Domingo, 28 de febrero de 2010 | Hoy
VERANO12 › “OPERACION MASACRE”, DE RODOLFO WALSH
Por Alan Pauls
Un muerto que habla. Esa evidencia extraña, inverosímil, “apta para todas las incredulidades”, es lo que compele a Walsh a escribir, veinte años antes de que lo acorrale el cerco militar de Videla y Cía., Operación masacre, el libro que funda y pone en marcha el sistema de (no)ficción con el que liquidará el realismo (y sobre todo el realismo “de izquierda”).
Corre 1956, época dura para los peronistas pero no para Walsh, que tiene 29 años y pocas urgencias. Escribe cuentos policiales, lee literatura fantástica, planea una “novela seria”, juega al ajedrez. Hasta que una noche asfixiante de verano, seis meses después del alzamiento fallido de Valle y la carnicería de José León Suárez, alguien le dice: “Hay un fusilado que vive”. No es pues exactamente “la realidad”, como se dice a menudo, la que lo arranca de su confortable ecosistema pequeñoburgués y lo arroja a la arena de una sociedad irrigada por la violencia: es más bien esa frase descabellada, cien por ciento literaria, digna de Poe o de Lovecraft, que toma el libro por asalto y empieza a multiplicarse en una extraña legión de espectros fantásticos, enterrados vivos, hombres-lombriz que viven bajo tierra, muertos que respiran... El muerto que habla entonces, que testimonia, es Livraga: Walsh, que está “afuera” porque no es peronista, es el que denuncia. Hay que decir, piensa Walsh frente a ese zombi desfigurado por los tiros: Livraga tiene que decir lo que vio, lo que vivió, lo que sabe; y Walsh tiene que decir lo que le diga Livraga. Pero lo interesante del caso –lo que demuestra hasta qué punto el muerto que habla es la encarnación del decir en todo Walsh, y no sólo en sus últimos textos– es que el imperativo lo afecta, lo cambia, lo hace pasar de la figura del que denuncia a la del que testimonia, y de ahí, fatalmente, a la del que testamenta; es decir: el que habla estando ya de algún modo muerto. “Hay que decir”, piensa Walsh, y la compulsión lo identifica con Livraga, lo obliga a volverse zombi él también, a desaparecer bajo tierra o, lo que es más o menos lo mismo, a ser otro. “Ahora (...) abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver...”. En 1956 Walsh ya es el muerto que habla que será en 1976.
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