Martes, 12 de febrero de 2008 | Hoy
Por Giovanni Papini
Tal interpretación es demasiado arriesgada; pero está fuera de duda que Cervantes, más que querer combatir la caballería andante y los libros de caballería, quiso solamente reaccionar contra las degeneraciones grotescas de alguno de esos libros, en especial de los aparecidos más recientemente, los cuales, al haber sido escritos en tiempos demasiado alejados de los heroicos que querían representar, y por personas preocupadas por las viles ganancias, carecían de esa desnuda y robusta sencillez merced a la cual logran salvarse las inverosimilitudes de la imaginación.
El significado del Don Quijote libro es, pues, otro: un significado artístico y, por reflejo, incluso político.
Piénsese en la literatura preponderante en Europa hasta todo el siglo XVI, o sea, hasta la víspera de la aparición de la obra maestra cervantina. Era una literatura, la llamaremos así, prevalentemente clásica y mundana, una literatura hecha para señores y señoras, para los cultos y los delicados, según las recetas, las reglas y los modelos dejados por la antigüedad. La lírica se encontraba todavía entretenida con todas las madrigalerías pirateadas por Petrarca y que habían apestado toda Europa; la poesía caballeresca había caído en los más profundos abismos del ridículo y sólo en Italia había llegado a sonreírse de sí misma con Ariosto y con Pulci; las tragedias y comedias, menos las de Maquiavelo y Aretino, eran copias obstinadas y fastidiosas de Séneca y Plauto; las novelas estaban destinadas a la rica burguesía y a la plebe enguantada de las cortes que aprendían en ellas galanterías y porquerías; y la novela auténtica, la novela moderna, la novela de almas y de costumbres, no existía más que en germen en algún cuentista italiano o en algún picaresco español.
En medio de esa literatura aristocrática y clasiquizante, estalló de repente la bomba del Don Quijote. Con Don Quijote, el realismo plebeyo se contrapuso a aquel lánguido y artificioso idealismo de las clases superiores, destinado a vencerle definitivamente después de tres siglos de guerra invisible. Con el Don Quijote, el naturalismo franco y sano, que no se avergüenza de describir mozas de mesón y campesinos sudados, se estableció en la literatura.
Con él se volvía a la tierra, a la frescura, a lo inmediato, a la vida de los pobres y de los desgraciados, a la santa canalla. El Don Quijote es la primera obra maestra de la reacción contra la elegancia, la mundanidad, la futilidad, la irrealidad y la melindrería de los literatos humanistas a la antigua, los cuales, para hacerse perdonar el uso de las lenguas vulgares, escribían con demasiada frecuencia cosas que no sentían en una lengua que no hablaban. El Don Quijote introdujo triunfalmente en la literatura universal al pueblo, al verdadero pueblo, a todo el pueblo; es, si me permitís, la epopeya brutal de la plebe castellana, la afirmación triunfante de la realidad en el mundo de la ficción. Aunque el protagonista sea un hidalgo –o por mejor decir, uno de los protagonistas, porque Sancho Panza es tan protagonista como Don Quijote, y aun le supera a veces–, el libro de Cervantes es el libro del tercer estado, es el mundo de los campesinos, de los mesoneros, de los pastores, de los arrieros, de los ladrones y de los vagabundos. En él se siente olor a ajo y a sudor, olor a tierra y a trabajo; verdaderamente, no es un libro para señoras ni para estómagos delicados.
¿Quién es el fiel compañero y perpetuo confidente de Don Quijote? Un villano. ¿Quién es la amada ideal de Don Quijote? Una villana que criba el trigo y monta en borrico. ¿Quién escucha con más atención los discursos de Don Quijote? Los cabreros de la montaña y los muleros de la posada.
Nos movemos en un mundo perfectamente realista y popular, que no tiene nada que ver con los mundos áulicos, arcádicos y pedantes de la mayor parte de los otros escritores. Los pastores de Cervantes no son los petimetres bien educados de la Arcadia de Sannazaro; los campesinos de Don Quijote son auténticos campesinos de La Mancha y no saben de las páginas de Virgilio o de Teócrito. El mismo Don Quijote, aunque hidalgo, no tiene una postura aristocrática y no pretende ser un gran señor. Alterna con gusto con los pobres, habla con la gente más baja y sostiene varias veces el principio, hoy día trivial, pero en aquellos tiempos revolucionario, de que cada uno es hijo de sus acciones.
