lo entrevistaron repitieron el gesto. Ninguno de ellos cumplió con una norma básica de la profesión: preguntar, aunque esa pregunta incomode.
Hace un par de domingos, Néstor Kirchner fue el invitado especial de 678. Un programa de indudable apoyo al Gobierno, que entre otras cosas neutraliza, con buen humor, los ataques que formula la llamada corporación mediática. El conflicto Redrado era la noticia del día, en consecuencia uno de los panelistas le preguntó por qué lo habían puesto al frente del Banco Central siendo, como era, un Golden Boy, integrante del Grupo Chicago. Kirchner, rápido de reflejos, dijo que en aquella oportunidad no les quedó sino mover esa ficha, con el fin de no alarmar más de la cuenta a los grupos económicos; incluso hizo una broma: “¡No podíamos poner a Kunkel!”. Me reí del chiste y aguardé la lógica siguiente pregunta: “¿Por la misma razón ahora piensan nombrar a Mario Blejer, también hombre del Grupo Chicago y ex funcionario del FMI?”. Esa pregunta jamás se hizo. No es saludable copiar los gestos de la corporación mediática.
El 27 de mayo de 1957 Rodolfo Walsh publicó en el semanario Mayoría la primera entrega de lo que iba a ser Operación Masacre. Una junta militar gobernaba el país y Walsh se disponía a denunciar los fusilamientos de civiles ordenados por quienes presidían esa junta: el general Aramburu y el almirante Rojas. Los grandes medios guardaban respetuoso silencio: ser opositor se podía pagar con la vida. El texto de Walsh, además de fundar un subgénero literario, se iba a constituir en una muestra cabal de genuino periodismo. Los tiempos son distintos, lo sé, y lejos estoy de hacer comparaciones, pero me atrevería a asegurar que un jurado de notables “independientes” de aquella época no hubiera vacilado en nombrar a Rodolfo Walsh el peor periodista del año.
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