Domingo, 15 de enero de 2012 | Hoy
VERANO12 › AURORA VENTURINI
Carbúncula Tartaruga sale al anochecer apoyada en sus gruesos bastones de madera durísima, acaso sea roble. De otra manera, esos soportes se hubieran doblado y hasta se hubieran quebrado, tal la enormidad seudohumana de la usuaria, porque Carbúncula es inmensa. Carbúncula es torpe en su manera de caminar, lentísimo. Tan lento…
Avanza con tal lentitud que se dijera desliza como los caracoles y las babosas. Deja tras de ella un lampo blanquecino y fofo.
Viene con su resbaloso modo susurrando algo ininteligible. Asegura que reza. No aclara a quién dirige su oración. Carbúncula nunca aclara nada a nadie; es sombra redonda, robusta, olorosa, inquietante de sí misma. Resulta horrenda, pero se acepta, ella lo hace, con aparente goce y satisfacción.
“Porque yo”, así comienza sus chácharas feas.
Digo feas porque son en contra de alguien. Ella, según ella, es perfecta y no habrá juez que se atreva a juzgarla “porque yo”; y ahí terminan la teoría, la tesis y la conclusión.
Lleva grabadores en todos los bolsillos de sus chaquetas y, en su casa, los hay hasta en los árboles del parque.
“Porque yo sé de vos más que vos misma”, repite al oído temeroso de aquellas mujeres a las que ella supone amigas.
Alguna, remisa, intentó zafarla: “Pero yo le hice escuchar una grabación”. Siempre procede de tal suerte.
Se viste con la ropa de hombre que heredó de su papá, un ser tan raro como ella. Aseguran que Carbúncula mató a su mamá.
En mis momentos de gran melancolía, pienso que tuvo una buena razón para aniquilar a su vieja: el hecho de traerla al mundo.
Vive sola en la mansión de habitaciones barrocas, muebles barrocos, cuadros y estatuas.
Tiene la casa un altillo al cual se sube por una escalerilla caracol de hierro, ya muy herrumbrado. Suele alquilarlo, pero los inquilinos duran poco.
En su cocina mugrienta, cocina potajes y sopas. A veces, compra las vituallas y entonces se sirve a sí misma en el comedor muy barroco, y tanto que en cada uno de los motivos florales o rostros hay tierra apelmazada por añares. Cuando la mugre invade, ella acude a una sirvienta a quien paga unos pesos por hora. En mis momentos de gran melancolía, me he interrogado a mí misma por qué las sirvientas que lo fueron de Carbúncula, jamás han contado aquello que les borró las ganas de ofrecerse para trabajar afuera o con cama adentro.
Y yo inquirí a más de una.
Y más de una exclamó: “No me haga hablar, por favor”.
Ninguna quiso contar.
Las paredes de la mansión Tartaruga están tapizadas de libros. Posee tantos libros, uno al lado del otro, inmóviles, con esa inmovilidad confesa de los objetos que aseguran que no han sido tocados nunca. Se ve que no lee.
Mira los cuadros con las caras y hasta la cintura, al óleo, de sus antepasados, y resuella. Ella supone suspirar…, pero no.
Las piezas, seguiditas, forman como una vía de ferrocarril interminable. No es posible contarlas. En la mansión, la monstruosidad elude cualquier logística.
Hay un baño; en él hay una bañera no instalada.
Adentro de la bañera, hay trastos inservibles: ropa, palanganas y escupideras desfondadas, zapatos antiquísimos, sombreros, etc.
Junto al inodoro, un balde.
En el pequeño mueble de toilettes, botellas y botellitas semivacías, cisnes, talqueras, rouge rojísimo, peines, peinetas, cajas y cajitas. Un baratillo cojo y enloquecido.
Diseminados por los pisos se ven comederos con yuyos, con agua, o vacíos y volcados.
Andando por los numerosos pasillos y corredores uno encuentra percheros con capas tejidas, bufandas, chales y chalinas; collares de perla, de vidrio, de madera, de metal y de otros materiales que parecen extraplanetarios. Penden desde los techos abovedados arañas de caireles y de bronce.
En la mansión Tartaruga, aunque sobran luces eléctricas, una oscuridad sofocante resulta invencible.
Algunos pasillos denotan no haber sido transitados por siglos.
La vitrina de los frascos de perfume lleva al transeúnte a exóticos interiores africanos y parisinos, a un mismo tiempo. Pachulí y Coty, se confunden en ardiente abrazo.
La puerta principal, de hosca madera tosca, agrede a quien intente oscilar la campanilla que alerte su presencia.
Esa puerta, cerrada, ahoga; abierta, muerde.
Las portezuelas, a su vez, son agresivas. Baten un no se sabe qué, peligroso y cruel al entrarsalir, al salirentrar.
Igual ocurre con las ventanas y con los balcones. Quienes construyeron esta gran casa adoraron los pisos de laja.
Por las hendiduras de lajas circulan las tortuguitas recién nacidas, los bebétortuga, los nenes y las nenas.
Cuando viene de un paseo por la ciudad, Carbúncula observa el piso de hendiduras a fin de no aplastar a un bebitotortuguitapobrecito; hijitomíoadoradorubiecito… venga con mamá.
Un esfuerzo descomunal le significa agacharse para levantar a uno de los pergenios.
Lo hace resollando aunque ella supone que suspira un bello romanticismo. En cuanto al amor a las tortugas, es bien sincero…
A veces, conversa con su hijito, el rubio, y yo he comprobado durante una visita al caserón que el rubio le contesta.
Es una respuesta amorosa de boca de víbora doméstica, aunque sin voz.
Casi olfateando las lajas con su nariz picuda, camina hacia la cocina. Agarra varias hojas de lechuga, las troza y va distribuyéndolas nido por nido, puesto que las quelonias madres ocupan nidos en las oquedades de los cimientos de los patios.
Las escenas de la casa extraña, aunque espantosas, deslíen un sopor tierno como de neblina del viejo Londres.
Ella vigila el connubio de los quelonios apareados en tremebunda y estertórea bulla de aserradero.
Carbúncula vive al mismo tiempo el tiempo de coyunda de los córneos caparazones.
“Vamos… vamos…”, aúlla cuando él la sube a ella; la dueña se ha levantado la pollera y bajado el calzón y acciona en su vulva tormentosamente: “Basta… basta…”, aúlla aún.
Carbúncula nunca tuvo relaciones sexuales con nadie; podríamos decir que ha mantenido relaciones sexuales a distancia, con las tortugas del esfuerzo y del orgasmo.
Carbúncula Tartaruga morirá virgen porque con sus deditos cortitos no ha podido romperse el himen.
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