VERANO12 › FEDERICO FALCO

Historias para dibujar

Historia para dibujar Nº 37

En medio de un bosque oscuro había un convento con dieciocho monjitas que nunca salían, porque habían hecho votos de confinamiento. Diecisiete tampoco hablaban, debido al voto de silencio. La monja número dieciocho sí podía conversar con quien quisiera y por eso era la encargada de una vez al mes caminar hasta la ciudad más cercana, para hacer la compra del supermercado y pagar los impuestos. Un día, mientras cruzaba el bosque, advirtió que un perro inmenso la seguía. La monjita se asustó y trató de espantarlo. El perro se detuvo un instante y olfateó el aire, pero enseguida siguió caminando detrás de ella. La monjita lo espantó de nuevo. El perro volvió a detenerse. La monjita corrió por el camino y lo dejó atrás. Cuando estuvo segura de que el perro le había perdido el rastro, se sentó en una piedra a comer un sándwich. Después retomó su camino. Entonces, en una parte donde la senda corría entre árboles inmensos, un lobo hambriento saltó de entre el follaje y mordió a la monjita en el cuello. La monjita trató de cubrirse con el manto, pero el lobo se ensañó con ella. A dentelladas le comió una oreja y con lengüetazos feroces bebió la sangre que brotaba de su herida. La monjita ya encomendaba su alma a Dios cuando por el camino apareció el perro que antes la había perseguido. El perro saltó por el aire y atacó al lobo con todas sus fuerzas. Los dos se trenzaron en atroz pelea, hocicos y dientes chocando con desenfreno, pelajes enrojecidos, hasta que el perro por fin pudo matar al lobo y arrancarle el corazón negro del pecho abierto. Se lo comió de un solo bocado. Después, con su lengua caliente restañó las heridas de la monjita, que estaba muy malherida y había perdido ya demasiada sangre. La monjita murió en paz, no mucho tiempo después, acunada en el regazo del perro, que todo el tiempo la contuvo y le dio calor. Cuando estuvo seguro de que ya no respiraba, el perro a dentelladas le rompió el hábito, abrió su pecho y también a ella le comió el corazón.

Historia para dibujar Nº 14

Un meteorito cayó del cielo en medio del desierto. Era una bola de fuego y formó un cráter profundo. Con el correr de los días el fuego se extinguió y el meteorito terminó de enfriarse. En las grietas del meteorito viajaban esporas de un hongo ultrarresistente. El fuego no lo afectaba, la sequía no lo mataba, el frío no le hacía nada. El hongo comenzó a expandirse por el desierto. Tenía un tallo delicado, forma de sombrerito rojo y dejaba escapar un aroma exquisito, mezcla de olor a flores y a dulce de frambuesa. Una familia que atravesaba el desierto en auto para irse de vacaciones se detuvo junto a la ruta porque el hijo más chico tenía que hacer pis. La hija más grande caminó para estirar las piernas, se alejó del auto y encontró los hongos. Arrancó algunos, los envolvió en papel de diario, los escondió en las profundidades de su valija. Cuando llegaron a destino, los plantó en una maceta. Los hongos prosperaron y se extendieron. Engordaron, se ensancharon, crecieron sobre la comida, las ventanas, los sillones, las paredes, los árboles, los restaurantes, los puentes y los edificios. El mundo se volvió entonces un lugar hermoso, cubierto de sombreritos rojos y con el mejor olor posible: olor a flores y dulce de frambuesa.

Historia para dibujar Nº 53

La jaula de las palomas mensajeras estaba en el techo. El señor que las criaba de tanto en tanto les ataba papelitos en las patas y mandaba las palomas a lugares lejanos para que llevaran mensajes ultrasecretos. Las palomas regresaban dos días más tarde con otro papelito que siempre decía lo mismo: “Secreto recibido, gracias por confiar”. Cuando el señor decidió jubilarse y dejar de comunicar secretos, le regaló las palomas a un niño superdotado y muy solitario. Puso las palomas en una jaula y las llevó a la terraza de la casa donde vivía el niño superdotado. Le explicó que para que las palomas regresaran después de que él las enviara con mensajes, debía dejarlas encerradas en esa jaula por lo menos durante un año completo, hasta que ellas se acostumbraran a vivir en la nueva terraza y reconocieran a dónde debían volver. El niño superdotado se pasó ese año alimentando las palomas y pensando en todos y cada uno de los mensajes ultrasecretos que enviaría. Cuando el año se cumplió, anotó los mensajes en cientos de papelitos, ató cada papelito en la pata de una paloma y las soltó. Las palomas mensajeras volaron alto en el cielo celeste. Se alejaron con aletazos decididos. El niño superdotado no las volvió a ver. Las esperó durante mucho tiempo, ponía alpiste en las jaulas vacías y cada tarde subía a la terraza, pero las palomas ya nunca más volvieron.

