Miércoles, 18 de febrero de 2015 | Hoy
Por Valeria Tentoni
“Nadie permanece definitivamente desesperado” escribió Roberto Bolaño en uno de sus cuadernos con birome azul y letra prolijísima. Me encontré con esa línea trabajando en otra cosa y días después de terminar este cuento, pero no sé por qué pienso que, así y todo de imposible, desde el futuro, es lo que lo disparó. También hay otros asuntos navegando en la memoria RAM de mi cerebro que colaboraron, creo. Por caso, la obra de la artista inglesa Rachel Witheread, quien transforma los vacíos en bloques sólidos, esto es: materializa el espacio alrededor o dentro de objetos y lugares (produciendo esculturas de sus negativos) con cemento dental, goma de caucho o resina. Ha vaciado escaleras, bibliotecas y hasta casas enteras. “En la percepción de sus obras, casi-objetos, se conjuga la sensación de estar frente a algo familiar y, al mismo tiempo surreal” dijo Dahiana Barrio. También hay dos textos que están encastrados en mi biblioteca mental desde hace unos años: uno es el ensayo de Martha Nussbaum, El ocultamiento de lo humano. Repugnancia, vergüenza y ley, en especial donde se ocupa del primero de esos tres elementos. Y el otro es la novela de Clarice Lispector, La pasión según G. H., cuyo final con la cucaracha intenté reverenciar aquí.
Supongo que éste es uno de los típicos relatos que yo llamaría “de invasión”, aunque no sé si tienen ya un nombre técnico asignado diferente. Me refiero a cuentos como “Casa tomada” de Julio Cortázar, “Moho y oscuridad” de Stanislaw Lem, “Gelatina” de Mario Levrero, “El zapallo que se hizo cosmos” de Macedonio Fernández o, aunque de manera distinta, La metamorfosis y El proceso de Kafka. Digamos, no ignoro que la idea no es original. Supongo que ellos tampoco. Y, por favor, que no se interprete como un listado de influencias: tampoco ignoro que no alcanza con la admiración para invocar como influencia a los escritores que amamos leer. Pero, a diferencia de los destinos que todos ellos eligieron para sus personajes, yo no quería que esta chica terminara sepultada por el desastre.
“¿Sabías que las tortugas se comen a las babosas?”, me avisó una querida amiga que leyó un borrador del cuento. No sabía, no. Debe ser porque sólo atacando a un bicho más lento que ella la tortuga se convierte, al fin, en un glorioso animal veloz. Y eso debe ser algo, me imagino, muy lindo de ser.
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