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Osvaldo Soriano X Juan Forn

20 años en el espejo: Los reportajes de Página/12 que testimonian dos décadas de la cultura, la sociedad y la política argentinas

 Por Juan Forn

Publicado el 3 de noviembre de 1996

El primer año es terrorífico. Te parece que todos fuman menos vos”, dice masticando la punta del cigarro que mantendrá apagado a lo largo de toda la conversación. Hace tres años que Soriano dejó el vicio. Pero el primero fue el peor: “Me echaba encima del primero que encendía un cigarrillo, para sentir al menos el gustito del humo”. No quería, sin embargo, convertirse en un activista de la cruzada antitabaco: esos que no tienen ceniceros en su casa para incomodar a las visitas fumadoras. De ahí el recurso del cigarro: que no sólo permite tener algo en la mano, o inocularse una cantidad tolerable de nicotina en la sangre, por vía oral. También sirve para que el fumador no se sienta en falta con su cigarrillo. Porque Soriano hace una rara ceremonia de la cortesía. A su manera: disimulada, austera, elíptica.

Lo mismo le pasa con los horarios. Por más sabido que sea que se levanta a las cinco de la tarde (con despertador) y se va a dormir después de leer los diarios de la mañana, muy rara vez llama por teléfono a alguien pasada la medianoche, y en esos casos sistemáticamente pide disculpas, como si a él le pareciera una aberración estar despierto a esa hora. Lo que no le impide después quedarse conversando hora y media sin el menor inconveniente.

Lo que mucha gente cree que es influencia del cine en los libros de Soriano viene, en realidad, de su fascinación con los narradores orales. El mismo es un conversador innato, una raza en extinción en esta era vertiginosa, individualista, impaciente.

–¿De dónde viene esa fascinación?

–De la época de La Opinión, cuando todos hacían cola para ir a Ezeiza, porque el diario pagaba unos viáticos más que generosos y se viajaba mucho al exterior. Al interior no quería ir nadie, imagínese. Hoy descubro notas mías de lugares donde podría jurar que nunca estuve. Pueblos perdidos, donde un noctámbulo como yo desembocaba sin remedio en el único lugar abierto. Y la gente que se queda despierta a esa hora en esos pueblos tiene una manera notable de contar. He oído cuentos de aparecidos que, mientras me los hacían, pensaba: “Que este tipo siga hablando hasta que amanezca, por favor”. Se valora poco y nada a los narradores orales en este país.

–¿Su padre era uno de esos narradores orales?

–No, mi viejo era un oscuro empleado de Obras Sanitarias que tiene poco y nada que ver con el personaje del padre, tanto en La hora sin sombra como el de los relatos de este libro. Es una construcción, una versión libre, a partir de una frase que pone Sartre en El idiota de la familia para explicar por qué habla así de Flaubert, una frase que es un refrán francés: “A un muerto se entra como a un molino”. El antiperonismo sí. Yo me acuerdo de mi vieja cerrando las ventanas para que no se oyera desde la calle a mi padre golpeando el puño contra la mesa y gritando: “¡Quiero verlo caer antes de morirme!”.

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