Domingo, 30 de marzo de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Leemos biografías de Jerome David Salinger (no muchas) por el mismo motivo que leemos biografías de Bob Dylan (incontables): porque nada resulta más fascinante que revisitar el paisaje de un hombre haciendo las cosas a su manera, sin nunca comprometer su arte, ni importarle el qué dirán.
En este contexto –para los siempre necesitados de alguna nueva dosis o flamante virus sobre el creador y suicidador de Seymour Glass– el anuncio entre trompetas triunfales del Salinger de David Shields y Shane Salerno como algo definitivo y rebosante de testimonios clave así como impactantes revelaciones, se esperaba como el equivalente literario a la resolución del enigma de quién y cuántos dispararon sobre JFK aquella mañana de Dallas hace cincuenta años.
Poco y nada importaba que el primer y descartado título para esta supuesta madre de todas las biografías llevase el un tanto portentoso título de The Private War of J. D. Salinger. O que su portada –donde ya se leía, antes de su estreno y de críticas no muy favorables, “el libro oficial del aclamado documental”– invocara más juguetona que ingeniosamente el rojo bermellón y letras amarillo cromo que Salinger ordenó para la edición de bolsillo de su Catcher por los siglos de los siglos. O que los responsables –porque a lo largo de los tiempos más de un amateur resolvió un caso que los mejores profesionales no supieron cerrar– no fuesen profesionales de la materia como Blake Bailey, quien diseccionó con profesionalismo y sin anestesia a Richard Yates y John Cheever y Charles Jackson y, próximamente, Philip Roth. No, los médium más bien extra-small son David Shields (alguna vez correcto novelista y hoy más reconocido como autor del manifiesto/ apología de la apropiación de lo ajeno que es Reality Hunger, del 2010) y Shane Salerno (director del “aclamado documental” en cuestión y guionista de películas como Armageddon y Salvajes).
Superada la lectura de Salinger, uno no puede sino recordar las enseñanzas de Salinger: no hables con extraños, no hagas caso de lo que dicen aquellos a quienes no conoces bien y, sí, el mundo está lleno de personas que no merecen nuestra confianza y que sólo buscan aprovecharse de nosotros.
Organizada siguiendo la estructura oral/coral en la que descolló George The Paris Review Plimpton a la hora de ensamblar las vidas de la diosa sacrificial y warholiana Edie Sedgwick y del genio en caída libre Truman Capote (invocaciones en las que nada sobra y todo cuenta), el lector de Salinger, por lo contrario, comprende que está en problemas ya desde las primeras e interminables páginas. Allí, para contarnos que Salinger la pasó muy mal en la Segunda Guerra Mundial (seguidilla monstruosa de desembarcar en Día D, batallas en el bosque de Hürtgen y en las Ardenas, liberación del campo de concentración de Kaufering), Shields & Salerno ponen a parlotear a unos pocos soldados cercanos de Salinger y a una multitud de historiadores y militares y gente que pasaba por ahí. ¿Necesita alguien que se le repita varias veces que el paseíllo por las playas Utah y Omaha no fue de lo más agradable luego de haber visto Salvar al soldado Ryan? No lo creo. Este efecto de acumulación de la nada del todo vuelve a repetirse a lo largo y ancho de las 695 páginas (sin índice onomástico) tanto en la golosa glosa de la vida y magnicidio de Mark David Chapman como en el innecesario rejunte de fotos circunstanciales (¿hacen falta fotos de Elia Kazan o de Billy Wilder por el solo hecho de haber querido adaptar a Salinger a la gran pantalla?) puntuadas por el goteo de instantáneas de Salinger en las que aparece con el aire de compañero de copas de Don Mad Men Draper o cómo lucirá Don Draper al final de la serie y, como se ha anunciado, alcanzando los noventa años de edad.
