Sábado, 5 de enero de 2013 | Hoy
Por Pablo De Santis
El sabio Feng solía decir que “el caso del tapiz” había sido uno de los más tristes que le había tocado resolver. Al revés de los otros misterios en que había participado, lo acongojaba menos el crimen que su resolución. Los hechos sucedieron así: el capitán Fu, de los Ejércitos del Norte, llevó en persona un importante mensaje para el emperador. Una vez entregado el mensaje, se le dijo que la redacción de la respuesta tardaría dos días. Mientras su comitiva descansaba, el capitán se dedicó a pasear por los jardines del palacio. Su interés por la arquitectura antigua lo llevó a visitar una torre apartada, y a subir por los gastados escalones. La torre, otrora un puesto de vigía, funcionaba desde hacía casi un siglo como depósito de alfombras y tapices. Al amanecer, uno de los jardineros encontró al capitán muerto al pie de la torre. Su cuerpo estaba envuelto en un tapiz, bien sujeto con correas de cuero. Las marcas en la tierra eran inequívocas: el capitán había sido arrojado desde lo alto de la torre.
Las primeras investigaciones se centraron en el mensaje que debía llevar el capitán. Pero no se llegó a ninguna conclusión. ¿A quién le interesaría matar a un capitán que ya había entregado su mensaje? Se lo podía reemplazar con facilidad. Tampoco parecía haber razones personales en el crimen, ya que en el palacio nadie lo conocía. Ante la falta de respuesta, el consejero imperial Lin mandó llamar, como había hecho otras veces, al sabio Feng.
El consejero Lin lo llevó al pie de la torre y le mostró el lugar exacto donde había caído el cuerpo.
–Creemos que el asesino lo dejó inconsciente de un golpe, y luego lo amortajó con el tapiz.
–Mortaja anticipada –dijo Feng– ya que el capitán estaba todavía vivo.
–Así es. Luego lo arrojó por la ventana de la torre. Nadie conocía al capitán. ¿Quién querría matarlo?
El sabio Feng se inclinó a estudiar la hierba allí donde había caído el cuerpo.
–El capitán había hecho un largo viaje. ¿Por qué, en vez de descansar, vino a este sitio tan apartado? ¿Necesitaba encontrarse con alguien?
–El capitán Fu era un estudioso de nuestra arquitectura. Se ofrecía de mensajero aun en misiones peligrosas sólo para conocer torres y murallas.
A pedido de Feng, el consejero hizo llamar al guardián de la torre, un sirviente llamado Dan. El anciano apareció arrastrando los pies. Dijo conocer la fama de Feng y sentirse muy impresionado de estar ante su presencia. Dijo también que tenía el sueño pesado; y que no había oído al capitán subiendo por las escaleras. Tampoco sabía nada de su caída.
–¿Cómo pudo entrar el capitán en la torre, sin que usted le abriera la puerta? –quiso saber Feng.
–La puerta de la torre siempre está abierta. Cualquiera puede entrar. Ya nadie se preocupa por las alfombras y tapices que se guardan aquí –dijo melancólicamente el anciano Dan.
El sabio Feng despidió al viejo custodio y se volvió hacia el consejero Lin.
–Lo que me extraña es el tapiz. Los asesinos prefieren simular accidentes o suicidios. ¿Por qué llamar tanto la atención? Tal vez el tapiz nos dé alguna idea.
El consejero Lin le pidió que lo acompañara a la tintorería imperial, que estaba dividida en 49 secciones. Cuando el consejero pidió el tapiz, el tintorero mayor lo hizo traer de inmediato y lo extendió en una gran mesa de mármol. El tapiz representaba a una muchacha muy hermosa, rodeada de pájaros. Feng observó que grandes hormigas recorrían el tejido.
–El proceso de limpieza tiene siete pasos. El primero es la inmersión en agua de rosas. El último consiste en dejar libres a las hormigas tintoreras para que recorran el tejido, hasta borrar toda impureza.
–¿Y el tapiz luego volverá a la torre?
–No. El emperador solía ser un gran aficionado a los tapices. Al saber que una de sus piezas había sido utilizada en tan especiales circunstancias, pidió verla. Desde luego, no podíamos acercar a los ojos del emperador un tapiz manchado de sangre. Tal visión podía provocar su espanto y luego una conmoción en el país.
El tintorero mayor estaba tan contento con el resultado de la limpieza que se quedó extasiado mirando el tapiz.
–Espero que el emperador quede conforme con nuestro trabajo.
–Estoy seguro de que será así –dijo Feng–. ¿Quién es la muchacha que está representada aquí?
El tintorero bajó la cabeza.
