Viernes, 27 de enero de 2012 | Hoy
VERANO12 › PATRICIO PRON
Un verano conocí a un matrimonio de alemanes jóvenes que había venido de vacaciones. Yo no tenía clases ni nada particular que hacer, así que me pasaba todo el día en la playa. Me hacía amigo de los turistas por eso de que en una playa no hay demasiado para hacer excepto meterse en el mar, echarse en la arena y mirar a la gente, y a veces hablar con ella, y así fue como los conocí. Sus nombres eran Martin y Jana, pero Jana prefería que la llamaran «Urraca», en parte porque tenía un cabello negro que bajo el sol despedía unos reflejos azules que parecían los del plumaje del pájaro, pero principalmente porque su apellido era Elster, que en alemán –me dijo– significa «urraca». Yo bajaba a la playa todos los mediodías después de desa-yunar y me los encontraba allí, echados sobre una toalla y completamente desnudos. Urraca tenía una cicatriz que le recorría todo el costado, desde la cintura hasta la axila. Cuando hablábamos, yo me echaba de ese lado para vérsela bien. Nunca me atreví a preguntarle qué le había sucedido.
Mientras Urraca y yo tomábamos el sol, Martin solía nadar solo, lejos de la orilla. Yo veía su cabeza entre las olas, como una moneda dorada que alguien hubiera arrojado allí y sin embargo no se hundiera, sacudida por las olas pero siempre en el mismo sitio, a veces mirando hacia la playa y a veces, la mayor parte de las veces, hacia el otro lado, hacia la costa africana, que no podíamos ver. Una vez me pareció que cantaba. Le dije a Urraca: “Me parece que Martin está cantando”. Entonces Urraca se irguió ligeramente, apartó el libro que estaba leyendo, pareció escuchar un momento y luego murmuró: “My girl, my girl, don’t lie to me / Tell me where did you slept last night”, y me dijo: “Es una vieja canción en la que un hombre le pregunta a su chica dónde durmió la noche anterior, y ella dice ‘Entre los pinos, entre los pinos, donde el sol no brilla nunca’”. “¿Qué significa?”, le pregunté, y Urraca dijo: “Quizá que el hombre sabe que ella lo ha engañado pero no se atreve a castigarla porque tiene miedo del sitio donde ella ha estado, del bosque donde todo es oscuridad. Tiene miedo de que ella haya aprendido allí secretos que un día pueda utilizar en su contra, o que lo arrastre consigo”. Nos quedamos mirando la cabeza de Martin subir y bajar entre las olas, su canción casi inaudible, y luego yo pregunté: “¿El hombre de la canción no ha estado nunca en el bosque?”. Urraca apartó la vista y me miró y por primera vez tuve la sensación de que había reparado en mí. Me dijo: “La verdad es que él nunca ha salido del puto bosque y allí se quedará”, y se encogió de hombros.
Me llevaba bien con Urraca, y hablábamos de decenas de cosas, sobre todo de la vida del pueblo en invierno, cuando prácticamente no hay turistas y la gente se atiborra de alcohol y de drogas en los apartamentos con vista a la playa que puedes alquilar por poco dinero. Su marido, en cambio, no hablaba casi nunca, pero un día Urraca me invitó a cenar con ellos en el departamento que habían alquilado, y entonces descubrí que él también hablaba español, un español excelente que yo creo que era de Madrid y que nunca supe dónde aprendió. Urraca había cocinado algo relativamente simple, unos filetes de pollo con salsa de tomates que decía que le había enseñado a hacer un novio que había tenido cuando aún estudiaba. Esa noche hacía calor y unas mariposas nocturnas que se habían colado a través de las cortinas se lanzaban contra una lámpara y luego caían muertas junto a ella. Nosotros las miramos morirse durante un buen rato, bastante impresionados por su incapacidad para aprender de la muerte de sus congéneres, que debía resultarles evidente si la atracción que sentían hacia la luz no las cegaba por completo, y luego, cuando habíamos terminado de cenar, Urraca trajo varias botellas de vino de la cocina y –quizá por compasión– apagó la lámpara para que no entraran más mariposas.