Pero lo más grave de todo –teniendo en cuenta que éste es un proyecto desarrollado a lo largo de casi un década– es la desprolijidad espasmódica del relato (la defensa que hace Leslie Epstein de la nouvelle Hapworth 16, 1924 repitiéndose en las páginas 383 y 520), la pobreza y gratuidad de testimonios (¿qué hacen aquí los actores John Cusack y Edward Norton y Lindsay Crouse?), el casi saqueo a biografías anteriores (a las que, además, se critica), la ausencia de nombres obvios entre los consultados (como el de Bret Easton Ellis, quien celebró la muerte del ermitaño vía Twitter, o del muy salingerista Wes Anderson director de Rushmore y de The Royal Tenenbaums) y, por último, la enfática enunciación de endebles suposiciones revolucionarias que parecen extraídas de un sketch de Saturday Night Live.
Por lo demás, de un tiempo a esta parte –gracias a las “traiciones” de la ex amante Joyce Maynard y la ex hija Margaret Salinger, a las intromisiones del biógrafo frustrado Ian Hamilton, o a los paparazzi que lo capturaron puño en alto y ojos desorbitados– ya teníamos claro que Jerry era un tipo más bien complejo, oscuro, difícil, cuidado con el perro, y más cuidado aún si eres una señorita muy joven y muy inquieta y muy salingeriana.
No todo es condenable: las averiguaciones sobre la telepática y posiblemente nazi primera Mrs. Salinger, los recuerdos de la hasta ahora desconocida Jean “Esmé” Miller tiene interés e importancia al ser la primera de las niñas-novias de Salinger, las anécdotas de aquellos que se le acercaron mantienen su morbo intacto, la hipótesis del periodista Stephen Metcalf acerca de que El guardián entre el centeno sería una novela de guerra subliminal es tan ingeniosa como atendible. Y esa foto de Salinger de espaldas, caminando calle arriba y huyendo de otra presencia indeseable, pasa de inmediato a formar parte de nuestro museo mental en el que nunca se le permitirá la entrada –¿de verdad? ¿hacía falta?– a ese actor que “hace de” Salinger en el documental con un poster donde el escritor aparece con un dedo sobre sus labios bajo el slogan: “Descubre el misterio pero no reveles los secretos”.
Ah.
Pero estas contadas gominolas no son suficientes para endulzar el sabor triste, solitario y final (pero tan incompleto) que deja Salinger, rebosante de imperdonables “tal vez”, “podría”, “es posible”, “cabe pensar” y “quién sabe sí” o “Salinger habría hecho o pensado o dicho”.
Porque es ahí cuando entramos sin salida posible (verlo resumido en el capítulo de conclusiones) en lo más irritante y desopilante del asunto: la más bien escatológica teoría à la Farrely Brothers de Shields & Salerno acerca de que Salinger jamás superó el haber nacido con un solo testículo; la organización del material siguiendo los ciclos de la filosofía vedanta (con insufribles comentarios al respecto), o el grand finale (filtrado antes por The New York Times, pero aún no legitimado por familia y agente) de que según “dos fuentes distintas e independientes” (y sin nombre) habría varios manuscritos terminados y listos para publicarse, entre el 2015 y el 2020, por voluntad del fantasma. A saber, a esperar, a rezar para no ser, de nuevo, desilusionados: un libro llamado The Glass Family reuniendo clásicos y grandes éxitos junto a cinco nuevas entregas de los niños genios de perturbada adultez, un manual de vedanta, una novela sobre sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial y una “love story” sobre su misteriosa primera esposa con el Sargento X de “Para Esmé, con amor y sordidez” como protagonista, y una ampliación de la saga de Holden Caulfield.
Si durante la presente Feria del Libro de Frankfurt (escribo esto a finales de septiembre) nadie dice nada al respecto ni ofrece nada a cambio, todo parecería indicar que Salinger ríe último y ríe mejor.
Más allá de todo lo anterior, Salinger acaba produciendo –involuntaria pero justicieramente– el mejor efecto posible: las ganas incontenibles de volver a El guardián entre el centeno, a Nueve cuentos, a Franny y Zooey, a Levantad, carpinteros, la viga del tejado / Seymour: una introducción y a todo eso inédito en libro que uno fue buscando y encontrando y fotocopiando y acumulando a lo largo de los cada vez más años. Y, también, reafirmarnos en la convicción de que la respuesta a toda pregunta –ya sea cuál es el sonido que hace una sola mano al aplaudir o a dónde van los patos del Central Park en invierno– estuvo y está y seguirá estando, my friend, blowin in the wind.
Y que está bien que así sea.
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