Viernes, 20 de julio de 2012 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINION
Por José Ernesto Schulman *
El carácter histórico de los juicios contra los perpetradores del genocidio sufrido por el pueblo argentino en los ’70 deriva de la “singularidad” de que esta vez se pudo quebrar la impunidad que el Estado ha brindado a todos los genocidas y a casi todos los represores desde la invasión militar colonial española, pasando por los crímenes de la Inquisición y los sufridos en las guerras de independencia, siguiendo por los cometidos por el Estado durante todo el siglo XX hasta diciembre de 2001. La impunidad es la llave de la continuidad del horror inicial hasta el paroxismo del ’76. Y ha sido el Estado el constructor y sostén de dicha impunidad. En ese proceso, la idea de la “continuidad jurídica”, la pretensión de que los actos criminales de un poder ilegal son legales –tal como sentó doctrina la Corte Suprema al avalar el golpe del ’30– ha sido la justificación que el liberalismo prestó a la construcción de una cultura represora que hoy asoma en la pretensión de “normalidad jurídica” dogmática al momento del Juicio y Castigo.
Digámoslo de entrada, no es el derecho al estudio de ciudadanos en situación de cárcel lo que se discute al momento de posicionarse frente a la pretensión de algunos represores de “estudiar” en la UBA; para nada, lo que se discute es cómo se enfrenta la estrategia de impunidad para los genocidas que el Estado construyó desde el primer momento y que no ha cesado de intentarse hasta hoy por medio de tres formas principales: la impunidad biológica (“estirar” los procesos judiciales para que los represores mueran “acusados” pero sin condena, como Pinochet en Chile); la impunidad del poder económico (que pretende un genocidio sin sentido, sin beneficiarios, que niega aquello de Walsh en su Carta: “En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”). Y hay aún, para nuestra sorpresa, una estrategia de los condenados para sostener su impunidad. Y así como enfrentamos, desde el ’76, todas las impunidades, nos toca ahora enfrentar la pretensión de un trato preferencial para ellos: detenciones domiciliarias, eximición de juicios o cárcel por razones de salud y ahora “estudiar” en la UBA, como si fueran simples personas nacidas en hogares de escasos recursos y excluidos del sistema educativo por el capitalismo, “refundado” por el terrorismo de Estado, que se basa en la exclusión social y la discriminación hacia los débiles.
Pero no es el caso. Casi todos ellos estudiaron carreras militares o policiales en su juventud, tuvieron luego entre 20 y 30 años para emprender nuevos estudios en el largo período que pasó entre que fueron identificados como los responsables de los centros clandestinos y el terrorismo de Estado y el momento de su prisión. Pero no lo hicieron; tampoco “comprendieron” y “reconocieron” el daño que hicieron a la sociedad, más bien, todo lo contrario. Son ellos los privilegiados, los discriminadores y los que todavía deben a la sociedad la información sobre el destino de los desaparecidos. Que no se los juzgue por esos delitos continuos es una más de las formas en que sectores del aparato jurídico estatal los sigue protegiendo. Como el Servicio Penitenciario, que los trata como si fueran los dueños del país, creándoles condiciones que ningún otro preso tiene, aun cuando llegan a “cárcel común”, no es común su condición carcelaria. Siempre privilegios.
La UBA no sólo tiene el deber de enfrentar esta estrategia de impunidad con máscara estudiantil, tiene la oportunidad de escuchar a los universitarios víctimas del terror que esperan un gesto claro de repudio a los represores y de reivindicación de los “de-
saparecidos” de la universidad por la acción de estos genocidas que ahora pretenden, nada menos, ocupar ellos mismos su ausencia tan querida.
* Secretario de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre.
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