Jueves, 5 de febrero de 2015 | Hoy
Por Vicente Battista
La casa continuaba imperturbable, indiferente. Si bien la veía cada vez que pasaba por allí, la miré por primera vez cuando advertí que en uno de los dos balcones habían colgado un cartel de venta. En ese momento, y no me pregunten por qué, la vi como una mujer de la vida que se brindaba al mejor postor. Mujer de la vida, qué giro extraño, ¿acaso las otras mujeres son de la muerte? Lo cierto es que aquella tarde estuve un buen rato observándola desde la vereda de enfrente: un par de balcones a la calle que prenunciaban dos habitaciones o una sala grande, una digna puerta de fierro que, supuse, se abriría a un pasillo que llevaría al hall de entrada, después alguna otra habitación, la cocina, el baño y el patio. Casi un calco de la casa de mis padres en Barracas, realmente, un calco de numerosas casas que se desperdigaban por la ciudad y que años después bautizarían con el prosaico nombre de “viviendas chorizo”. La casa de mis padres había sido notablemente más grande que ésta. Digo “había sido” porque de aquella vivienda sólo queda el recuerdo y algunas fotos en blanco y negro. La demolieron y sobre el terreno levantaron un edificio de seis o siete pisos, no lo recuerdo con exactitud porque nunca más pasé por allí. Esta casa, en cambio, continuaba de pie y se ofrecía al mejor postor. Nunca pensé en comprarla, ni siquiera me movió la curiosidad de conocer cómo sería por dentro. Para saber cuáles serían sus verdaderas dimensiones, la de sus cuartos y la de su patio, hubiera bastado con establecer una cita con un empleado de la inmobiliaria. No me interesaba la casa real, prefería imaginarla desde la vereda de enfrente. Decidí que pasaría a diario y la miraría con estudiada indiferencia, sin detener mi marcha. Dos semanas más tarde me topé con el anuncio que habían cruzado sobre el cartel de venta. “Reservada”, decía. Supe que pocos días más tarde iba a encontrar el anuncio definitivo, y no me equivoqué. “Vendida”, decía. Estuve un buen rato observándola, después me fui, ya no era necesario simular indiferencia.
La literatura, dicen, sirve como catarsis. Ignoro hasta qué punto es cierto, sólo sé que no me costó mucho imaginar al artesano que ocuparía esa casa y a las circunstancias que lo acosarían: su insoportable esposa era una de esas circunstancias. Pueden creerme o no, pero el mismo día que terminé este cuento quitaron el cartel de Vendida. La casa pasó a ser una vivienda más en el barrio.
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