Sábado, 18 de febrero de 2012 | Hoy
VERANO12 › MARTIN KOHAN
Veo la chomba ajustada al cuerpo: la chomba y la palabra chomba. Es cosa y es forma, es forma de brazos, de pecho ampliado, de hombros de piedra, esa firmeza tan de tropas, la evidencia de que algo pasa. Miro todo y veo la chomba. Es apretada y es verde, se le dice verde oliva. Verde militar se le dice también.
Las putas amanecen mientras tanto sin apuro para irse. No piensan trabajar de más, mucho menos hacerlo gratis. Pero presienten las ventajas de una mañana confortable y es ésa la explicación para su letargo renuente. Adivinan un desayuno mejor que el que podría esperarles en el bar de esta cuadra o de la otra. Distinguen en la casa de los padres de Lalo, que ciertamente no están, porque viajaron, ciertos signos evidentes de una opulencia moderada pero factible. Se quedan por eso: porque conjeturan sofisticaciones y quieren hacerse invitar. Se levantan un poco antes que Lalo y un poco después que yo. Me encuentran así, de espaldas y desatento, mirando la televisión. Advierten que algo pasa, y me preguntan qué es.
Esa chomba verde oliva, la chomba verde militar, aprieta el torso espeso como si fuese a hacerle un reproche o a jurarle lealtad. Lo sujeta y lo evidencia: lo subraya y lo revela. La manga corta desnuda brazos. Por apretar parece hincharlos: son brazos turgentes, venosos, tienen fuerza pero la ahorran. Habrá cables de acero gris que van por dentro y los tensan. No se hundirían si se los tocara. Antes de que la boca pastosa profiera alguna amenaza, la profieren los propios brazos, tal vez por su sola existencia, tan sólo por estar ahí.
Estas putas, como todas, desisten de los nombres de verdad. Prefieren fraguar nombres falsos, como en una remota ambición de originalidad, aunque no hay nada menos original, ni tampoco más vulgar, que los nombres repetidos que por costumbre se ponen. Estas dos dijeron llamarse así: Vanesa y Samantha. Vanesa una y Samantha la otra; aunque yo, confundido en la llegada, no retuve en el presentarse cuál de las dos era cuál. Por supuesto que me gustó más la que al final se quedó con Lalo, tiendo a pensar que es la que se llama Vanesa. Pero no me consta. Se pactaron todas las cifras, la de la tarifa y la de la duración de la noche, y un tácito reparto de los espacios de la casa tomada: Lalo en la cama grande que es de sus padres, yo en la cama angosta que es de él. De pronto una de las dos, la más agraciada, estaba gimiendo ya, echada sobre las piernas de Lalo.
La noche terminó, pero las putas se quedan. A mi entender un desayuno gratis es lo que quieren, gratis y bueno. Aunque ahora también se quedan absortas mirando, como yo, la televisión del living. Las noticias de última hora. Las cosas que pasan.
Un dedo se levanta para hablar. Precave, amonesta, hace advertencias a la población y a los responsables del gobierno nacional. El dedo es robusto, robusto y espigonado. El dedo es parecido al brazo y el brazo es parecido al hombre. No cualquiera tiene derecho a levantar un dedo cuando habla, para verse eximido así de tener que levantar la voz. Miro el dedo en la televisión, lo veo levantarse. Hay algo de singular en las manos adiestradas en el manejo de armas. Manos que arman y desarman fusiles, que gatillan a mansalva, manos que huelen a pólvora, manos que saben de ráfagas. Hay algo que es singular en las manos que han matado. Una verdad, una especie de conclusión, que las distingue y se impone. Voy pensando en estas cosas mientras el noticiero informa. Y eso que todavía no sé nada de eso que más tarde vamos a saber muy bien todos: que el que habla silabeando es un héroe de Malvinas. Un héroe de la guerra, un héroe nacional.
Lalo aparece y está desnudo. Lo veo desperezarse y por puro contraste advierto algo que en principio no advertí ni consulté, y es que las chicas se vistieron. Esas ropas tan de la noche desentonan con este mediodía al que por desgano llamamos mañana. Vestidos cortos y rojos, medias negras de red dañada, brillo inútil y aspaviento. Deberían irse, pero no se van. Quieren tostadas de pan de centeno, jugos de fruta, dulces de nombres oídos a veces, tés de sabores que van a probar.
–¿Qué mierda pasa? –consulta Lalo. Se rasca el vientre con desidia. Es mi amigo del colegio y soy incapaz de enojarme con él. Pero no termina de gustarme del todo que se haya apurado a quedarse con la puta menos fea de las dos, la que puede que se llame Vanesa o bien puede que se llame Samantha, aunque en el fondo sabemos que da perfectamente lo mismo porque lo cierto es que no se llama de una forma ni de la otra.
Tienen que entenderlo bien: el presidente Raúl Ricardo Alfonsín, el vicepresidente Martínez, el gobernador Armendáriz, el gobernador Angeloz, los señores Antonio Cafiero, José Luis Manzano, Adolfo Stubrin, Marcelo Stubrin, Juan Carlos Pugliese, Juan Vital Sourrouille. Tienen que entenderlo bien.
Yo miro el dedo, erguido en la televisión. Es firme como las decisiones.
Incluso improvisado y somero, el desayuno reluce. Hay apuro para tragar en Samantha y en Vanessa, que como era de esperar mastican con la boca un poco abierta. Lalo come parado, parado y desnudo, lo que me resulta bastante impropio aun en este contexto. Las chicas ríen por reflejo, por el hábito de ser putas, pero ante el cariz que a juzgar por las noticias van tomando los acontecimientos, viran el semblante hacia la pesadumbre adusta. Hay una, no sé cuál, la que estuvo conmigo en todo caso, que traga saliva y hasta solloza. Tiene miedo y lo manifiesta.
