Domingo, 7 de junio de 2015 | Hoy
ICONOS Se cumplen cien años del nacimiento de la cantante más famosa y amada de Francia, Edith Piaf. Idolo, mito constructor de identidad musical y también figura política en tanto chica pobrísima de suburbio que logró el máximo estrellato, es homenajeada por estos días con una megamuestra en la Biblioteca Nacional de Francia: la mujer desamparada y expresiva que cantó la historia de su vida, la representante de su país para el mundo, la autora de “La vie en rose”, el himno no oficial de París. Trágica y popular, la exposición muestra a Piaf en todas sus facetas: su romanticismo, su genio como intérprete y compositora pero también su pequeño vestido negro –que usó hacia el final de su vida– hasta sus fotos célebres y no tanto, con un riqueza documental y expositiva extraordinarias que funcionan como canonización definitiva.
Por Sergio Pujol
“¿Qué tienen en común Yves Montand y Amandine Bourgeois? ¿Louis Armstrong y Serge Gainsbourg? ¿Marlene Dietrich y Jean Cocteau? ¿Jean-Louis Barrault y Tino Rossi? ¿Françoise Giroud y Roland Barthes? ¿Ellos y nosotros? Eso que tienen en común se llama Edith Piaf.”
Esta ingeniosa cita abre el catálogo de la muestra (“expo-évenement”) con la que la Biblioteca Nacional de Francia François Mitterrand (BnF) ha decidido conmemorar el centenario del nacimiento de la figura máxima –pocas veces el superlativo resulta más pertinente– de la canción francesa. La exhibición, curada por un equipo encabezado por Joël Huthwohl, es de una riqueza documental y un rigor expositivo extraordinarios. Hay veinte extractos de películas y emisiones de televisión y radio; una buena cantidad de entrevistas y videoclips que contextualizan la biografía; innumerables fotografías de la Piaf a lo largo de su vida (algunas raras, como aquella en la que baila con Charles Aznavour o esa otra en la que le está leyendo las manos a Django Reinhardt); cincuenta canciones –todas ilustradas con sus respectivas partituras– para ir escuchando mientras uno avanza a través de un pasado condensado en esa mujer bajita, de risa contagiosa y ojos desorbitados que, con la voz y las manos, supo cantarle a su pueblo como ninguna otra. Como ningún otro.
Abierta hasta agosto, la exposición revela no sólo la aquilatada canonización del gorrión de París, sino también la vigencia de un estilo y un repertorio que no por estar rotundamente fechados dejan de interpelar al oyente contemporáneo. Es notable que el fenómeno Piaf siga guardando para sí algo de misterio después del mamarracho que Claude Lelouch hizo con su vida y la un tanto previsible La Môme de Olivier Dahan. Después de los abusos turísticos de sus discos y la institucionalización de su figura (unos años atrás, el gobierno norteamericano puso a rodar una estampilla de la Piaf, acaso en retribución tardía por la estatua de la Libertad). Como sea, sobran pruebas de la actualización permanente de su figura y de los interrogantes que esta despierta. Sólo en Francia, la bibliografía que la analiza y celebre supera los veinte títulos; el último es Piaf, un mythe français, de Robert Belleret.
En 2013 se cumplió medio siglo de su muerte y hubo una primera oleada de memorabilia que ahora se profundiza. Cuando surge alguna cantante cuyos mayores activos son la simpatía y la franqueza, como sucedió recientemente con Zaz, tarde o temprano llega la comparación con la Piaf. Esto puede resultar una carga un tanto molesta –incluso en artistas que poco y nada tienen que ver con el estilo desgarrado del gorrión–, pero también es certificado de calidad. A propósito de la sintonía de los franceses con su ídolo, la muestra de la BnF nos sorprende con una sala de karaoke donde los asistentes –mayoría de jóvenes– pueden cantar las melodías allí compiladas. Esta prueba de circulación popular intemporal habría puesto feliz a la Piaf, que una vez afirmó: “Mi voz no canta sola, en mí canta la voz de muchos”.
