Domingo, 7 de junio de 2015 | Hoy
PLASTICA Poco más de cien grabados eróticos de Pablo Picasso se pueden ver y comprar todo este mes en la galería Witcomb, a pocas cuadras del Congreso. Es la quinta exposición y un regreso de Picasso a la galería: las otras muestras fueron en 1901, 1902, 1951 y 1953. Obra tardía del pintor español, muchos de los grabados fueron hechos por encargo después de sus 75 años y son imágenes de erotismo otoñal, con frecuencia de temas grecolatinos y con la exuberancia típica del macho alfa del arte moderno.
Por Claudio Iglesias
En la que fuera una de las cuadras más intrépidas del ensanche del microcentro, frente a la Bond Street por Rodríguez Peña, un pequeño sótano con el nombre de la galería Witcomb se da el lujo de tirar manteca al techo: ciento y pico de grabados de Pablo Picasso a precio de bicoca, algunos de la suite Vollard y otros, muchos, pertenecientes a la nebulosa que deamula en remates y subastas hace años. Grabados eróticos lo suficientemente explícitos (sin el rayo de la locura que tuvieron en la materia Franz von Bayros o el bueno de Alberto Breccia) conviven con estudios más clásicos. Son estos grabados subidos de tono y un poco mitológicos, casi grecolatinos, parte de la obra tardía de Picasso: casi todos fueron hechos cruzada la barrera de los 75 años. Entre uvas, aceitunitas y copas de vino, sobre lechos algodonosos, las figuras se entregan a un ejercicio tan saludable con la dieta mediterránea, de a dos o a veces de a tres, si es que interfiere el Minotauro. Son casi todos grabados de línea, a pura punta seca, a veces demasiado seca para el asunto tratado. Solamente hay agua en un florero, por la mitad, junto a mucha barba, tetas siempre paradas y sierras en la distancia. No ocurre prácticamente nada que no sea muy dominguero: más que el clímax, el erotismo otoñal de Picasso parece concentrarse en la sobremesa y la siesta. En uno de los más raros un mancebo busca degollar a una Venus narigona sobre su pedestal, y tal vez es parte de una serie de trabajos más amplia que tematiza el problema de la violencia entre el hombre y la mujer.
Es pura casualidad que dos días antes de la primera manifestación feminista masiva de la que se tuviera noticia en la ciudad, a menos de diez cuadras del Congreso se recuerde al macho alfa del arte moderno por su obra gráfica para adultos realizada a granel y, hay que decir, un tanto monótona. Picasso muestra que hacía bien lo que sabía hacer incluso si no tenía muchas ganas: la suite Vollard fue un encargo típicamente cumplido a regañadientes, que hoy revista en algunas vidrieras de tamaño medio y grande como el British Museum. La exhibición, de auspicios democráticos, pone todo a la venta: cada obra lleva un cartel con el título, el formato, la técnica, la serie, la fecha, el lugar de edición y el precio de las piezas, en un promedio de 3 mil pesos cada una.
El nombre de Witcomb, mitos y fantasmas aparte, no le queda mal a una muestra muy tradicional en el sentido más exhaustivo de la palabra: un objeto de estudio plausible para museógrafos jóvenes y estudiantes de curaduría. Como pasaba en el Café París, que Sergio De Loof abrió a cinco metros en la misma calle, los cuadros están colgados de tanzas. Como hace cincuenta o sesenta años en los museos de arte moderno, los parantes metálicos con ruedas dividen el espacio en módulos y dan un fondo blanco brillante, como de merengue, al papel más bien opaco con el que los editores de Picasso hacían una industria fructífera de la celebridad que el pintor tenía en su vejez. Hay piezas prácticamente para cualquier bolsillo regimentado por el monotributo: nada se escapa de los tres ceros, todo en pesos. El precio ridículamente bajo de algunos grabados hace pensar en el número de copias que tienen, dentro de una obra gráfica a la vez enorme. Picasso, siempre recordado como la cúspide del modernismo y por maltratar a todo lo que se moviera y tuviera aspecto de mujer, no tiene prensa como artista mercachifle, aunque estuvo por encima de Jeff Koons y hasta de Warhol en la tarea de convertir su prestigio en platita. Hay desprevenidos que todavía le regalan un elogio al maestro por su manejo de la punta seca, muy inferior a su relación con la grullera.
Y el énfasis codicioso se relaciona con otro, más acostumbrado en la discusión sobre Picasso: sus relaciones tremendas y numerosas con el sexo opuesto. Recorriendo los grabados que se dicen eróticos, uno ve que el interés nunca cae en la dama, sino en las proporciones del macho y en los dioses o personajes secundarios, voyeurs por ejemplo, pares de ojitos o jetones de barba que vienen a mirar qué hacen un chico y una chica cuando están solos. La postura del misionero puede ser la mejor metáfora para una producción enumerativa y siempre igual: Picasso, famoso por sus infinitas novias, parece encontrar que la mujer como tema plástico es un insumo tan sustituible como el azul cobalto. Es forzoso compararlo con Matisse, el hombre de familia que se enamoró platónicamente de una modelo rusa y la dejó pintada en cuadros enloquecedores, individualísimos. Gracias a la chica y a los misterios de la inteligencia, el segmento quizás más importante de su producción se conserva en el Ermitage en San Petersburgo, como parte del patrimonio nacional ruso. La modelo se llamaba Lidia Delektorskaia y estuvieron juntos, platónicamente o no, durante años al parecer divertidísimos.
Se diría que Matisse era un genio sustentable, mientras que Picasso era un genio extractivo: agotaba espiritualmente a cada mujer antes de pasar a la siguiente, con la idea de que las mujeres no iban a acabarse nunca y su talento tampoco. El resultado está a la vista: tanto en el amor como en el arte, la industria puede provocar daño ambiental.
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