Jueves, 22 de enero de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Roberto Gargarella y
Maristella Svampa *
La última consigna del verano parece ser “disparen sobre Gualeguaychú”. Académicos, periodistas y funcionarios, que no dudaban en alentar el más crudo nacionalismo de los asambleístas, se aprestan hoy a celebrar –Gendarmería mediante– la caída de Gualeguaychú, símbolo de la resistencia socioambiental asamblearia. Cierto es que los asambleístas han mostrado más de un flanco débil, al no variar en un ápice sus repertorios de acción (el corte al puente internacional); pero éste no es un dato novedoso. No es la asamblea la que ha cambiado, sino los tiempos políticos del Gobierno. Lo que hasta ayer podía ser capitalizado políticamente hoy aparece demonizado, bastardeado, un obstáculo irritante. Por ello, y a propósito de un artículo de José Natanson sobre “La asamblea, sus ambiciones, sus límites” (en Página/12, el domingo pasado) quisiéramos hablar sobre la forma asamblea, sus potencialidades y limitaciones.
n Precisiones sobre la forma asamblea. Primero conviene recordar que, en la medida en que la política institucional devino cada vez más autorreferencial, ligada a una democracia concentrada y decisionista, de marcado corte excluyente, la acción colectiva no institucional se encaminó –en toda América latina– al desarrollo de formas de democracia directa, que marcaban los límites de la visión institucional-representativa y buscaban recrear –con precariedad y en clara asimetría de poder– nuevas formas de conceptualizar y practicar la política. En esas movilizaciones cobró centralidad la forma asamblea, como nuevo paradigma de la política desde abajo. Pero la forma asamblea no es simple, sino compleja, supone un lento aprendizaje y está lejos de ser unívoca.
Es compleja: en tanto espacio de democracia deliberativa (como sostiene Ariel Colombo), suele conjugar democracia directa, acción directa y desobediencia civil. La forma asamblea no es unívoca. Hay toda una tipología de las asambleas realmente existentes que hoy atraviesan los movimientos sociales y las acciones colectivas. Así, hay expresiones ordinarias (en el sentido de la cotidianidad, esto es, asociadas a los diferentes niveles, momentos y espacios procedimentales de decisión al interior de una organización o movimiento institucionalizados; se trate de una fábrica, un movimiento territorial consolidado o un espacio universitario y/o de intelectuales) y hay expresiones extraordinarias (la insurrección, la pueblada), en las cuales la asamblea deviene una institución en sí misma, esto es, autosuficiente y soberana, una totalidad procedimental y a la vez identitaria: sucedió en Cutral Có y, de diferente manera, marcada por su permanencia, en Gualeguaychú. Los campos organizacionales donde se sitúan son diversos: así, la dinámica de la asamblea de Gualeguaychú difiere respecto de la de las 70 asambleas contra la minería a cielo abierto nucleadas en la Unión de Asambleas Ciudadanas.
n Las limitaciones de Gualeguaychú. El texto de Natanson, si bien parte de la experiencia de Gualeguaychú, se centra en confrontar a la forma asamblea, en general, por medios diversos: en ocasiones, mediante un lenguaje irónico y descalificador (los “soviets de Caballito”); en otras, reduce un fenómeno social extendido en todo el país a un espejismo alentado por universitarios (“la increíble multiplicación de Ubacyts [destinados a investigar el fenómeno]”); a veces plantea preguntas retóricas (“¿el director del hospital debe ser elegido por los pacientes en asamblea?”) que recuerdan otras de triste historia (“¿es que vamos a pedir democracia en medio de una operación, cuando se debe decidir si amputar o no al paciente?”); para concluir con un interrogante destinado a generar aprensión contra la democracia directa, al vincularla con decisiones sobre crímenes de lesa humanidad (¿se pueden decidir tales cuestiones a través de una consulta popular?), un interrogante que es innecesario e irrelevante en el contexto del artículo, pero que puede discutirse –como lo ha venido haciendo la filosofía política– sin necesidad de poner en cuestión el valor de la democracia directa.
