Viernes, 25 de julio de 2008 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
Hace tiempo que leí en Robert Musil que el escritor es "la conciencia de su tiempo, superior a su tiempo" y además "el abogado de su tiempo, contra su tiempo". ¿Qué escritores van formando al que aún es joven y quiere ejercer ese oficio? Ahora, ya anciano, con esas prisiones que pocos mencionan pero que son las prisiones de la vejez, me pregunto qué hacer (Claudio Sánchez Albornoz escribió algo muy bello sobre el tema). Pienso en mis lecturas juveniles, mi primer libro de lectura hecho por mí mismo para tratar de entender algunas cosas que, confieso, aún no he comprendido del todo y dudo mucho en llegar a comprender.
Mentiría si dijera que tengo la certidumbre de haber tenido esas lecturas que me iniciaron en el orden que las doy, pero la memoria es la que va dictando los nombres y dudando ante otros. García Lorca, Borges, Chesterton, Aldous Huxley, Montaigne y una buena cantidad de novelas policiales fueron los primeros libros a los que me aproximé. No menciono a Albert Camus pues él fue el encuentro con mucho de lo que quería ser, con mucho de lo que pensaba. Camus, y los pensadores existencialistas en general, me decían de qué manera había que ser el abogado del tiempo en que vivía y al mismo tiempo un fiscal frente a lo que pasaba.
Hubo un momento en que lo político privó sobre lo estrictamente literario, sobre todo por mi apasionado deseo de conocer todo lo posible sobre la Guerra Civil Española, en la que estuvieron comprometidos tantos escritores: Orwell, Auden, Hemingway, Croce, César Vallejo, Cernuda, Malraux, John Dos Passos fueron, entre otros muchos, quienes me dijeron cuál era la actitud que había que tomar frente al avance bestial del nazifascismo. Arthur Koestler decía que era una especie de orgullo de primer agua el haber estado en Madrid, peleando para lograr el "no pasarán". ¿Cambió el tiempo la visión que ellos me habían dado? Sólo en parte, sobre todo por las luchas internas entre los republicanos, en donde convivían quienes en realidad ni tan siquiera podían tomar una taza de té juntos. Sigo creyendo que la Guerra Civil Española fue la última Guerra Romántica de la historia, pero ahora tengo como la certeza, aunque nunca haya certezas sobre nada, que los republicanos sabían que iban a perder, porque ellos estaban divididos en diferentes ideologías y no coincidían en cómo plantear la guerra, mientras la derecha era un bloque sólido apoyado por Hitler y Mussolini de manera mucho más efectiva que la que los soviéticos dieron a la República. Incluso ahora tengo mis dudas sobre si en realidad Stalin quería el triunfo de los republicanos. Stalin, no los que pelearon a muerte por el triunfo.
Después, no mucho después pero bastante, una influencia decisiva fue la revista Poesía Buenos Aires, que modificó mi modo de escribir. El país estaba como encerrado sin salida, atrapado por un movimiento que era populista pero en absoluto popular, aunque las estadísticas demuestren que una gran mayoría apoyaba al gobierno. Las grandes mayorías también se equivocan, con inocencia y buena fe.
Las lecturas, más adelante, comienzan a ser dirigidas hacia temas que me atraparon y fueron construyendo la biblioteca que me interesa. Es Borges quien me va señalando obras que desconocía, y ellas se transformaron en mis libros más próximos: Flaubert (una pasión que ahora se renueva), James Joyce, o alguien tan diferente a Joyce como Leon Bloy. También Faulkner, Scott Fitzgerald, Wallace Stevens.
Ignoro en qué momento de mis lecturas comienzo a tener lo que llamaría mis libros de cabecera, aun cuando fuesen cambiando con el tiempo, pero algunos llegaron para quedarse. Los ensayos de Montaigne, que me llevaron a Bacon; La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly, Oficio de tinieblas 5, de Camilo José Cela, el Journal, de Gide; La rama dorada, de Frazer; Estudio del hombre, de Ralph Lipton; El oficio de vivir, de Cesare Pavese; la poesía de Wallace Stevens; la obra, que parece tan breve, de Salinger; un numeroso grupo de ensayistas que iban dejando su huella para siempre; más tarde llegaría el único libro que conozco de Giovanni Arpino, La hora del adiós; Pessoa y toda su obra, pero sobre todo El libro del desasosiego; Historia Universal del Hombre, de Erich Kahler, y otro de sus libros, La torre y el abismo. Traté, con esos libros, de comprender mejor el péndulo entre la belleza y el horror, que es una característica del ser humano.
Por muchos motivos uno puede estar como alejado de ese tipo de educación autodidacta que siempre tiene grietas que no podemos indagar. En los últimos años, a partir de ciertas crisis personales que afectaron en lo esencial mis creencias, aparecen las lecturas poco menos que cotidianas y constantes, en una especie de examen de mí mismo, de autores como Harold Bloom, Eric Hobsbawm, Barthes, Foucault, Derrida, George Steiner y todos aquellos pensadores que encontraba absolutamente libres de mala fe. Ahondé, y sigo ahondando, hasta que siento que los límites de mi lenguaje son los límites de mi ser.
He vuelto a viejos autores para mirarlos desde el sitio diferente que ofrece una edad como la que tengo, en que existe un adolecer previsible y es difícil de impedir que la tristeza y el cansancio aparezcan en algún momento del día. Daré tres ejemplos, temas sobre los cuales ya he hablado en estas columnas: la relectura de Joyce, de Thomas Mann, de autores tan diversos como Orwell, Lowry y B. Traven. Y otro más: indagar por qué algunas obras me resultan tan ajenas a un tema en el cual nada me parecía ajeno: el libro de Bioy Casares sobre Borges, un libro que es un diario al que tiendo a calificar de deleznable. Pero me doy cuenta de que es cierto aquello de que la vejez son los otros, la mirada de los otros y sus actitudes, tanto las buenas como las malas. Ambas se encuentran contagiadas de la mirada más joven hacia el anciano que pretende seguir caminando hacia los sueños que tuvo desde muy joven.
Lo que me inquieta y creo que me seguirá inquietando por el tiempo que me quede, es comprender hasta qué punto llegan mis contradicciones. Algunas podré remediarlas y otras creo que no podré, en la medida en que el pasado es irrefutable.
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