Jueves, 22 de enero de 2009 | Hoy
Cada tarde, Cézanne iba a dibujar al Louvre o al Trocadero, junto a los maestros. A veces, hacia las cinco, paraba un instante en mi casa y me decía, con rostro radiante:
–Monsieur Vollard, tengo que darle una buena noticia: estoy bastante satisfecho con mi estudio de esta tarde; si mañana el tiempo es gris claro, creo que la sesión será buena.
Esta era su principal preocupación una vez terminada la jornada: ¿qué tiempo haría al día siguiente? Como se acostaba muy temprano, a veces se despertaba en mitad de la noche. Hostigado por su fijación, abría la ventana. Una vez tranquilizado, antes de volver a su cama, iba, vela en mano, a ver otra vez el estudio que estaba haciendo. Si la impresión era buena, despertaba a su mujer para hacerla partícipe de su satisfacción. Y para compensar la molestia, la invitaba a jugar una partida de damas.
Pero, para que hubiera posibilidades de que la sesión fuese buena, no bastaba que Cézanne estuviera satisfecho con su estudio del Louvre, ni que el tiempo fuese gris claro; eran necesarias otras condiciones, sobre todo que reinara el silencio en la “fábrica de martillos y morteros”. Era un ascensor del vecindario el que había recibido tal denominación por parte de Cézanne. Yo evitaba decirle que, cuando el ruido cesaba, era porque estaban reparando el ascensor, y le dejaba mantener la esperanza de que esa gente quebraría algún día; las paradas, en efecto, eran frecuentes, así que él se creía de verdad que los martillos se detenían cuando la venta no funcionaba.
Otro ruido insoportable para Cézanne eran los ladridos de los perros. Había uno en el barrio que se dejaba oír a veces, no muy alto, es cierto, pero Cézanne tenía un oído extremadamente fino para los sonidos que le resultaban desagradables. Una mañana, cuando llegué, vino a mí lleno de júbilo:
–¡Ese Lépine [el prefecto de policía] es un gran hombre! Ha dado orden de detener a todos los perros: sale en La Croix.
Eso nos dio varias sesiones buenas: el cielo se mantenía gris claro y, por un feliz azar, el perro, así como la fábrica de martillos y morteros, guardaban silencio. Pero un día, cuando Cézanne me repetía una vez más “¡Ese Lépine es un gran hombre!”, se oyó un “¡guau, guau!”. Dejó caer su paleta de golpe, gritando:
–¡Uno que se ha escapado!
Muy pocas personas han podido ver a Cézanne trabajando, pues no soportaba que lo mirasen mientras estaba frente a su caballete. Para quien no lo haya visto pintar, cuesta imaginar hasta qué punto su trabajo era lento y penoso algunos días. En mi retrato hay, sobre la mano, dos puntos pequeños en que el lienzo no está cubierto. Se lo hice notar a Cézanne:
–Si mi sesión de esta tarde en el Louvre es buena –me respondió–, puede que mañana encuentre el tono justo para tapar esos blancos. Entiéndalo, monsieur Vollard: ¡si pusiera algo al azar, me vería obligado a repetir todo el cuadro partiendo de este sitio!
Teniendo en cuenta que había posado en ciento quince sesiones, la perspectiva de tener que repetir mi cuadro me provocaba escalofríos.
Al mismo tiempo que mi retrato, Cézanne estaba trabajando en un gran cuadro de Desnudos, comenzado en 1895 y con el que iba a pelearse hasta el final de su vida. Para sus composiciones de desnudos, el pintor utilizaba dibujos del natural realizados tiempo atrás en el taller suizo; para lo demás, recurría a sus recuerdos de museos.
Su sueño hubiera sido hacer posar a modelos desnudas al aire libre, pero eso era irrealizable por varias razones, la más importante de las cuales era que la mujer, aun vestida, lo intimidaba. La única excepción era una criada que había tenido antaño en el Jas de Bouffan, vieja criatura de rostro tallado a golpes de podadera, del que decía a Zola con admiración: “Mirá qué hermoso. ¡Parece un hombre!”.
Así pues, cuál fue mi sorpresa cuando, un día, me anunció que quería hacer posar a una mujer desnuda.
–¡Cómo, monsieur Cézanne! –exclamé sin poder evitarlo–. ¿Una mujer desnuda?
–¡Oh, monsieur Vollard, escogeré a una de carnes viejas!