Conviene prestar atención a lo que el propio autor denomina la “idea central” del artículo. “El asambleísmo –dice– es un método de decisión política que funciona sólo en ciertas circunstancias y que a menudo resulta poco práctico y escasamente constructivo, y sobre el cual pesa, además, un interrogante central: ¿cuántos habitantes deben participar de una asamblea para que sea representativa?” Decir que el asambleísmo funciona “sólo en ciertas circunstancias” que no se definen (o se apoyan sólo en el propio juicio) es no decir nada, si no se realiza un análisis de la complejidad y la variedad de tipologías de la forma asamblea. Finalmente, la democracia y la dictadura también funcionan “sólo en ciertas circunstancias”, pero dicha afirmación no agrega nada a lo que ya sabemos del mundo. De modo idéntico, decir que el asambleísmo “a menudo resulta poco práctico y escasamente constructivo” tampoco agrega nada: del presidencialismo, el parlamentarismo o cualquier otro sistema de organización colectiva siempre podremos decir exactamente lo mismo: a menudo funcionan, a menudo son prácticos, a menudo son constructivos, a menudo no lo son; sobre todo, si no se nos aclara cuán frecuente es el “a menudo”, ni sabemos bien qué se entiende por “poco práctico” o por “escasamente constructivo”. Por ejemplo, si la idea de “constructivo” se aplicase a la “creación de una identidad colectiva”, entonces alguien podría decir, con cierta razón, que la asamblea de Gualeguaychú ha sido muy constructiva. Si definiéramos “práctico” como “capaz de servir prontamente a la voluntad de aquellos a quienes representa”, la democracia representativa resultaría mucho menos “práctica” que la asamblea entrerriana. Necesitamos afirmaciones respaldadas por algún rigor empírico o teórico, antes que meras sugerencias políticamente intencionadas.
En resumen, la “idea central” del texto es temerosa, imprecisa y políticamente cargada en cada uno de sus tramos. Es temerosa porque el autor pone freno y marcha atrás ante cada uno de sus dichos, para que sea menos obvio lo que dice. Por ser temerosa, la “idea central” es también imprecisa, ya que el autor, sabiendo que quiere afirmar como cierto algo que los hechos no le permiten sostener, rodea a cada frase de un velo de ambigüedad que pretende evitar eventuales críticas.
Conviene recordar que la experiencia de Gualeguaychú representa el pico más alto de la corta historia asamblearia de Argentina, y que ella conlleva un mérito especial, el de poner en la agenda pública la cuestión ambiental de un modo contundente y quizás irreversible. Fue su acción la que logró impedir la instalación de la primera planta pastera programada (la española Ence). Sin embargo, también fue la experiencia que más rápidamente mostró sus límites. Pero los límites de Gualeguaychú no están tanto en su dinámica asamblearia, que muchas veces aparece asociada a una obstinación mediática (debido a la sobreexposición que los mismos medios alimentan); tampoco en su carácter de clase (la marcada presencia de clases medias), sino más bien en el hecho de haber desarrollado una fuerte matriz nacionalista y estatalista (se dirigió principalmente a impulsar acciones del Estado argentino en pugna con el Estado uruguayo, dificultando o hasta dinamitando la organización, alianza y acción transfronteriza de las sociedades civiles de ambas orillas); y el aferramiento a un método único –el corte en el mítico Arroyo Verde– convertido en eje irrenunciable y excluyente de la identidad colectiva, trasmutado de medio a fin en sí mismo.
Por un lado, el enfrentamiento entre los gobiernos argentino y uruguayo sirvió para reactivar la vieja oposición entre “país grande” y “país pequeño”, que recorre históricamente la relación entre ambos países. Por otro lado, el conflicto enfrenta a países que cuentan con una tradición política muy diferente: mientras en Argentina, y más allá de sus detractores, la acción política extrainstitucional constituye un repertorio habitual de las organizaciones sociales, en Uruguay, la existencia de una fuerte tradición institucional (asociada a la democracia directa –como plebiscitos, referéndum–, pero no a la forma asamblea) generó una gran desconfianza hacia todo tipo de acción que se desarrolla por fuera de los carriles institucionales (que suelen calificarse rápidamente como “violentistas”).
Así, el conflicto por las pasteras terminó por instalarse en un registro de difícil solución, antes que en el terreno de la discusión del modelo de organización económica, en conjunto con los pares uruguayos. Esta limitación quedará sin duda como aprendizaje para otras asambleas socioambientales que cuestionan el modelo de desarrollo, una de cuyas patas es el extractivo-exportador; lejos del poder y en situación de obscena asimetría y completamente ignoradas por las cámaras televisivas.
* Profesores UBA/UTDT y UNGS, respectivamente.
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