No es, fijaos bien, un noble ciudadano, un caballero de la capital. Viene de la provincia, de la más escondida y humilde provincia, de esa santa y bendita provincia de la cual han salido siempre los mayores espíritus de los tiempos modernos.
No es la vanidosa capital la que ilumina y calienta a las despreciadas provincias; sino precisamente las pequeñas ciudades, los pequeños pueblos, las aldeas perdidas, las mal llamadas ciudades muertas, las que ofrecen y regalan a la capital sus mejores hijos, las que mandan su sangre más pura a aquel orgulloso corazón central que no sabría latir por sí mismo. Si Don Quijote hubiera nacido en Madrid, en medio de la pompa de la corte y del elegante escepticismo de las clases altas, la generosa locura no se hubiera apoderado de él. Le hubiera faltado la soledad propia a los fantasmas, la calma del recogimiento, el deseo de leer, la sacrosanta ingenuidad del entusiasmo: España hubiera tenido un cortesano más y un héroe menos.
Observad también que Don Quijote, como el pueblo que frecuenta y ama, es pobre, casi miserable. Tiene que contentarse todos los días con un pobre almuerzo y una escasa cena, y sólo los domingos puede permitirse el lujo de añadir un palomino a su mesa. Si Don Quijote hubiese sido rico, tal vez no hubiera dejado su casa en busca de justicia y de gloria. La blandura de la vida y la buena mesa le hubieran hecho gordo, perezoso y cobarde. Para cumplir grandes empresas, la barriga sobra. También César, como recordaréis, temía a los hombres delgados y solitarios.
Pero no hay que entender la delgadez de Don Quijote materialísticamente como símbolo y sinónimo de la pura espiritualidad. Ya ha pasado el tiempo de creer servil y ciegamente en aquella vieja interpretación que hace de Don Quijote y de Sancho, del magro caballero y del ignorante escudero, una de las formas más célebres del contraste entre el espíritu y la carne, entre el alma y la materia, entre el idealismo y el sensualismo. Esa explicación, que se presenta a primera vista a las mentes más simples, es falsa como todas las fórmulas populares. Don Quijote, si lo estudiáis bien, no es el tipo clásico del espiritualista que en el mundo busca solamente la sombra de sus sueños. Si hubiera sido así, se habría quedado tan tranquilo en su habitación, leyendo libros, como todos los ociosos cerebralistas del mundo, o, lo que es peor, pensando escribir un libro más para añadir, a las de los demás, sus fantasías.
Don Quijote, incluso en la plenitud de su locura, no se contenta con divertirse con sus deseos e imaginaciones, sino que quiere firmemente que sus deseos se conviertan en acciones concretas y sus imaginaciones se hagan realidad. Ante todo, es un hombre práctico, un hombre cansado de codiciar con la mente los ideales de justicia y de amor que le ofrece la mística caballeresca y dispuesto a todo con tal de que la justicia y el amor reinen de verdad sobre la tierra, incluso si para ello tuviera que dejar la piel. Es un idealista y un místico; pero, como todos los grandes místicos, como sus compatriotas Santa Teresa y San Ignacio, quiere actuar sobre los hombres, quiere modificar el mundo, quiere construir algo más perfecto. No es un simple soñador, un puro visionario, sino un cuerpo y una voluntad a las órdenes de sus visiones y de sus sueños. Cuando se encuentra en medio de la acción, comete errores ridículos y toma un molino por un gigante, una bacía por un yelmo y un rebaño de ovejas por un ejército; pero se trata de errores de su sensibilidad alentada por un entusiasmo, y no de puras fantasmagorías. Toma una realidad por otra, pero quiere moverse siempre en medio de la realidad, y estos errores, si bien avergüenzan su juicio, en nada perjudican su buena voluntad de hombre de acción. Por otra parte, no son errores tan ridículos como podrían parecer a los lectores más superficiales: marchar contra un molino de viento no es menos peligroso que enfrentarse con un gigante, y tanto es así, que las aspas dejaron un mal recuerdo a Don Quijote; y una manada de animales en fuga no es menos temible que una mesnada de hombres.
