Domingo, 15 de diciembre de 2013 | Hoy
Por John Berger
Querido Marcos
Viendo los retratos de las Madres de Plaza de Mayo, rápidamente olvidé que estaba mirando fotos, una tras otra. Por el contrario, me encontré observando rostros, tratando de descifrar una pequeña parte de las infinitas experiencias que han vivido.
Cada Madre es diferente, cada una con sus propios secretos, su propio origen, su propio sentido del humor, su propia forma de vivir el duelo. Al mismo tiempo todas sus expresiones, cuando nos miran –a menudo ellas se miran una a la otra, pero ahora ellas nos están mirando a nosotros– sus expresiones tienen en común algo profundo e imposible de describir. Y esto es comprensible porque ellas sufrieron el mismo tipo de pérdida y encontraron el coraje para acusar pública y abiertamente a aquellos que desaparecieron a sus hijos en secreto.
Ellas compartieron tanto su dolor como su determinación para resistir.
Por décadas han perseguido –y aún lo hacen– una acción en común. Esto es visible en sus ojos. Cada una de ellas brinda una cara única de la solidaridad que crearon juntas. Observándolas soy consciente –y lo digo con humildad– de un trágico sentido de logro.
¿Cuál es este logro? Desde lo político usted podrá definirlo más precisamente que yo, dado que soy un extranjero escribiendo desde lejos. Sin embargo, inspirado por la experiencia de conocer a las Madres, tengo algo que sugerirle.
Todos sus hijos al momento de ser “desaparecidos” secretamente por los agentes de la muerte de la dictadura eran jóvenes. Sus vidas recién comenzaban. Sus vidas les fueron amputadas demasiado pronto. No sólo fueron aniquilados físicamente, sino que también sus futuros les fueron amputados. Aún más, se les negó el rol de mártires porque sus asesinatos fueron repentinos y ocultados.
El dolor que sufrieron aquellos que los conocían y querían se debió no sólo a la violencia sufrida, y a una ausencia prolongada, sino también al fin abrupto de todos los proyectos y deseos que tenían como mujeres, hombres, padres, amigos, pensadores, artesanos, mensajeros, constructores, guías, cantantes... Las vidas perdidas fueron todas cruelmente inacabadas.
Las Madres que quizás hoy sean abuelas –pasaron más de treinta años– tienen de alguna manera algo que es a la vez misterioso y evidente, ellas completaron esas vidas inacabadas. Este es su logro. Ninguna podría haber realizado tal cosa por sí sola. Sólo fue posible lograr esto colectivamente en solidaridad, y aunando esfuerzos por medio de la acción política, lo que demandó un gran poder de imaginación de miles de hombres y mujeres.
La blancura de los pañuelos de las Madres habla de este logro.
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