Jueves, 5 de febrero de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › ENCUENTROS Y DESENCUENTROS EN EL SEXO
Como todos los años, siempre en febrero, la sección Psico quiere lanzarse al abismo del sexo explícito y desenfrenado pero... algo pasa que nos detiene, quién sabe qué, y por eso –antes de leer las notas sobre los puntos G de la mujer y del hombre, sobre la imprescindible gimnasia de Kegel y sobre el recién descubierto punto A–, hay que pasar por la siguiente nota y ver, querida, qué nos está pasando.
Por Adrián Sapetti *
Dice Susana, de 53 años: “Llegué del trabajo con la ilusión de tener una noche distinta. No estaban los chicos, había empezado gimnasia, había comprado un perfume nuevo, me sentía romántica, erotizada. Cuando entré lo vi frente a la tele. Me acerqué, lo quise besar y siguió clavado ahí. No se fijaba en mí. Me dio una rabia enorme: fui a la cocina y comí todo lo que encontré. Pensaba: él me dice que no estoy linda como antes, que no me cuido... ¡y para qué lo voy a hacer! Sí, ya sé: igual me tengo que cuidar, quererme a mí misma, pero...”.
Un caso típico es del hombre que consulta porque no logra la erección con su esposa y dice que le desagrada físicamente porque la encuentra fea, gorda, mal arreglada, con actitudes poco eróticas... Pareciera que él no se miró al espejo, porque vería cómo se descuidó: no se arregla, está con sobrepeso, cuando no hipertenso y estresado, atrapado por las obligaciones, siempre le falta tiempo, salvo para estar horas frente al televisor viendo el fútbol de Italia, el de España y cuanto partido se le cruce.
Una situación frecuente en parejas disfuncionales es que uno considere al otro como repulsivo, desagradable, poco inteligente, y luego se sorprenden cuando, en sus espaciados y pobres encuentros sexuales, la mujer no llega al orgasmo o el varón no tiene una erección satisfactoria o la pierde a poco de haberla obtenido.
Inmersos en estos sistemas deserotizantes, verdaderas ruinas de la pasión, tanto ella como él contribuyen a generar la falta de deseo y excitación. Pero muchos varones creen que igual van a poder funcionar: “Tengo que cumplir con el deber en casa”, “Tengo que hacerlo cada tanto porque si no la patrona me echa...”, “Cómo no voy a hacerlo si ella es una buena ama de casa, una excelente madre...”, “Sea como sea tengo que rendir, no quiero tener que escuchar sus quejas”. Convierten algo placentero en un acto obligatorio, y luego viene el asombro: ¿cómo es posible que haya fallado? Las sospechas de infidelidad reciclan el síntoma: es bastante común que la mujer piense que, si él falla, es porque tiene otra, y esto le genera una nueva exigencia: “Tengo que probar que no le soy infiel dándole sexo como se debe, tengo que lograrlo...”. Todo esto conduce a inhibir el deseo, pero éste es casi el menor de los males: se llega a la evitación de los encuentros, incluso los que se presentan como afectuosos, cariñosos, por eso de no empezar nada que después no se pueda terminar; los episodios de impotencia se reiteran, las sospechas y los conflictos se ahondan. A veces el hombre busca “algo afuera”, para ponerse a prueba, y, como se trata de un examen, termina fracasando también. Ante los episodios reiterados de impotencia ella se queja de que él no la desea, lo rechaza y hostiga y él, rechazado, responderá con falta de erección o de deseo.
Hay una serie de supuestos, incomprensiones y desencuentros que se repiten con singular frecuencia en muchas parejas con problemas sexuales: la idea de que no hay que hablar de sexo, sino sólo hacerlo y, además, espontáneamente; la de que “él tenía que adivinar lo que a mí me gusta”, y “no entiendo cómo a ella no le gusta lo que a mí me gusta”. O bien “yo suponía que eso te tenía que excitar...”. O, si no, “¡cómo le voy a pedir eso a mi pareja! ¡Tiene que surgir de manera natural!”. Es que “yo creía que ella creía que...”.
