Martes, 17 de febrero de 2015 | Hoy
Por Susana Swarcz
El vagón está repleto a esta hora. Mi madre mira cómo intento abrazarla, se ríe de mí. Es ella la que extiende sus brazos –más–, y me protege.
–Tendríamos que haber tomado un taxi –le digo.
Es la mañana, la hora pico. Otoño de 1992. Vamos juntas a escuchar al poeta. Le da risa que el Juan que yo leo sea el Juancito que ella conoció.
–Llegué a la Argentina, a la calle Velazco, y no sabía el idioma. El con tus primos me enseñaban a hablar, también se divertían, me daban las frases al revés. ¿Ves que a veces hablo torcido?
–Bajemos –le digo.
–¿Por qué?
–No quiero que viajes así.
Mi madre se desprende, pasa entre los cuerpos, consigue un asiento.
–Sentate –me dice, y obedezco.
Muy al lado mío canta en polaco. Mi compañero de asiento se adormece. Repito la letra de mi madre sin entenderla mucho. Es una canción de cuna. Ella se entusiasma, canta cada vez más fuerte. En el vagón todos miran y cuando termina esa canción empieza otra pero está cantando en ruso.
Me pregunta en idish si me acuerdo y hago como que no la escucho, que no me habla a mí, que no me da vergüenza, que no soy.
Pero vuelvo, al mirarla la reconozco.
–Vayamos a Polonia –le digo–, a tu pueblo o a Cracovia, dicen que es hermosa.
Se lo digo para hacerla sufrir y tenerla –que se asuste–, todavía la necesito.
Ella cierra los ojos, aprieta los labios. Creo que se los muerde, y abre despacio los ojos, sabiendo el riesgo. Va a la ventana, está por tirarse. Alcanzo a escucharle el murmullo: “Este pequeño espacio junto a la ventana es todo lo que necesito, lo que quiero”. Parece tan cansada. Hasta que me mira, me recuerda, y habla desde un lugar menos distante. Dice que cambiemos de vagón.
Nos deslizamos de la mano.
Entre un vagón y otro y el ruido de la marcha, están esos chicos que gritan. La nena, parece, les ha robado el pan.
–Apenas me llevé medio –dice.
Los chicos hacen ademán de empujarla y ella mide con los ojos el espacio de la caída, la posibilidad de rodar. El tren va demasiado rápido.
–No lo tengo, me lo comí.
Forcejean, pero ya somos del otro vagón.
Qué pequeña es mi madre. Hace frío y transpira, ¿por qué se rasca tanto? No hay lugar para nada y está todo oscuro. No sabe adónde la llevan, ni siquiera por qué, y cierra los ojos. Qué tristeza tener que dejar su cajita de cosas: algún dibujo, lápices de colores, fotografías, una muñeca. ¿Estará grande tal vez para jugar con muñecas? Pero un saco al menos, aunque tampoco hace tanto frío y la orina calienta las piernas, los pies. (Si le hubiera tocado cerca de la ventana podría imaginarla abierta, habría el cielo suave azul en su memoria y amapolas, vería al poeta trabajando en las vías. Palean, hay reparación de carreteras.) La mano toca miguitas en el bolsillo. Deja un rato su mano ahí, los dedos memorizan el alimento. Saca las migas y adivina la boca de la madre que las guarda, lúcida. Con la lengua las ablanda hasta que vuelve a dar la comida a la hija, más tibia, de pajaritos.
Nadie sabe cómo un sapo entró al vagón y los que lloran dejan de llorar, entretenidos por el sapo. Una especie de milagro. Muchos se hubiesen caído pero no hay lugar, no hay más que estar así, parados.
Y así llegamos a Siberia. Es otoño de 1940, creo. Cuando se abre la puerta corrediza del vagón los ojos de los muertos y los vivos se abren también. El sapo se asusta, dispara. Nos reímos de la manchita verde en la blancura.
La nieve se ve hermosa. La carcelera es una muchacha rusa pequeña como mi madre, se sonríen. Cerca están del río y la madera de los barcos. Hay que mantener el equilibrio, llevar los troncos sin caer al agua. Pero el domingo es posible ir a Tomsk, la Atenas de Siberia. Ahí toca en el cuerpo el orgullo de los objetos, las torres de las catedrales, los recintos fabulosos, los espejos. Un grupo de estudiantes en fila, van con sus carpetas y bufandas, ríen y escuchan sus voces. Se reconoce el poema de Pushkin. Hay amapolas de verdad y hay que volver a la pieza, los otros ya están preocupados.
–¿Y los libros? –le digo a ella.
–En las barracas no hay.
–Entonces me voy con él, vendrá a ser mi padre.
El no va en un vagón. Huye al peor lado pero sabe alemán, es rubio, reza y tiene demasiado miedo. A ningún vagón, sabe que si sube no habrá forma de mentir.
–Escuchen –dice a los hermanos, a los amigos, a los padres–, no suban.
Y corre más rápido que un tren. Se esconde en el bosque. Si duerme y le alcanza para descansar irá a ofrecerse a un trabajo, a una fábrica. Se inventará un nombre, una familia, ¿cuál? El padre al contar hace gestos, hace mímica y las hijas reímos de la historia.
El niño no sube al tren ni siquiera al final de la guerra. Sólo camina, sólo confía en sus pies.