–¿Miedo de qué? –consulta Lalo, con una mano ajustada en la cintura y la otra colgando hacia atrás.
Miedo, miedo, miedo. Lisa y llanamente miedo. Miedo por la democracia argentina, miedo por la libertad. Lo dice y baja la vista. Las manos le tiemblan.
Bajo la chomba verde oliva, se escurre un rosario que es negro. Se diría que quiere refrendar los argumentos que se esgrimen. Un senderito de nudos ebúrneos sube hacia el cuello, vale decir hacia la piel. Tocan el cuello, tocan la nuca, la curva segura de los músculos preparados. El pelo tan corto promete ligereza, pero incluso así cuando los hombros se reúnen hacen las veces de pedestal. En el conjunto hay por lo tanto un veredicto de aplomo y de solvencia. Me digo vagamente, conjeturo vagamente, que un militar como este que habla, y que por lo pronto usa anteojos de montura plateada, tiene que oler por ejemplo a loción masculina para después de afeitar. No a la bosta reciente de los caballos de la guarnición, tampoco a la mugre acumulada en la fajina y en los barracones, mucho menos a los fierros de la intemperie del jeep, ni siquiera a bota lustrada, ni siquiera al betún de los rostros. A nada de eso, más bien a otra cosa: a loción masculina para después de afeitar.
Las chicas se deciden: Vanessa y Samantha. El pueblo acude en multitud a la plaza a defender la democracia que supimos conseguir, y ellas van a sumarse sin demora. Qué mejor defensa que esa: el pueblo en la calle, la expresión del soberano. ¿Y si hubiera un bombardeo aéreo, como en el cincuenta y cinco? Se miran, no saben, se encogen de hombros. Insisten con lo ya dicho: que hay carteles en la tele que convocan a la plaza y que ellas van a acudir.
Estamos en pleno Palermo, a dos cuadras de avenida Santa Fe. Lalo hace gestos someros y explica; si se toman el subte “D” en la esquina de Agüero, en menos de veinte minutos desembocan justo en la plaza. Les hemos pagado bastante bien; se quedaron la noche completa y las dos son por lo demás tan limpitas como caras. Pero ni por un momento se le ocurre a Lalo que puedan tener su propio auto, o que puedan tomarse un taxi por ejemplo.
Son anteojos de cierto aumento, sin ser gruesos en demasía. Desentonan si uno piensa que los va llevando un soldado: un hombre que, entre otras tareas posibles, puede tener que matar de lejos. No obstante imprimen a su aspecto, que es recio como sus reclamos, una fijeza en la vista que sugiere tenacidad. El pelo al rape deja libres las orejas, por lo que el trayecto de las patillas puede verse casi hasta su desenlace.
Lalo se tira en los sillones a mirar el noticiero. Los hechos se precipitan, declara el coronel. Por un momento dejamos de ver su cara (su cara y su cuello, los hombros, los brazos, la chomba), suplida por la imagen de dos oficiales también alzados. Uno se ocupa del otro: le tizna cuidadoso las mejillas, la frente fruncida, los costados de la boca, con dedos puntillosos y máxima atención. Al cabo continúan las declaraciones del coronel.
Me siento al lado de Lalo, en los sillones mullidos.
Los anteojos calzan en una nariz que es típica de boxeadores. No de esta clase de guerreros, sino de aquellos otros, los del ring, los de los guantes. Es una nariz chata, ancha, plana, aplastada, que no despega de la cara más que lo imprescindible. Los anteojos calzan ahí. La luz les da un reflejo.
Lalo justo al lado mío: el pito se le para. Está desnudo, como dije; es imposible dejar de verlo, y por otra parte no me lo propongo. Se le para del todo, no solamente un poco. Así como estamos, viendo la televisión. Miento si digo que a mí se me para porque se le paró antes a él. Lo que pasa es que me puse los vaqueros al levantarme, atemperé mi evidencia. Se me para como a él, y de la misma forma que a él: así como estamos, viendo la televisión. De pronto los pantalones me raspan, mortifican sujetando. Me los saco de un tirón y me siento otra vez junto con Lalo.
La boca que declara no se cierra nunca del todo. Cuando calla, cuando escucha, queda siempre un poco entreabierta, dejando ver los dientes blancos y el aire caliente que entra y sale, húmedo como Monte Caseros. Los labios son bien gruesos, y blandos por deducción. La boca espesa que emite tajante las exigencias del cuerpo, se redondea y se enrojece, como pidiendo ser besada.
Me inclino hacia Lalo, para chupársela. Lalo podría inclinarse a su vez, en sentido contrario, para chupármela mientras tanto a mí, pero en vez de eso prefiere estirar una mano suave, que previamente mojó en su lengua, para frotarme con ganas después de jugar un poco. Una ventaja indeclinable de esta manera de disponernos es que ninguno de los dos tiene que dejar de mirar la televisión.
Terminan las declaraciones. Un típico andar de soldado, menos marcial que desafiante, ofrece la espalda y empieza a poner distancia. Me seco la boca con un papel, las piernas con otro. Nos vestimos sin bañarnos. No es por desapego a la higiene, sino para no perder ni un minuto. Salimos a la calle. Lalo para un taxi, subimos los dos. Vamos juntos a la plaza: con el pueblo a llenar Plaza de Mayo. En defensa de la democracia y de las instituciones republicanas.
* El 16 de abril de 1987, el teniente coronel Aldo Rico y otros militares se amotinaron en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo luego de que el mayor Ernesto Guillermo Barreiro, refugiado en el XIV Regimiento de Infantería Aerotransportada de La Calera (Córdoba), fuera citado por la Justicia, acusado de tortura y asesinato.
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