Por lo demás, la encontró a su medida y, después de utilizarla para el estudio de un desnudo, hizo, según el mismo modelo pero esta vez vestido, dos retratos que recuerdan a los parientes pobres que se encuentran en los relatos de Balzac.
Cézanne me confesó que ese “mal bicho” le daba mucha menos satisfacción que yo a la hora de posar.
–Se hace muy difícil –me explicaba– trabajar con un modelo mujer. Y sin embargo me sale cara la sesión: está por los cuatro francos, veinte céntimos más que antes de 1870. ¡Ay, monsieur Vollard, si pudiera realizar su retrato!
Siempre tenía la misma esperanza: el Salón de Bouguereau, a la espera del Louvre, que consideraba, aparte de aquél, el único refugio digno de su arte.
Para pintar, Cézanne usaba unos pinceles muy ligeros, que parecían de marta o de turón, y que lavaba después de cada toque en un recipiente lleno de esencia de trementina. Tuviera la cantidad de pinceles que tuviera, los utilizaba todos durante la sesión, y él mismo se ensuciaba tanto que un día, cuando volvía “del natural”, unos gendarmes de Aix llegaron a pedirle los papeles. Cézanne protestó diciendo que era de allí; ellos afirmaban no conocerle de nada. “¡Vaya, cuánto lo lamento!”, dijo entonces el pintor, con tal acento que los gendarmes ya no dudaron más: ¡ese tipo era realmente de Aix!
La solidez de la pintura de Cézanne se explica por su forma de trabajar. No pintaba pastoso, sino que ponía una tras otra unas capas de color tan finas como toques de acuarela, y el color se secaba al instante: así no había que temer ese proceso interior de la pasta que produce grietas al pintar sobre una capa que no está seca del todo. Como ya he dicho, a Cézanne no le gustaba que lo vieran pintar. A este respecto, Renoir, que durante una estancia en el Jas de Bouffan acompañó a Cézanne “al natural”, me contó hasta dónde llegaba la susceptibilidad del pintor. Había una anciana que tenía la costumbre de instalarse con su labor de punto a unos pasos de allí. Su sola proximidad volvía a Cézanne loco de exasperación. En cuanto la divisaba –y, con sus ojos vivos y penetrantes, la descubría a gran distancia–, exclamaba: “¡Ya viene esa vieja vaca!”, y, a pesar de todos los esfuerzos de Renoir por detenerlo, guardaba rabiosamente sus bártulos y se largaba. Cabe imaginar su cólera cuando era sorprendido pincel en mano. Un día que estaba trabajando en el campo con un joven pintor, Le Bail, al que había colocado delante de él para que no lo viera pintar, un transeúnte que se había acercado a hurtadillas dijo en voz alta: “¡Me gusta más lo que hace ese joven!”. Cézanne abandonó el lugar al instante, furioso porque lo habían visto pintar y probablemente irritado también por la reflexión del individuo.
Si bien, durante la sesión, Cézanne no me permitía decir una sola palabra, le gustaba hablar mientras yo me preparaba para posar y durante los brevísimos instantes de descanso que me concedía. Una mañana, al llegar, lo encontré riéndose a carcajadas: había descubierto en Le Pèlerin que se ponían a la venta acciones de la Sosnowice, que él pronunciaba “sauce novice” [en francés, “salsa novicia”].
–Esa gente va a quebrar –me dijo–, ¡el público no es tan tonto como para comprar algo con un nombre como éste!
Tiempo después, me encontré a Cézanne pensativo: las acciones habían subido.
–Ya ve, monsieur Vollard: han encontrado a personas débiles. ¡La vida es un espanto! –Luego, con la indiferencia y esa especie de placer que se experimenta al ver a los demás bien pillados cuando uno está resguardado, añadió–: Yo, que no soy práctico en la vida, me apoyo en mi hermana, que se apoya en su director, un jesuita (esa gente es impresionante), que se apoya en Roma.
Al ver a ese gran pintor aceptar las cosas sin ningún examen, había observadores superficiales que con mucho gusto se veían tentados a utilizar en su beneficio semejante “ingenuidad”; pero cuando Cézanne se recobraba –y siempre lo hacía–, sacaba uñas y dientes y, al librarse del intrigante, podía soltar triunfalmente su frase preferida: “¡Ese tío quería echarme la zarpa!”. Y no era mero espíritu de mistificación lo que daba a Cézanne ese aire de dejarse hacer. En efecto, decía de sí mismo:
–Tiene que pasar mucho tiempo después de que se produzca un hecho o se exprese una idea delante de mí para que pueda ver claramente su carácter y su alcance.