Nacida como Edith Giovanna Gassion, Piaf fue la gran articuladora de la modernidad francófona. Unió a los cantantes de la París del vals musette con los de la generación de Jacques Brel. Unió música con literatura –nunca se dejará de escribir sobre la fascinación que por ella sentía el gran Cocteau– y, lógicamente, unió a los franceses de ayer con los de hoy, al punto de convertirse en una obsesión nacional sin edad. ¿A qué se le parece esta obsesión? ¿A la de los norteamericanos por Elvis? ¿A la de los argentinos por Gardel? Quizá. Todos los países tienen su ídolo canoro, su mito constructor de identidad musical. Pero ni aun los gigantes nombrados lograron hegemonizar en la medida que lo hizo la Piaf la representación musical de una nación. Y al representar a Francia, ella se ganó un lugar en el mundo.
Esa hegemonía no se explica sólo por su resonante voz, tan característicamente timbrada, con ese vibrato que la acercaba a las cantantes de blues y jazz. Vale aquí pensar en la dimensión política de un canto que salió del suburbio y que nunca lo abandonó del todo. En ese sentido, Piaf produjo una subversión importante en el imaginario de la mujer cantante. Lo hizo en los años ’30 y ’40, época en que las mujeres empezaban a ganar más presencia en los dominios hasta entonces masculinos de la música popular (pensemos en nuestras cancionistas de tango, sin ir más lejos). Pero Piaf aprovechó la feminización del canto urbano para romper moldes. Ni vampiresa, ni muñequita de placer: aquella chica pobre, hija desamparada de padres artistas y nieta de abuela dueña de un burdel, perdida con su enorme acordeón en los bajos fondos de una ciudad anclada en el siglo XIX, fue otra cosa, otra significación menos dócil, menos estereotipada del ser femenino en clave de canto.
Rescatada de la calle por “Papá” Leplée en 1934, se puso a cantar el repertorio de su Pigmalión artístico Raymond Asso, y no bien terminada la Segunda Guerra Mundial –trauma del que salió no sin algún moretón, toda vez que El Comité Nacional de Depuración le objetó el haber actuado alguna vez para prisioneros franceses en suelo alemán– ascendió meteóricamente al cielo de las estrellas. Por supuesto, los éxitos discográficos le allanaron el camino. Sólo un año después de haber dejado la calle, había grabado su primer disco (“Les Momes de la cloche”) y se había convertido, para sorpresa de Chavelier y celos de Mistinguet, en una de las figuras más queridas de toda Francia. Si a la precoz inserción en la industria del disco le sumamos sus notables performances sobre un escenario y sus participaciones en cine, es fácil entender que haya sido tan famosa. Pero su entrega absoluta a la enunciación del amor (un potenciamiento del tópico que llegaría a borrar, inquietantemente, los límites entre vida e interpretación) la terminó situando al margen de las canciones realistas –así se las llamaba– que la habían visto nacer. Pensemos en la distancia que separa “El acordeonista” de “Himno al amor”. ¿Quién puede confundir “Le vagabond” con “La foule” o la patética “Mon Dieu”? Eso que hoy consideramos tan francés en la Piaf, ¿no fue disruptivo en su tiempo? De alguna manera, desobedeció las dos grandes verdades de la cultura popular francesa: el estilo zumbón de la publicitada joie de vivre y el naturalismo de la vida de suburbio. Enterró para siempre los faroles tardíos de la belle époque y se desligó del mandato del compromiso social de la izquierda francesa.
Queda claro que alcanzó su estrellato más perdurable cuando cantó su deseo a los cuatro vientos. Hizo entonces del canto al amor romántico una confesión sin fin. Despojada de todo pudor y a distancia de todo sentimentalismo, se hundió en una suerte de expresionismo sin vuelta atrás, contando siempre la misma historia, la historia de su vida, de su desamparo, de su ansiedad amorosa. ¿No afirmaba no arrepentirse de nada (“Non, je ne regrette rien”, algo así como su “My way”), mientras seguía buscando el amor en esa secuencia impresionante –por la cantidad, por la calidad– de amantes que, salvo el boxeador Marcel Cerdan, le hicieron una segunda voz hasta que la dejaron para ser solistas? Montand, Aznavour, Moustaki, Sarapo, Pills... También un beso apasionado a la Dietrich, por qué no.
Cuando estaba arriba de todo –porque llegó a estar en la cima absoluta, conquistando incluso al público norteamericano en su memorable gira de 1947–, quedó asociada para siempre a ese vestido negro que se exhibe en la BnF. En cierto modo, y más allá de clivajes de repertorio y vestuario, Piaf permaneció en el mismo lugar, fue el público el que debió moverse hacia ella, internarse en los meandros de su personalidad artística. ¿Qué cambios introdujo en su sonido? No mucho, en verdad. A fines de la década de los 50, su voz, que no se había deteriorado tanto como su cuerpo, solía salir a escena arropada por algún arreglo recargado, que al cabo de un par de compases ya resultaba innecesario frente a tamaña expresividad. Por momentos haciendo equilibrio sobre el filo del kitsch –el kitsch de la canción romántica francesa, convengamos–, siempre terminaba conmoviendo a todos al mismo tiempo.