Seguimos bebiendo vino sin hablar, a veces murmurando una cosa o dos sin importancia pero, principalmente, escuchando los ruidos de la noche: la gente que pasaba bajo la ventana, los coches en la autopista a la salida del pueblo, las olas que rompían cuando todo había quedado en silencio.
En algún momento de la noche, Urraca se quedó dormida en el sofá y yo, que estaba bastante borracho, me acerqué a ella y le levanté la camiseta para verle la cicatriz; temblando, le pasé un dedo sobre ella, que tenía la textura suave de una vulva. Martin me dijo entonces, con las palabras que había aprendido en Madrid: “Te la quieres follar”. Yo pensé que era una pregunta, pero Martin me dio a entender con un gesto de la mano que era una proposición, y que no le molestaba. Yo negué con la cabeza. “Si no le importa”, dijo Martin. “En realidad, creo que le encantaría. Ya me ha dicho que le gustas”, dijo. Yo dudé. Supuse que Martin me estaba poniendo a prueba y que de esa prueba no dependía qué fuera a pasarme a mí sino, más bien, lo que fuera a pasarle a Urraca. Martin me dijo: “Si piensas que serás el primero que veo follando con mi mujer, te equivocas. ¿Quieres saber desde cuándo lo hago?”.
“Una vez, poco después de acabar la universidad, estábamos en una caravana en un camping del Mar del Norte, en un sitio cerca de donde vivimos. Habíamos discutido y ella, que estaba borracha, se metió en una de las caravanas vecinas y se tiró a su ocupante. Un rato después regresó y follamos como nunca lo habíamos hecho. A partir de aquel momento, eso se convirtió en una especie de rutina, que llevábamos a cabo todas las noches, ampliando el círculo cada vez más y descendiendo a los infiernos del proletariado alemán que tú no puedes siquiera imaginar, con sus enfermedades venéreas y su charla soez y su mala cerveza, que era todo lo que los demás veraneantes tenían para ofrecer.
”Nuestra rutina era la siguiente: cada noche, ella bebía hasta alcanzar el punto que llamaba ‘de no retorno’. Entonces se metía en la caravana del vecino y se lo tiraba y a continuación se tiraba a todos los otros tipos que pasaban por allí y se enteraban de que había coño gratis. Yo solía contarlos al comienzo, pero luego los números tendían a volverse más y más poco fiables, ya que a veces la asaltaban de a dos o más, y muchos repetían. Supongo que se tiraría, aunque esta es una cifra probablemente inferior a la real, unos cuarenta o cincuenta hombres por noche. En algún momento, alguien la traía de regreso a nuestra caravana, chorreante de semen y casi inconsciente. A menudo le salían hilos de sangre de la entrepierna que le caían hasta las pantorrillas. En ese estado era como más me gustaba follármela, lubricada por el semen de todos los tíos que se la habían tirado. Nos dormíamos en brazos uno del otro y nos pasábamos el día siguiente en la playa, tratando de recuperarnos de la noche anterior y esperando la noche siguiente. Quizá tuviéramos que haber pensado qué estábamos haciendo, pero no recuerdo haberlo hecho, y, si lo hice, fue sólo para convencerme de que era mejor seguir juntos así que no hacerlo en absoluto.
”Nuestras vacaciones se acababan, pronto ambos tendríamos que regresar a nuestras clases en la universidad, y en realidad lo preferíamos así, porque las cosas se habían salido de madre y todos los veraneantes en el camping estaban enterados del asunto. Una de esas noches, la última de nuestra estancia allí por lo que ya verás, algo salió mal por fin: un borracho se puso violento y la cortó por el medio. Se la siguieron tirando varios más, pero alguien, un poco más sobrio que el resto, comprendió el lío en que se estaban metiendo y me avisó. Yo la llevé a un hospital y allí le salvaron la vida, aunque los médicos dijeron que fue un milagro que no se muriera en la caravana aquella.
