Domingo, 23 de febrero de 2014 | Hoy
Por Ariel Dorfman
El cuento por su autor
Aunque este cuento tiene un origen remoto en el tiempo, releyéndolo años más tarde, siento las circunstancias que describe como lamentablemente cercanas y desoladoramente repetibles, no sólo en nuestra América latina.
Como tantos relatos que escribimos yo y otros escritores desterrados en los años setenta, éste se inspiró en los traumas del momento.
Durante los primeros años de exilio que siguieron al golpe militar chileno de 1973, mi mujer Angélica y yo recibíamos con avidez a los compañeros que llegaban del interior, muchos de ellos ex presos políticos. Algunos callaban las penas y vejaciones pasadas, pero tal vez por ser yo escritor, no faltaron quienes me confiaron pormenores de su desgracia.
Entre ellos, había un doctor, amigo nuestro, que rememoró, durante una larga noche azarosa, la historia que se convertiría en la base de “Asesoría”. Si bien muchos detalles de su relato pasaron en forma fiel a mi ficción, no se trata de un cuento testimonial, sino como un texto, ante todo, literario, sin dejar de ser una denuncia de las violaciones de derechos humanos. Nace, entonces, de un largo proceso de elaboración e invenciones. Sólo cuando descubrí cuál sería la perspectiva más eficaz (aquel point of view de que hablaba Henry James), que debía narrar desde un tú aquella lección terrible que Giorgio, el protagonista, debe aprender, es que pude ir indagando el misterio que el cuento ocultaba, me hizo percibir por qué, entre tantas situaciones aterradoras que me saturaban, esa en particular me atraía tanto.
Tal perspectiva también ayudaba a dilucidar lo absurdo de aquella situación límite (un militar consulta, como paciente, al médico al que está maltratando), la brutalmente ordinaria crueldad que acompaña el terror, así como los lazos personales que pueden establecerse entre víctimas y victimarios. Y el estar sumidos con tanta distancia íntima en todo lo que sabe aquel doctor tan experto, cómo va empleando el mínimo poder que le da su vocación para ir invirtiendo irónicamente los roles, lleva a que el desenlace sea –o así lo espero– aún más sorprendente para los lectores. El horror verdadero de lo que sucede al personaje principal (sin que él ni nosotros nos demos plenamente cuenta) no es su tortura física o psicológica, sino algo más siniestro e inesperado, una complicidad con lo perverso que todavía me perturba.
Hay algo más, algo que cuando concebí “Asesoría” no podía anticipar.
El doctor que aquí aparece es el primero de un linaje de médicos que iban a rondar mi ficción. El más famoso (o infame) es el doctor Miranda, de La Muerte y la Doncella. Pero también tracé personajes como el cirujano plástico de Máscara o el psiquiatra de Terapia. Dueños del poder de sanar, amos de la vida y la muerte, inquisidores del dolor y del alivio, los imaginé inquietantemente ambiguos, al borde de una inmensa malignidad, recitando el juramento de Hipócrates (“nunca causaré daño a nadie”, “siempre obraré por el bien de mis pacientes” ) mientras se asomaban a las compuertas del infierno.
A diferencia de esa ambivalente genealogía futura, la benevolencia de Giorgio, el doctor protagonista de “Asesoría”, es incontestable. Y, sin embargo, al re-leer el desenlace de este cuento aún desafortunadamente vigente, reconozco con un escalofrío que las semillas de la iniquidad se encontraban ya presentes, siempre presentes, en las tempranas e inaugurales etapas de una tragedia latinoamericana que todavía –me desalienta decirlo– no superamos del todo.
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