–¿Adónde vas? –le dicen.
Sus vecinos lo reconocen, “cómo creciste en estos años, ya sos un muchacho”.
–Voy a casa, a mi ciudad.
–No vayas, la casa no está y ellos murieron.
–¿Dónde, cuándo? –quiere decir por qué.
–No sabemos.
–¿Nadie vive?
–Ya no vayas a tu casa. No es.
1957-58-59-60. Mi padre y yo subimos al tren que se detiene cinco minutos en Napalpí. Dejamos en el buzón del tren, en el vagón que hace de correo, las cartas que él escribe en castellano, idish, polaco, alemán: “si vive algún hermano mío en algún lugar, avísenme”. Después vamos al vagón de los libros, compramos uno de Kafka.
–Me parece que mi mamá lo leía –dice mi padre.
Le pregunto si está seguro y él me da la mano, me dice que bajemos del tren. En la vereda nos abrazamos, me besa la frente, los ojos.
Quieta, al lado nuestro, está Amada. Es qom, es silenciosa pero a mí me muestra algunas palabras.
–¿Hoy no fuiste a la escuela? –le pregunto.
–No voy más, ahí muchos miran sin alma, ahí me dan vergüenza.
Nos mira mientras pela despacio una naranja y jugamos a adivinar el número de sus tajadas. Gana mi padre, adivinó. Repartimos la fruta, su jugo nos pinta los labios, resbala en los brazos.
Cuando el tren empieza a tomar velocidad subo con Amada. En el vagón hay asientos vacíos pero no nos sentamos.
–Tenés permiso sólo hasta mañana –alcanza a decir mi padre que está abriendo el libro como si ya fuera a encontrar alguna cosa.
–Vayamos lejos, hasta Machagai –dice Amada.
–O hasta El Nochero –le digo.
Nos reímos, esos pueblos no quedan lejos. Y antes de que el tren acelere completamente, saltamos, comenzamos a correr. Corremos hasta la Reservación sin detenernos siquiera para alcanzar las naranjas.
Vuelvo, caminando, al otro día.
–Llegué a Buenos Aires –cuenta él–, por Paraguay.
–Llegué a Buenos Aires –cuenta ella–, por Brasil.
–Hace calor otra vez –dicen.
–¿Qué puedo hacer? –digo, y les acerco una jarra con agua.
Antes, en otro vagón, mi madre había crecido.
–Pasemos por Samarkanda, lleguemos a Bujara, ¿sí?
–No, es 1942 y los hospitales están llenos. Mirá, hay tifus, disentería. No hay que contagiarse pero me contagio. Cuánta fiebre y después, un día, muchos mueren. No todos de fiebre, algunos de tristeza y dan un lugar para enterrarlos.
–¿Hay lugar en Bujara?
Tenemos sed en el camarote. Vamos al coche comedor y el sol entra por las ventanas, calienta las gaseosas y todos los árboles, los postes, de afuera, se mueven en 1964 como ese sapo que salta por los vagones.
–Hay que llevarse a ese sapo que anda solo –dice en idish mi madre.
–Mamá –digo en castellano–, los sapos no viven en Buenos Aires, ¿qué te creés, que es un pueblo?
–Lo pondremos en el balcón –insiste.
–¿No podés ya hablar en castellano?
(El vagón está oscuro. 1976, 77, 78, 79 y ella nos busca –madre– en la oscuridad, en el silencio. A veces encuentra.)
Seguimos. El tren se detiene en Weimar, en Leipzig. He sido invitada a un congreso. Lamento no hablar en idish, entendería mejor el alemán.
Al bajar del tren es otoño. Dicen que hace un año cayó el muro. Ahora no se ve, ahora parece que los muros son invisibles.
–No todos.
El aire me trae el sonido de un arpa que acompaña a los otros instrumentos y que hacen algo raro en el espacio, como si otro, alguno, caminara conmigo.
Tomo un taxi, le digo al chofer hasta Buchenwald. No sé qué me está diciendo en alemán, pero es algo de la hora. A Buchenwald, insisto. Cuando llegamos le hago señas de que me espere.
Comienzo a caminar. Entro. Me llega el viento de este otoño, a veces se nubla, a veces hay sol. Dejo que el viento traspase la ropa, se acomode en cada resquicio mío, hasta en la boca que abro como si fuera a gritar. Sí, tal vez los padres del padre murieron allí, ¿diríase abuelos? Sí, invento ese lugar para ellos. Los tengo.
Mi madre me mira, me sonríe, estoy a punto de llorar.
–No llores –dice mientras me acaricia–. Escuchá, el viento. No llores, ¿acaso desde que el mundo es mundo las cosas no cambiaron?
Salgo de ahí. El chofer se quedó dormido, me esperó. Me hubiese dado miedo pasar en Buchenwald la noche.
Subimos al tren. Es verano en Buenos Aires. Estamos sentadas –ahora mismo– en un vagón casi vacío, casi lujoso de tanto espacio. Mi madre alza el sapo y se ríe. Encuentra en el bolsillo algo de pan, lo ablanda en la boca, lo humedece con la lengua y otra vez lo saca. Me alcanza ese pan que rueda lento en mi propia boca ante sus ojos brillantes. Viajamos felices. Entra al vagón el aire justo para vivir.
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