–Nosotros solo nos ocupamos de la limpieza. Nada sabemos de lo que los dibujos representan.
Cuando el tintorero se marchó, el consejero Lin explicó:
–Sabio Feng, el tintorero sabía bien quién es la muchacha. Su nombre es Si-Lu, la antigua favorita de su majestad. La madre del emperador, celosa de la devoción de su hijo por la muchacha, la hizo matar.
–¿Cómo ocurrió eso?
–Los sirvientes la arrojaron al vacío envuelta en un tapiz.
–¿Y el capitán tenía alguna relación con Si-Lu?
–Por supuesto que no. Estoy hablando de tiempos lejanos. El capitán era un niño en ese entonces.
Al atardecer Feng regresó a la torre y subió las escaleras. Encontró al anciano guardián golpeando una alfombra con un palo de madera. Lo envolvía una nube de polvo. Feng estornudó.
–Disculpe el polvo, señor. No lo oí venir. Estoy un poco sordo.
–¿Hay que hacer ese trabajo a menudo?
–Lo hago todo el tiempo. Aunque no lo veamos, el polvo nos rodea. El viento trae polvo de todas partes: el galope de lejanos jinetes, el papel quebradizo de nuestros libros, las hojas secas, los pétalos marchitos, el polvo de los muertos en los campos de batalla.
–He visto el tapiz. ¿Usted sabe quién es la muchacha?
–Por supuesto. Es Si-Lu, la muchacha más hermosa que conocí. Hoy nadie se acuerda de ella.
–Quien mire el tapiz la recordará.
–Pero, ¿quién mira hoy alfombras y tapices? El emperador solía hacerlo, pero desde la muerte de Si-Lu, nada quiere saber de ningún tapiz. Es un arte olvidado. Yo soy el único custodio de estos tesoros. ¿Cree que pondrían a un viejo de guardián, si alguien confiase en el valor de estas alfombras?
Feng se asomó por la ventana de la torre. Desde allí todo parecía lejano.
–Creo que eres también el custodio de otro tesoro: el recuerdo de Si-Lu.
–Me halaga oír eso.
–Sentías próxima tu muerte, y sabías que entonces ya nadie más iba a recordar a la favorita del emperador. Por eso mataste al capitán.
–¿Por qué iba a matarlo? –se defendió el viejo Dan–. No lo conocía.
–No importa eso. Hablaste con él. Comprendiste que era un hombre de importancia. Que si lo matabas se hablaría de su crimen. Que cuando se enterara de las circunstancias de esa muerte, el emperador querría ver el tapiz, y se entregaría al recuerdo de la muchacha. ¿No es así?
El custodio Dan tardó en responder:
–Cuando la anciana madre de nuestro emperador estaba a punto de morir, hizo borrar el nombre de Si-Lu de todos los registros. Como si nunca hubiera existido. La anciana envió sirvientes a buscar el tapiz, pero yo guardé el verdadero y les di otro, que quemaron de inmediato. El tapiz es el único recuerdo de esa muchacha.
–Imagino que nada tenía que ver el capitán con todo esto.
–Cuando el capitán Fu visitó la torre, conversé con él. Hablamos de las viejas torres dispersas en el imperio. Hablamos de tapices. Le conté la historia de Si-Lu. El escuchó el relato como quien oye un episodio legendario, sin saber que él mismo era el último capítulo de esa leyenda. Y cuando se quedó mirando por la ventana las últimas luces del atardecer, lo golpeé con el palo para limpiar alfombras. Usted conoce el resto. Era un mensajero, y lo usé para enviar mi propio mensaje. ¿Sabe si llegó a destino?
–Todavía no, pero mañana mismo el tapiz estará en manos del emperador. ¿Valía la pena matar a un hombre inocente para eso?
–Sé que mi falta es terrible. Sé que el capitán era un buen hombre, un soldado capaz de conversar de igual a igual con alguien como yo, sin que le importara la diferencia de clase. Pero yo no podía tolerar un universo en que nadie recordase a Si-Lu.
Los dos hombres estuvieron unos segundos sin conversar. Apenas se conocían, pero era ese silencio que sólo se permiten los viejos amigos. El guardián se asomó por la ventana de la torre.
–La brisa está más fría. Sabio Feng: ahora usted debe comunicarle al consejero Lin el resultado de su investigación. Me espera una muerte terrible. ¿Tengo su permiso para escapar?
El sabio Feng inclinó ligeramente la cabeza en señal de aceptación y se dirigió hacia los gastados escalones. Bajó lentamente. Cuando llegó al pie de la torre, el viejo guardián ya estaba allí, sobre la hierba.
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