POR SEAN PENN
Pasé la noche del 10 de septiembre, de las 11 a las 4 de la mañana, en mi cuarto de hotel en Los Angeles, con amigos, y –ironías del destino– tuvimos una larga discusión sobre el tema de la amenaza del terrorismo internacional. A la mañana siguiente estaba todavía medio dormido cuando recibí un llamado de un amigo que había pasado una noche menos agitada que la mía. Me dijo que prendiera el televisor. Colgué y volví a dormirme. A las 10 me subí al auto para ir a ensayar a los estudios de la Warner. Como llegaba tarde, me concentré en el camino y miré siempre para adelante. Ni siquiera prendí la radio. Cuando llegué a la entrada del estudio me preguntaron qué estaba haciendo allí. Les dije que tenía ensayo en el estudio 11. “No, hoy no”, me dijeron, dándome la espalda sin darme más explicaciones. Volviendo al hotel en el auto, prendí la radio y entonces sí escuché las terribles noticias. Las dos Torres ya se habían desmoronado, habían tocado al Pentágono y el vuelo 93 se había estrellado en Pennsylvania. Entré al hotel, prendí la tele y empecé a “digerir” ese día espantoso. Cuando me ofrecieron realizar una película para esta serie y me dieron la posibilidad de cerrar los ojos y soñar con una idea, un pensamiento o un poema para evocar ese día, me dije que era una ocasión formidable para entender mi propia reacción, una oportunidad que le desearía a todo el mundo. Antes de hacer esta película, varias veces pensé que nosotros, como artistas, tenemos el deber de reflexionar sobre el estado del mundo en el que vivimos, y sobre lo que podemos aportarle con nuestra creatividad y a través de nuestra obra. Luego de los acontecimientos del 11 de septiembre cancelé una película que estaba a punto de hacer y que estaba desubicada en ese contexto o que, al menos, no tenía relación alguna con ese nuevo estado de cosas. Yo quería tomar una gran bocanada de aire y tratar de entender en qué consistiría nuestro nuevo deber. Me pareció que, de una manera aplastante, el gran público y los medios se habían apoderado de los acontecimientos de ese día en toda su dimensión trágica. Pero en algún rincón de nosotros creo que no sólo hay lugar para aceptar esas muertes, y el impacto de esos sucesos espantosos, sino también para la madre que perdió a su hijo ese día, atropellado por un conductor borracho o muerto de sobredosis, que perdió a su hija en un crimen, o a un padre a manos de la enfermedad. La pérdida de un ser es algo que sucede todos los días y provoca sufrimiento. La pregunta siempre fue la misma: ¿cómo estar en paz con el presente y cómo creer que mañana todo será mejor?