Martes, 13 de enero de 2009 | Hoy
Por Kazuo Ishiguro
Hace poco atravesé un período durante el que le preguntaba a cuanta persona se me cruzara: “¿Cuál considera usted la música más triste del mundo?”. Esta pregunta, incitada por una investigación para un proyecto cinematográfico, despertó respuestas sorprendentemente pasionales y empezó a cobrar vida propia. El buzón de casa empezó a llenarse de grabaciones, decenas de desconocidos llamaban para decirme que sabían de mi inquietud y se ofrecían a ayudar. Me enviaban desde adagios de numerosas sinfonías a grabaciones de Blind Lemon o la cinta de Blow The Wind Southerly cantada por Kathleen Ferrier; algunos se inclinaban por la música sufí, otros por los cantos gregorianos o el fado de Lisboa. Pasé dos días sentado en un cuarto del Archivo Nacional del Sonido de Londres, mientras un archivista me abastecía grabación tras grabación de las distintas músicas folklóricas que él consideraba posibles candidatas. Pocas resultaban no tener una larga historia de sufrimiento detrás, no haber sido compuestas en medio de la opresión, el exilio, la guerra, el hambre. Así y todo, después de unos cuantos minutos de escuchar, me encontraba moviendo la cabeza y diciendo: “No, no es lo suficientemente triste. Quiero algo realmente triste”.
Mientras escribo esto, mi búsqueda continúa; debo encontrar la música que, sin lugar a dudas, sea la más triste del mundo. Pero el trabajo realizado hasta ahora me ha conducido a una idea reveladora: la música que intenta abrazar la tristeza, que aspira a enterrarse en ella, se encuentra destinada a carecer de verdadera tristeza. La música verdaderamente triste es por lo general celebratoria en la superficie, incluso festiva: música de personas intentando alejar el dolor, sumergiéndose por un momento en las alegrías pasajeras de la vida.
Entre toda esa música folklórica, me resultó curioso cuán recurrente era esa cualidad en distintos bailes. Pero una vez dentro de los dominios de la música, volvía una y otra vez al piano de Chopin. Descontando la notable excepción de su Marcha fúnebre, es difícil encontrar en Chopin un pasaje de tristeza lúgubre. Trabajando casi siempre con géneros de baile –el vals, la polonesa, la mazurka– Chopin nunca negó la exuberancia natural en ellos. Sin embargo, sus valses raramente evocan galas suntuosas; yo imagino, en cambio, a una pareja solitaria bailando en una casa desierta, sabiendo que deberán despedirse una vez que termine la música. Del mismo modo, sus maravillosos nocturnos, aunque siempre desbordantes de un anhelo romántico, nunca dejan de anticipar la desilusión. Y sus polonesas militares están siempre apoyadas sobre una nostalgia por la infancia perdida, por una Polonia ocupada y recordada desde el exilio.
Esta es la tristeza que se encuentra en el borde de una sonrisa, la sombra pensativa que sigue al placer de estirar los brazos. Es la música que –como los cuentos de Chéjov o las películas de Ozu– celebra la vida sin poder olvidar su brevedad y su fragilidad. Todavía no he terminado el trabajo, pero Chopin encabeza mi lista.
Este texto está incluido en la edición de Penguin del CD
Chopin: Favourite Piano Works/
Interpretado por Vladimir Ashkenazy
Por Joseph Heller
Hacia el final de una de mis novelas, uno de los personajes se encuentra en un avión rumbo a Australia para pasar sus vacaciones; por los auriculares está escuchando una grabación de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler. Además, lleva encima una recopilación de cuentos de Thomas Mann, que incluye Muerte en Venecia. En cuanto a la edad y otras cuestiones, podría afirmar que ese personaje entrado en años rumbo a Australia es, entre todos los personajes de todas mis novelas, el que mejor me representa. El libro (Closing Time) es quizá mi novela más personal, y el párrafo que contiene la sinfonía la cierra.
Escuchando la sinfonía, el personaje encuentra cosas nuevas en una música que conoce hace años. Encuentra a esta notable sinfonía “infinita en sus secretos y múltiples satisfacciones, inefable en su belleza, sublime y misteriosa en su fuerza y genio para tocar el alma humana”. A duras penas puede esperar que los últimos acordes aceleren jubilosos hacia el finale triunfante, para poner la grabación desde el comienzo y sumergirse una vez más en la regocijante sinfonía dentro de la que felizmente retoza. Y aunque siempre se anticipa y se prepara para lo que viene, espera expectante, encantado por la tristeza de la dulce melodía que se filtra en los cornos ominosos del primer movimiento, tan dulce, triste y judío. Después de eso, sentía que el adagietto era “tan bello como la música puede llegar a ser”.
Fue ese adagietto (de casualidad utilizado por Visconti en su adaptación de Muerte en Venecia) lo que me despertó cierto apego por esta sinfonía. Fui atrapado por esa melodía del principio, y por otra similar que aparece más adelante y que enseguida me impactó por su resonancias de cierta música folklórica de Mitteleuropa. Ambas me sonaron sumamente familiares, como una canción de cuna que mi madre, rusa, probablemente tarareaba para sí mientras terminaba las tareas del hogar. Quizá fueran canciones que ella conocía.
La Quinta de Mahler no se amolda a la forma tradicional de la sinfonía –consta, por ejemplo, de cinco movimientos en lugar de los cuatro acostumbrados-– y no es tan accesible como la Primera o la Cuarta. Más compleja en sus texturas y diversificaciones, permanece como la más intrigante. Los dramáticos y abruptos contrastes de tempo, tonalidades y volúmenes sugieren fuertes conflictos espirituales en su interior. Apacibles temas para cuerdas y maderas son borrados con frecuencia por la autoridad imperativa y áspera de los bronces. Así y todo, la Quinta termina con una nota de innegable triunfo, un triunfo estático, de un modo poco habitual para una sinfonía, incluso para las románticas. Y ese adagietto del cuarto movimiento me sigue pareciendo tan bello como la música puede llegar a ser.
Este texto está incluido en la edición de Penguin del CD
Mahler: Sinfonía No. 5/ Interpretado por la Orquestra de Cleveland,
dirigida por Christoph Von Dohnányi
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