Estos errores parciales de apreciación no nos permiten, pues, ver en Don Quijote a un hombre juicioso que viaja con sus buenos dineros en el bolsillo, que se contenta con pan y queso cuando no hay otra cosa, pero que come con gusto buenos manjares cuando los encuentra y que entre sus fines lejanos, y tampoco éstos demasiado idealistas, está el apoderarse de alguna provincia o de alguna ínsula.
Pasando al otro componente de la pareja, tampoco puede decirse con justicia que Sancho Panza represente el cuerpo a secas y la vil materia. Sancho Panza merece ser amigo de su señor porque se le parece bastante más de lo que creen los lectores vulgares. Este hombre que deja casa, mujer, huerta y campo para seguir en sus misteriosas empresas a un loco reconocido, primero con la sola certidumbre del salario, pero después con la esperanza de conquistar un fantástico dominio, no es persona a quien sólo importe lo positivo y terreno. Si sufre las desventuras, los golpes, los trabajos y el hambre por haber creído en las palabras de un exaltado, quiere decir que no es el escéptico que sólo se preocupa de la realidad de los sentidos y de las reglas del sentido común. Para creer a un loco, se precisa un destello de locura; para seguir a un héroe, se requiere un poco de heroísmo.
Tampoco podemos decir que Sancho sea un idiota que cree a su señor por demasiado poca inteligencia, porque al final del libro, después de haber escuchado los razonamientos del hidalgo y del campesino, hemos de reconocer a Sancho una finura y una agudeza de juicio nada ordinarias, y nos da magníficas pruebas de su irónica sabiduría durante su famoso gobierno de la ínsula Barataria. Tanto es así, que su señor le escucha con gusto y con frecuencia le pide consejo; y Sancho, aunque menos exaltado que Don Quijote, acaba por participar en la fe de su señor. También Sancho es, en suma, aunque en menor medida, donquijotesco.
Los dos héroes, en lugar de contraponerse, se encuentran unidos por un amor recíproco y por una fe común.
El verdadero contrario de Don Quijote, el anti Don Quijote por excelencia, es un personaje poco considerado por los comentaristas y que, en cambio, tiene un papel breve, pero importantísimo, en la obra de Cervantes: el bachiller Sansón Carrasco. Este es el tipo del medio sabio, del hombre mediocre y compasivo, no perfectamente ignorante como Sancho, ni tampoco perfectamente iluminado como Don Quijote, que, en su pasión por la sabiduría común, quiere, a toda costa, reducir y desenmascarar la locura de Don Quijote. No tiene ni la fe del carbonero ni la fe del santo; sólo conoce el buen sentido, y para reducir la feliz demencia de Don Quijote a la melancolía desilusionada del buen sentido, recurre a todos los expedientes; se disfraza de caballero andante, vence en singular contienda al heroico loco y le obliga a prometerle que no volverá a empuñar lanza ni espada. Así, el pobre Don Quijote regresa triste y desalentado a su vieja casa, se consume en la rabia y en el lamento y, próximo a la muerte, se convierte estúpidamente a la sabia mediocridad de la vida común, con gran satisfacción de la Sobrina, del Cura, del Barbero y del traidor bachiller. Sansón Carrasco –símbolo siempre vivo de la pequeña burguesía medio instruida y enemiga de cualquier audacia– es el verdadero asesino del alma y del cuerpo del inmortal Don Quijote. El, y no Sancho, representa lo opuesto al valeroso e infortunado buscador de aventuras, y todos los locos, todos los idealistas, todos los héroes, todos los mártires del mundo, deben maldecir, bajo el nombre de Sansón Carrasco, a aquellos que, contra los vuelos del sueño y del genio, levantan las barreras de la prudencia.
Este retrato está incluido en Retratos,
de Giovanni Papini.
(Editorial Caralt.)
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