Martes, 12 de febrero de 2008 | Hoy
Por Giovanni Papini
El 23 de abril de 1616, en la calle del León, de Madrid, murió don Miguel de Cervantes Saavedra, después de haber recibido los sacramentos del licenciado Francisco López.
Moría un desgraciado; célebre por haber escrito la historia de un desgraciado.
Era un pobre hombre y, sobre todo, un hombre pobre.
Hombre recto y sabio, en el fondo, su vida fue trabajosa y sospechosa. De joven, por haber herido a uno, se vio obligado a huir de España, estuvo varias veces en la cárcel por irregularidades contables –estaba al servicio de un intendente militar– y, ya viejo, fue acusado, junto con algunos parientes suyos, de complicidad en un asesinato. Su destino, más que romántico, fue deplorable y humillante.
Pero hoy, día de recuerdos y de tristezas para España y para todos los continentes donde el héroe vive todavía, querido y burlado, no hablaré de su vida, trabajosa y errante, de sus aventuras novelescas y judiciales. No porque me falte lo que se llama preparación y competencia –pues he gastado más de tres años de mi más verde juventud en el estudio de la literatura castellana–, sino porque hoy, menos joven en años y menos viejo en cerebro, pienso y creo que hay algo más importante que decir en torno del caballero de la triste figura que las fechas del nacimiento y de la muerte del soldado de Lepanto, del esclavo de Argel y del recluso de Sevilla.
Don Quijote, para nacer, tenía necesidad de Cervantes, pero nosotros, para entender y vivir a Don Quijote, no tenemos necesidad de Cervantes y nos podemos permitir un gran pecado de ingratitud al objeto de llegar lo más pronto posible al corazón del mal comprendido héroe.
Para entendernos, diremos que hay dos Don Quijotes, que tienen en común algunas cosas: el nombre, la patria, las aventuras externas, y determinados parlamentos. Existe el Don Quijote de la novela, de la obra, de la literatura; y el Don Quijote de la vida, del espíritu, de lo eterno. Existe el Don Quijote de Cervantes y el Don Quijote de la Humanidad. Sin el primero, el segundo hubiera existido igualmente, pero con otro nombre. Los dos son grandes, dignos de que se hable de ellos y de que se haga su historia; pero el Don Quijote de la Humanidad supera al Don Quijote de Cervantes, como el árbol que producirá frutos y millones de semillas supera a la única y pequeña semilla de la que nació y tuvo principio.
También el Don Quijote del libro tiene una importancia enorme que los literatos no suelen ser capaces de ver. Por cuanto aparece como la nata y modelo de la novela picaresca que no tiene parangón en la anterior literatura europea, si no es en nuestra novelística de los siglos XIV y XVI, representa también una auténtica revolución literaria que todavía no ha acabado de triunfar. Quienquiera lo haya leído sabe perfectamente bien que no es, como quisiera parecer, una simple sátira en acción contra la fantasía de la poesía caballeresca: Cervantes no era en absoluto contrario a los caballeros antiguos ni a aquellos poemas que narraban sus gestas; el escrutinio de la biblioteca hecho por el Cura y el Barbero nos enseña en cuánta estimación tenía a los mejores de estos poemas que se habían escrito antes de él. Tampoco su alma heroica y aventurera despreciaba, a priori, a aquellos vagabundos armados y enamorados que rondaban por bosques y montañas en busca de bellas gestas que acometer y de bellas mujeres que proteger. Por otra parte, el tipo primitivo del caballero no es tan diverso del bandolero heroico de tiempos más recientes, y los parlamentos de Roque Guinart, en el mismo Don Quijote, nos aseguran que Cervantes, como todos los hombres inteligentes de entonces y de después, no sentía ninguna repugnancia radical por los bandidos. El paladín era una especie de bandolero noble y civilizado; el bandolero, un caballero más tosco y menos escrupuloso. Se ha llegado a decir que Cervantes, en lugar de querer destruir incluso la memoria de los libros de caballería, quiso darnos un modelo más perfecto de éstos con su libro, mostrándonos en Don Quijote al verdadero caballero, con todas sus virtudes tradicionales, chocando con la vulgaridad de una época decaída y mercantil.
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