”Un poco por hacernos un favor unos a otros, un poco porque en esos pueblos la policía es absolutamente ajena a esta clase de cosas, nadie hizo preguntas y, por lo tanto, nadie contestó. Nosotros regresamos a Osnabrück, que es donde vivimos, y nos pasamos los siguientes meses evitándonos el uno al otro, dando vueltas por nuestro piso como dos sonámbulos. Sólo poco a poco recuperamos la confianza en el otro y pudimos volver a hablarnos y a mirarnos a la cara, pero ya no volvimos a follar. Yo comencé a masturbarme cada vez más habitualmente, pero las cosas que tenía en la cabeza cuando lo hacía, escenas vistas en una película o mujeres que había conocido aquí y allá, fueron perdiendo intensidad y, al final, sólo podía hacerlo con el recuerdo de lo que habíamos vivido en el camping: los tíos que entraban y salían de la caravana cuando ella estaba dentro, la forma en que temblaba cuando la traían de regreso, la vez en que la cortaron.
”Entonces ella comenzó a echarse amantes; al principio mujeres y hombres a los que abordaba en el metro o en un restaurante, desconocidos a los que nunca volvería a ver y que, por lo tanto, no significaban nada para nosotros, pero luego otros académicos, colegas del departamento donde trabajamos y que suponen que yo no sé nada. Sin embargo, yo estoy al tanto de todo. Ese, el requisito de que ella me lo cuente todo, es el único que apuntala nuestra relación y es el único rastro de amor y de honestidad por aquí: cada vez que lo hace y me lo cuenta, el dolor es inmenso, pero después cada cosa desfila delante de mis ojos cuando me masturbo y yo tengo la sensación de haber tomado parte; más tarde, cuando hablamos de eso, lo que ha hecho y cómo lo ha hecho y dónde, en fin, esa historia, deja de ser suya para convertirse de alguna manera en nuestra, mía y de ella, en la que el que se la ha follado aparece como esas personas que emergen de las fotografías que uno hace en un lugar público, al fondo y fuera de foco, sin valor ninguno para el que hace la fotografía o para el que posa para ella.
”Un día, hace poco tiempo, reuní valor y le pregunté qué sentía cuando se la tiraban tres o cuatro tíos a la vez, y ella respondió que no sentía nada, que sólo esperaba que se cansaran, que la dejaran en paz, que lo que hacía era sólo algo que sentía que alguna vez debía ser hecho, pero que incluso así no era en absoluto satisfactorio y que se parecía a no hacer nada. Sólo era algo que había que hacer, allí y en ese momento, y ella lo hacía.”
Martin dejó de hablar y yo me quedé mirándolo a través de la mesa, pensando que estaba borracho y que había inventado la historia para escandalizarme o asustarme o para reírse de mí, pero luego miré a Urraca y me di cuenta de que, aunque había mantenido los ojos cerrados durante todo el tiempo, lo había estado escuchando todo. Me di cuenta de que, por la forma en que nos habíamos sentado, yo estaba en el medio entre ellos dos y comprendí que esto no era casualidad. Entendí que Urraca había fingido quedarse dormida para que su marido me contara la historia, y que ahora esperaba que tuviera sexo con ella delante de él, y comprendí que ese era un juego que ellos solían repetir delante de extraños, un juego que de alguna manera restituía un cierto equilibrio perdido entre ellos. Una vez había leído la historia de un matrimonio que se había marchado de vacaciones a un pueblo junto al mar a salvar su matrimonio o a pescar un tiburón, lo que sucediera primero. No recordaba bien qué pasaba después, aunque creía que ninguna de las dos cosas tenía lugar y que todo terminaba en un baño de sangre, pero en ese momento me acordé de aquella historia y pensé que yo era el tiburón. Supe que no era importante, que lo importante era que yo les prestara el servicio que ellos requerían, el servicio que restituía su relación a un punto en el que algunas cosas no habían pasado. Mucha gente pagaba