Miércoles, 21 de octubre de 2015 | Hoy
Por Julio César Quinteros
Cañada se duerme de desde bajo con contra de para por el cielo:
Insisto, no puedo ya físicamente tipiar pero insisto, no van a ganarme a piojoso, pulgoso, lo que sea.
Insisto en narrar: cuando marcharon hasta el club, mi hermana Emilia la mayor junto a sus hijas las menores, estuve en un impasse de lectura, Rodolfo Jota Walsh iluminó mi lectura al sol. El patio, con su césped, iluminó mucho, a pesar de la calor... Que no te deja trabajar. Iluminaciones con sueño. Todos trabajábamos o dormíamos trabajando sin acentos y fuimos eso: sin acentos. Entonces duché mi cuerpo en la ducha. entonces accedí a ser otra vez y, más allá de bañar mi magro cuerpo, lavarlo, salí de la casa, ya en silencios, ya en sueños de otros, ya saliendo salí de la casa, vestido. Comprendí tanto entonces... Caminé intermitente hasta el hogar, hasta mi madre Porota en su lugar ahora. caminé unas cuadras que quedaron escasas y llegué a mi madre en el hogar, a mi madre con sus palabras y su color, con su coloratura en la palabra y se me la bancan acá nomás al leer, queridos lectores, amigos de la letra, la palabra...
Cañada contra los reflejos de la memoria del pasto:
Y volví a salir del hogar hasta la terminal y caminé bajo el calor espantoso del litoral tierra adentro la llanura. Pregunté y se me fue respondido, caminé de regreso, conseguí dos pomelos para Porota y entré al hogar. Todas las señoras ancianitas me miraban otra vez como si fuese la primera vez que me veían, saludaban incluso. Pedí un cuchillo y un plato y corté el pomelo para madre y lo comió con placer, comentando inevitable. Yolanda, una amiga de madre, nos acompañaba en silencio y no quiso comer pomelo y quiso un poco de jugo fresco. Llevo el plato y las cáscaras y el cuchillo a la cocina y al salir una ancianita me pide si puedo subir el volumen de la tele. Lo intento y al pulsar la tecla de volumen los canales comienzan una danza extraña y se suceden imágenes y blackouts intermitentes.
No sé de qué manera logré ajustar la señal y el volumen, maravillas de la ciencia. La señora ancianita que me había pedido levantar el volumen estaba emocionada, incluso estaba ruborizada y extendió sus manos para agradecerme y me atrajo hacia sí y me dió un beso en la mejilla derecha, agradeciendo. Hablé dos palabras más con madre santa y me despedí de ella en paz y alegría. Salí a la calle moreno y el teatro Verdi refulgía en el sol que, tenaz, no dejaba de quemar todo.
El telefonito me sacó de mis pensamientos y sensaciones y mi hermana Emilia informaba que pasaba a buscarme con el auto en un minuto. Así lo hizo, efectivamente. y paseamos un rato con las bellas hermosas por Cañada de Gómez. Regresamos a la casa enorme y nos refrescamos algo, comí unos sanguchitos de pollo y salsa picante y jugamos a diversas cosas con las niñas. Morena corría y cantaba y en una de esas carreritas tropezó y se dió la frente contra el suelo y la asistimos con Aitana poniéndole un hielo en la frente y lloraba y no pasó nada y bajó Emilia de la terraza y se anotició del hecho y no pasó nada. Aitana quiso salir a andar en bici con la madre y Morena se sumó y salimos los cuatro y las dos bicicletinas tan pequeñas. Fuimos a dar una vuelta a la manzana continuando nuestra charla absurda sin sentido de palabras que no existen y reímos mucho. En un momento Morena señala un paredón que soportaba dos o tres graffittis horrendos de nombres de gente desconocida y azarosamente pintados y dice: 'Mirá tío, un salame escribió la pared...' Mi carcajada debe estar resonando aún hoy contra las veredas y las casas de Cañada de Gómez. Volvimos en risas y entramos a la enorme bella casa y Rodolfo estaba preparando unas pizzas y las niñas se bañaron y seguimos conversando todos, hablando, nuestro estado natural. Comieron las bellas y nosotros los más viejos esperamos mientras tomamos unas birras y la Pantera rosa acunaba un rato a las niñitas. Salí hasta un kiosco a dos cuadras y en la calle había un espantoso olor a celulosa. Fui hasta el kiosco cantando un tema de Los Arnaldos en la mente y compré dos birras y el kiosquero era un muy simpático señor mayor y hasta bromeamos con él y otro cliente, hablando de picadas y cervezas. Retorné a la enorme casa y la llave, díscola, no quiso permitir que abra la puerta y salió mi hermana Emilia. Las niñitas estaban casi dormidas y durmieron al fin y nosotros tres comimos pizzas y tomamos unas birretas a piacere. Hablando mucho, por supuesto.
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