Me habían dicho que Cézanne convertía al modelo en su esclavo: puedo asegurar que es verdad. Desde que daba la primera pincelada hasta el final de la sesión, usaba al modelo como una simple naturaleza muerta. Le encantaba pintar retratos.
–La culminación del arte –decía– es el rostro.
Si no pintaba a más, era por la dificultad de encontrar a modelos tan manejables como yo. Así, después de pintarse y de pintar muchas veces a su mujer y a algunos amigos complacientes (en la época en que Zola creía en Cézanne, el futuro novelista accedió a posar para un desnudo), se vio inducido a pintar sobre todo manzanas, y, con mayor placer todavía, flores, que no se pudrían, pues las escogía de papel. Salvo que “¡esas condenadas cambian de tono a la larga!”. Entonces, en ciertos momentos de exasperación contra la malicia de las cosas, Cézanne llegaba a conformarse con las imágenes del Magasin Pittoresque, del que poseía algunos tomos en su casa, o incluso con las publicaciones de moda de su hermana. A continuación sólo quedaba “esperar” que el tiempo fuese gris claro y temer los ladridos de los perros, la fábrica de martillos y morteros o alguna otra incomodidad de este tipo.
Cézanne había encontrado en mí, o al menos eso me gusta creer, el modelo ideal, así que no se daba prisa en terminar mi retrato.
–Esto me sirve de estudio –me decía, repitiendo partes “bastante bien hechas”, y añadía, creyendo colmarme de alegría–: Ya empieza usted a saber posar.
Un día, tras una sesión en que su mal humor se había manifestado en varias ocasiones, después de que yo lo dejara citándome con él para el día siguiente, Cézanne le dijo de pronto a su hijo:
–El cielo se está poniendo gris claro. ¡Cuando hayas comido algo, corre a casa de monsieur Vollard y tráemelo!
–Pero, ¿no temes fatigar demasiado a Vollard?
–¿Qué importa eso si el tiempo es gris y claro?
–Pero si hoy lo fatigas demasiado, a lo mejor mañana no puede posar.
–Tienes razón, hijo. Tú sí que tienes sentido práctico.
A propósito de su poco sentido práctico de la vida, de lo que Cézanne se enorgullecía en secreto al tiempo que simulaba afligirse por ello, recuerdo que, uno de los inviernos más rigurosos, me detuve a admirar el Sena cargado de hielo y me di cuenta de que había alguien lavando sus pinceles en la orilla del río. Era Cézanne.
–En el taller, el agua está helada –me dijo–. Mientras no cuaje aquí... –Y miraba con aprensión los hielos, que chocaban unos con otros.
Mientras posaba, lo que yo más temía para mi retrato era la terrible espátula. Así pues, ¡con cuánto esmero medía todas mis palabras! Por supuesto, no hablaba de pintura ni de literatura; incluso procuraba no decir nada, pues Cézanne, que no tenía en la cabeza más que su arte, podía, sin escucharme, creer que era mi voluntad contradecirle, y mi retrato correría gran peligro de ser destruido. Así que consideraba más prudente esperar a que él me dirigiera la palabra..., cosa que tampoco estaba exenta de riesgo, como ahora veremos.
Cézanne me había dicho:
–Tenemos que ir a ver los Delacroix de la colección Chocquet, que van a venderse.
Me comentó, sobre todo, una acuarela muy importante que representaba unas Flores y que monsieur Chocquet había comprado en la subasta Piron. Este la había adquirido en la subasta del taller de Delacroix, del que él fue albacea. Cézanne me explicó que Delacroix, en su última voluntad, había dejado a sus herederos el derecho a elegir una obra suya, a excepción de esa acuarela, que debía figurar en su subasta después de su muerte. Deseoso de demostrar a Cézanne lo mucho que me había interesado su relato, busqué el testamento de Delacroix y, al día siguiente, al ir a posar, dije:
–He leído el testamento de Delacroix. En efecto, he visto que hablaba de una gran acuarela que representa unas Flores “como puestas al azar sobre un fondo gris”.
–¡Desdichado! –exclamó Cézanne, avanzando hacia mí con puños amenazadores–. ¿Se atreve a decir que Delacroix pintaba al azar?
Le expliqué el error y se calmó.