O bien, “¿le gustará lo que le estoy haciendo?”. Porque “la verdad es que yo, realmente, no sé lo que le gusta a mi esposa”.
“Ojalá que él hoy no se apure con la penetración, ¡cómo me gustaría que me acariciara en todo el cuerpo!” “Seguro que ella está esperando que la penetre ya ¡y a mí que no se me para!”
“Seguro que le toco el clítoris y pierde la cabeza.” “El siempre va directo a los genitales, no se da cuenta de que prefiero que lo haga después, después de un rato largo de otras cosas.”
“A mí me gustaría que ella me estimulara con... pero si se lo digo va a pensar que...” “Si yo le hago a él... va a pensar que yo soy...”
“¡Si sabés bien lo que a mí me gusta!, no hace falta que te lo ande diciendo.”
“¡Te lo sugerí tantas veces y jamás me lo entendiste!”
“Si no logro satisfacerla, ella me abandonará por otro hombre más viril.” “Será que a él no le gusto, que ya no me quiere más...”
Así se van tejiendo suposiciones, malentendidos, falsas creencias, ignorancias de lo que al otro le sucede. Cada uno puede hacer lo que cree que al otro le gusta y resulta que no es lo que realmente le gusta. No hay mejor manera de saber qué satisface al compañero que preguntárselo.
Cierto que, cuando algo se explicó o sugirió muchas veces y el otro no lo entendió hay que pensar que el disturbio está, o bien en que el emisor no transmitió el mensaje adecuado, o bien en que el receptor no pudo, no supo o no quiso recibirlo; o tal vez entre los dos hay un abismo que no ha podido salvarse. Entonces, si el mensaje no se entiende, sería mejor no insistir de la misma manera; es mejor buscar una nueva manera de comunicarlo.
“¡Por eso no se me para!”
Pero también están los enfrentamientos.
“Es ella que es una lenteja, una tortuga que nunca llega al orgasmo.” “Es él que siempre eyacula rápido y no me da tiempo.”
“Ella me descalifica siempre, por eso a mí no se me para.” “El siempre me critica, por eso no llego al orgasmo.”
“La rechazo porque está gorda y fea.” “Estoy gorda y sigo comiendo porque él me rechaza.”
Y se puede llegar a un cierto sabotaje sexual, donde lo que se conoce del otro se utiliza para chantajear o denigrar y no para dar y recibir placer: “Justamente lo que te gusta, aunque a mí me guste también, no lo voy a hacer...”.
Y están las expectativas y las decepciones. “Todas las mujeres que salieron conmigo llegaban al orgasmo cuando las penetraba, pero ella en cambio no es normal: sólo lo logra con el clítoris.” “El anormal es él; ni sabe cuántas mujeres le habrán fingido los orgasmos.”
O bien, habla ella: “Mi pareja anterior lograba la erección apenas lo tocaba”. Y habla él: “Ella ni sabe cómo chupar la...”.
O protesta él: “A mí se me baja cuando ella interrumpe para ponerse el diafragma; ¿por qué no quiere usar píldoras?”. Y protesta ella: “Ya le dije mil veces que no las voy a tomar. Si no le gusta el diafragma, que se ponga un preservativo”.
En estas vanas luchas la sexualidad sucumbe. Es cierto, hay parejas que pelean todo el día y solucionan sus diferencias en la cama, recomponiéndose y amigándose en la pasión y la voluptuosidad; aun quizá como si recuperaran energías para seguir combatiendo. Pero, aunque para algunos las luchas puedan resultar estimulantes, para la mayoría las disputas impiden un encuentro sexual, hacen fracasar los intentos y esto aumenta a su vez las disputas, con inhibición del deseo, de la excitación, de la erección, del orgasmo.
* Miembro de la comisión directiva y ex presidente de la Sociedad Argentina de Sexualidad Humana (SASH). Texto extractado del libro Sexo: un camino hacia el placer compartido (Ed. Lea).
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