Domingo, 24 de agosto de 2014 | Hoy
Por Ariel Dorfman
Desde que conocí a Julio Cortázar, en noviembre de 1970, cuando vino a Santiago para la asunción de Salvador Allende como presidente de Chile, mantuvimos una nutrida correspondencia. La mayoría ya fue publicada en la antología de las Cartas que sacó Alfaguara en el 2012. Recientemente, al mudar de casa mi mujer Angélica y yo, descubrí cinco cartas adicionales e inéditas que se habían quedado traspapeladas por ahí en alguna caja escondida. Se publican acá por primera vez.
26 DE JUNIO DE 1980
Me llegó esta carta a Amsterdam cuando estábamos, con mi familia, a punto de partir a EE.UU., yéndonos de Europa, donde habíamos pasado casi siete años de exilio (tres de ellos en París, cerca de Julio). Junto a la carta, Julio acompañaba el manuscrito original de Omenaje a Rayuela, un libro delirante que yo había escrito a fines de 1969 y que me atreví a ofrecerle a Cortázar el último día de su visita a Chile para celebrar la victoria de Allende. Mi propia copia se había perdido durante el golpe de 1973.
Otras referencias de la carta: Zihuatanejo es una playa mexicana en el Pacífico, donde Julio, con su mujer Carol y el hijo de ella, Stéphane, iban a veranear después de pasar una semana en Cocoyoc como jurado, como lo éramos yo y García Márquez y Julio Scherer, de un concurso literario.
Schavelzon es Willy Schavelzon, editor de la obra de Julio y de la mía en México.
El “pibe” es nuestro hijo Rodrigo que, en efecto, hizo buenas migas con Stéphane.
El Mercurio es el principal diario chileno, al que despreciaba Julio debido a que fomentó el golpe contra Allende y apoyó después fervorosamente la dictadura de Pinochet. Hacía tiempo que habíamos comentado con Cortázar que EFE distribuía sus textos a ese periódico en contra de sus expresas instrucciones.
29 DE NOVIEMBRE DE 1982
Estábamos exiliados ya en Washington cuando nos llegó la noticia de la muerte de Carol, terrible para nosotros y devastadora para Julio, como lo sabrá cualquier lector que haya gozado de su delicioso libro de viaje, Los autonautas de la cosmopista.
25 DE ENERO DE 1983
No era habitual que Julio mandara tarjetas postales. Le gustaban las cartas largas y explayadas, que componía mientras fumaba con tranquilidad, escuchando a menudo jazz. Esta, desde Managua, es una excepción. Su apoyo a la causa de los sandinistas, acorralados por el gobierno de Reagan, es de sobra conocido, especialmente su amistad con Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal, opositores hoy de Daniel Ortega.
15 DE MARZO DE 1983
Hacía varios años que yo colaboraba con el New York Times con comentarios sobre la resistencia chilena y la política norteamericana y pensábamos, con Julio, que notas suyas sobre Nicaragua y otros temas podían interesar a Howard Goldberg, mi editor en ese periódico.
Saúl Sosnowsky es un académico argentino muy prestigioso, tan amigo de Julio como mío. Fue Saúl el que me llamaría el 12 de febrero de 1984, para anunciarnos la muerte de Julio.
27 DE JULIO DE 1983
Siete meses antes de su fallecimiento, ya se le notaban a Julio síntomas de la agotadora enfermedad que lo mataría. Era muy modesto, al no contar que, además de crónicas sobre la causa de los nicas, escribió bellísimos cuentos en ese período. Alarmado por las palabras con que finaliza esta carta, pensé ir a verlo luego a París, pero en septiembre de 1983 Pinochet me permitió volver a Chile y ese retorno, junto al intento en los meses siguientes de regresar en forma permanente al país, coparon el tiempo mío y de Angélica. Le había hablado por teléfono a Julio a fines de ese año para anunciarle que planeaba un viaje a Europa en enero de 1984, pero nuestro hijo Rodrigo se accidentó y tuve que cancelar el vuelo. Nunca pude, entonces, decirle adiós personalmente, darle ese abrazo que aún me falta. Pero cada vez que leo sus obras él me da la bienvenida y me despide, sonriente y gigantesco y genial, y ese aliento tiene que ser inevitablemente suficiente.
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