–¡Me gusta Delacroix! –replicó, a modo de excusa, mientras interiormente yo me prometía redoblar incluso mi prudencia en el futuro.
En otra ocasión, todo parecía presagiar una sesión excelente: cielo gris claro, ningún perro ladrando, máquina de fabricar martillos y morteros en silencio, un buen estudio la víspera en el Louvre..., por último, La Croix aquel día había anunciado un éxito de los bóers. Mientras yo me regocijaba debido a tan felices augurios, de repente oí una sonora blasfemia y vi a Cézanne con mirada tremebunda y la espátula alzada sobre mi retrato. Me quedé inmóvil, angustiado por lo que fuese a ocurrir. Al fin, tras unos segundos que me parecieron muy largos, Cézanne descargó su furor en otra tela suya, que quedó hecha añicos al instante. Este era el motivo de su furia: en un rincón del taller, en el lado opuesto a donde yo posaba, siempre había habido una vieja alfombra colocada en el suelo. Ese día la criada la había quitado, con la loable intención de sacudirla. Cézanne me explicó que dejar de tener en su visión la mancha que constituía esa alfombra le resultaba intolerable, hasta el punto de que le sería imposible continuar mi retrato; juró que nunca en su vida volvería a tocar un pincel. No mantuvo su palabra, pero el hecho es que aquel día fue imposible trabajar.
Después de ciento quince sesiones, Cézanne abandonó mi retrato para volver a Aix.
–No estoy descontento de la parte delantera de la camisa –me dijo al irse. Me hizo dejar en el taller el traje con el que había posado, pues quería volver a trabajar ciertas partes a su regreso a París–. Para entonces habré hecho algún progreso. Entiéndalo, monsieur Vollard: ¡el perfil se me escapa!
Pero, cuando hablaba de retomar esa tela, no contaba con las “furcias” de las polillas, que devoraron mi traje.
Cuando Cézanne abandonaba un estudio, casi siempre era con la esperanza de aportarle un perfeccionamiento mayor. Así se explican esos paisajes ya “terminados”, recuperados al año siguiente y a veces dos o tres años seguidos, lo que, por otra parte, no lo importunaba, ya que, para él, “pintar del natural no era copiar el objeto, sino realizar sus sensaciones”. Y se entiende también que, de esa conciencia inaudita, de esos perpetuos reinicios, pudiera nacer la leyenda de un pintor incapaz de reflejar sus visiones. El propio Cézanne contribuía a acreditar esta opinión al decir:
–Lo que me falta, sepa usted, es poder realizar.
A partir de ahí, no es de sorprender que, a base de oír al pintor quejarse de no hallar satisfacción, el público profano a cuyo juicio se encomendaba, llegara a ver, en efecto, una falta de equilibrio en sus obras. Cuando un crítico que expresó la idea de que esa “falta de equilibrio” se debía a una alteración del campo de visión del pintor, Cézanne encontró en esta hipótesis un nuevo pretexto para afirmar su dificultad para “realizar”. Y el mismo Huysmans, en su juicio sobre el pintor, tenía en mente la leyenda de una malformación de la vista cuando escribía: “Un artista con las retinas enfermas que, en la perfección exasperada de su vista, descubrió los preámbulos de un nuevo arte”.
Se ha hecho mucha burla de Cézanne por su obstinación en ser admitido en los salones oficiales; pero no hay que olvidar que su convicción era que, si alguna vez podía introducirse en el Salón de Bouguereau con una “tela bien realizada”, al público se le caería la venda de los ojos y reconocería en él al gran pintor en el que se sentía capaz de convertirse.
Hay que añadir que, en cuanto se encontraba delante de su tela, ya no subsistía en él el menor rastro de este orgullo. Había que verlo entonces, buscando “la línea” con la misma conciencia que los antiguos compañeros invertían en la ejecución de la obra de arte que tenía que valerles la licenciatura. Y, si estaba contento con su sesión, lo que no era muy frecuente, se mostraba feliz como un colegial que ha sacado buena nota. Pero se entiende también cuál debía de ser su irritación cuando, arrancado en su ensueño, era devuelto bruscamente a tierra:
–Discúlpeme, monsieur Vollard –me decía ante un cuadro que acababa de destrozar, un día que lo habían molestado–; ¡pero, cuando trabajo, necesito que me dejen en paz!
Este fragmento pertenece a Escuchando a Cézanne, Degas y Renoir de Ambroise Vollard. Editorial Ariel.
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