Su síndrome era la búsqueda urgente del amor, en un estado de eterna juventud. Podía ser una persona inmadura en términos psicológicos, pero era extremadamente sabia en términos artísticos, cantando cada nueva pieza de su repertorio como si fuera la primera y la última. Observa Matthias Henke: “Nunca abandonó el ritmo forzado de la juventud, jamás abandonó la búsqueda de la flor azul. Guardar la medida. ¿Qué es eso? Ahorrar, hacer acopio. ¿Qué dice? Apurar la copa hasta las heces. ¡Sí! Deleitarse con la fruta fresca. ¡Sí, sí! ¡Y mil veces sí!”.
Vivimos un tiempo de canciones autorreferenciales. Es el efecto demorado del rock y el pop. Pero en tiempos de Piaf las cosas no eran así. Letristas y compositores profesionales escribían al servicio de determinados intérpretes. Y estos mudaban de carácter según la canción. Algunos cantantes sublimes, como Billie Holiday y Frank Sinatra, transgredieron las reglas de la interpretación y asumieron como propias algunas de las historias que cantaban. Llegaron incluso a elegir los temas que mejor daban al personaje que habían construido más allá del tiempo efímero de una canción. Piaf perteneció a ese club: el de los apropiadores autorreferenciales. Pero dio un paso más allá: entre las cientos de canciones que grabó, 80 salieron de su puño y letra. Generalmente escribía la letra e imaginaba una melodía que otro volcaba al pentagrama, o buscaba una música que quedara bien con su letra. Pudo entonces, entre creaciones ajenas y propias, construir un corpus de efecto autobiográfico sobrecogedor. Nadie pudo –nadie podría hoy– imaginar “Mon Dieu”, “La foule” o “Hymne à l’amour” en otra vida que fuera la de la Piaf.
Sin embargo, en 1945 Piaf creó “La vie en rose” para Marianne Michel... en el mantel de papel de un restaurante de Champs-Elysées. Cuenta la leyenda que primero escribió “je vois les choses en rose” (“veo las cosas de color rosa”), pero al comprobar que a Marianne no le convencía ese verso lo cambió por “je vois la vie en rose”. La guerra había terminado, estaba locamente enamorada del joven Yves Montand y, como diría el tango, la vida le reía y cantaba. Le pidió la música su gran amiga Marguerite Monnot, pero esta se negó, aduciendo que le parecía una canción tonta. ¿La vida rosa? Finalmente Edith dio con el compositor Marcel Louiguy, un tipo con suerte. En 1947, salió el disco por su autora –descomunal éxito de ventas de Columbia en Estados Unidos– y en junio de 1950 Louis Armstrong convirtió el tema en una clase magistral de swing. He aquí una Piaf compositora neta: si hasta Grace Jones nos regaló una versión extendida y divertida de este himno a la ilusión amorosa, que hoy es el himno no declarado de París. A la apropiadora le apropiaron su gran canción, si bien su versión sigue brillando desde un pasado discográfico siempre próximo.
Visitar a Piaf, entrar nuevamente a su mundo: la gran muestra de la BnF, en el mismo distrito 13 que la vio nacer al mundo del disco, es una invitación irresistible. Ahí está el recorrido de un genio de la canción francesa. Si no el único, con toda seguridad el más venerado. Jean Cocteau, que tan bien la conoció y admiró, definió su voz como una ola que nos invade, nos atraviesa, nos penetra. Y la definió, sin pudor semántico, como genio. Pero genio como lo entendía Stendhal: sin dejar la palabra en las alturas. Escribe Cocteau en el prólogo de la autobiografía de la Piaf: “No quedará de ella más que su mirada, sus manos pálidas, esa frente de cera que retiene la luz y esa voz que se hincha, que asciende, que poco a poco la sustituye y que, creciendo como una sombra sobre la pared, reemplazará a la tímida chiquilla. En ese minuto, el genio de Mme. Edith Piaf se hace visible, y todo el mundo lo constata”.
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