para eso, así de ridículo era todo. Intenté imaginarme a Urraca cubierta de semen, con pingajos de sangre chorreándole entre las piernas, cortada en canal, pero no pude; por el contrario, la vi tal como era, la piel blanca bajo el cabello negro, los ojos claros. Le quité los pantaloncillos y la penetré sin pensar en ella. Mientras lo hacía, pasé la mano por la cicatriz y ella soltó un grito sordo; a mis espaldas escuchaba a Martin, y pensé que se estaba masturbando, pero después me di cuenta de que estaba llorando, que su llanto era lo que yo había confundido con gemidos. Un poco después de que Urraca terminara, lo hice yo también. Me subí los pantalones y me dirigí a la puerta, pero antes de cruzarla me pareció ver que había una tercera persona en el piso, acuclillada en la oscuridad a espaldas de Martin. Al bajar, me detuve junto a la farola de la calle y vi que el suelo estaba regado de mariposas quemadas. Una de ellas pataleaba boca arriba, y yo sentí compasión por ella y le di la vuelta; pensé: por lo menos tú vas a salvarte, pero la mariposa agitó las alas un par de veces y luego volvió a lanzarse hacia la luz; se escuchó un ruido, y cayó muerta con las otras. En el departamento de los alemanes habían prendido una luz.
Esa noche dormí mal, y cuando bajé a la playa al día siguiente los encontré recogiendo sus cosas. Se marchaban por la tarde, me dijo Urraca. Me eché a su lado y noté que las cosas eran tal como siempre habían sido: Urraca leía su libro y de a ratos interrumpía su lectura para decirme algo y Martin permanecía distante, mirando el mar como si esperara que de allí saliera un monstruo terrible que se lo tragara. Jonás encontró a Dios en el vientre de un pez; cosas más raras se han visto, pensé. Miré de reojo a Urraca y vi su cicatriz y supe que estaba enamorado de ella; vi sobre su hombro las letras que se apiñaban en su libro y le dije que quería aprender su idioma. Ella se rió. Miró a Martin y le dijo algo en alemán. El asintió con aire distraído y entonces ella sacó de su mochila un libro y me lo extendió. “Puedes comenzar con esto; los otros que tengo serían demasiado difíciles para ti”, me dijo. Yo miré la portada y no comprendí demasiado. “Es de Martin”, me explicó ella. “Martin escribe cuentos para niños”, agregó. Yo asentí. Entonces Martin se puso de pie y luego se puso de pie Urraca y yo también tuve que ponerme de pie y ella dijo: “Si no nos marchamos ahora no alcanzaremos el autobús”. Miró la playa y el mar y luego a mí y agregó: “Voy a añorar todo esto”. Yo no supe qué decir. Les ayudé a recoger las cosas y luego los acompañé hasta la puerta de su departamento. Supuse que me harían entrar, pero me despidieron en la puerta. Urraca me dio un beso en cada mejilla. Martin me estrechó la mano con aire indiferente. Yo alcancé a preguntarles si volverían el próximo verano, pero ninguno de los dos me respondió.
Ese mismo invierno comencé a aprender alemán con un austríaco que se había quedado en el pueblo trabajando para una organización de acogida. El libro de Martin se titula Abgrundsforscher, o sea Exploradores del abismo, y trata de unos adolescentes que tropiezan con un submarino alemán abandonado y lo rehabilitan y recorren con él las profundidades marinas, donde descubren que las tripulaciones de otros submarinos alemanes –en realidad, no más que ancianos que farfullan parlamentos ridículos sobre la superioridad de la raza aria, pero que, de alguna forma, el narrador parece tomarse en serio– creen que la guerra aún no ha terminado y siguen en activo. En Die deutsche Kinderliteratur zwischen 1950 und 2000 [La literatura infantil alemana entre 1950 y 2000)], Wilhelm Rabenvögel lo califica de “filofascista” y agrega que su autor, “Martin Schäckern, se suicidó el 14 de abril de 1999 en su casa de Osnabrück, a los treinta y dos años de edad”.
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