Historia para dibujar Nº 7

Una viejita sembró zapallos en su jardín y tres meses más tarde encontró uno que se había vuelto gigante. Era un zapallo enorme, más alto que ella, de un color naranja perfecto y resplandeciente. La viejita no sabía qué hacer con ese zapallo, era tan pesado que no podía ni siquiera moverlo. Los vecinos desfilaban frente a su casa para ver el zapallo, hacían cola para acariciarlo. La viejita les servía vasos de agua, les prestaba sillas para que no se cansaran de estar parados tanto tiempo. Los vecinos se sentaban frente al zapallo a contemplarlo con atención. Enseguida se corrió la voz y más y más gente se amontonó frente al zapallo. Algunos empezaron a decir que tenía poderes curativos, que hacía milagros, que al tocar el zapallo se podía percibir una vibración que venía desde muy adentro. Llegó la televisión, con un móvil en vivo y una reportera que fue de un lado para otro dando órdenes. El camarógrafo le pidió a la viejita que se parara junto al zapallo gigante y se quedara muy quieta. La reportera agarró el micrófono y dijo muchas cosas, pero a la viejita no le hizo ninguna pregunta. A la viejita le gustó que no le hicieran preguntas porque se hubiera puesto nerviosa y seguro que se enredaba para responder. La televisión se fue y llegó más gente. Apoyaron sus oídos en el zapallo e insistieron en que adentro había algo que se movía. La viejita no escuchaba nada porque hacía años que se había quedado sorda. Un vecino sugirió que partieran el zapallo con una motosierra, tal vez quien estuviera dentro necesitara salir. Otro vecino dijo que si adentro del zapallo había alguien, ya saldría cuando le llegara el momento, que cortar el fruto antes de tiempo podía ser contraproducente. La gente discutió en la vereda. Se llamó a votación. Ganó la idea de la motosierra. La viejita no se opuso, estaba cansada de repartir vasos de agua, necesitaba recostarse en su cama y poner las piernas en alto. Abrieron el zapallo y adentro no había nada, sólo semillas gigantes y pulpa olorosa y naranja. Por un instante el público se sintió defraudado, pero enseguida organizaron un gran almuerzo, pusieron tablones en el parque, trajeron manteles a cuadros rojos y blancos, globos, banderines. Comieron puré de zapallo bajo el sol brillante y el cielo celeste, y brindaron y bailaron y alzaron a la viejita en andas y la hicieron también tomar un poco de vino, para festejar que había salido en la televisión.

Historia para dibujar Nº 58

Los científicos acomodaron el cuerpo del monstruo sobre la mesa de autopsias y procedieron a abrirlo en canal. Con una pequeña sierra circular cortaron a lo largo la piel rugosa y gris, pero el esternón y las costillas eran mucho más duros, estaban hechos de huesos amarillos, como de piedra, y tuvieron que recurrir a un serrucho. La carne del monstruo era blancuzca y apenas si quedaban rastros de su sangre verde, pequeños coágulos, lagunitas estancadas en alguna vena gruesa, que se desparramaron con el corte pero que enseguida un asistente limpió con agua y una manguera. Retiraron la piel de la panza del monstruo, una mitad hacia cada costado. Adentro encontraron el corazón macizo, de un tamaño inusitadamente grande que, envuelto en venas azules, yacía en un lecho de grasa pegajosa. Algo que supusieron era un hígado verde fosforescente, aunque nadie pudo asegurarlo con precisión, tapaba la masa de intestinos larguísimos, retorcidos sobre sí mismos. Estaban tan entreverados que los científicos se pasaron dos horas deshaciendo nudos y entuertos, tirando y tirando, para desenredarlos. Al final, los extendieron en el pasillo del laboratorio y llegaron a la conclusión de que los intestinos del monstruo medían casi ochenta y cuatro metros, treinta y cinco de los cuales eran de color violeta intenso, mientras que el resto era anaranjado. Debajo del intestino encontraron el estómago, compuesto de siete sacos, tres más grandes y cuatro pequeños. Ahí, dentro del primer saco, estaba el cráneo ya casi sin carne, blanco y resquebrajado, del último cazador que el monstruo se había comido mientras intentaban atraparlo. Los científicos lo retiraron con muchísimo cuidado, lo pusieron en una caja y se lo mandaron a la viuda, para que lo enterrara.

Historia para dibujar Nº 27

Los fines de semana el cajero del banco salía de cacería. Se ponía unas botas altas, cargaba su escopeta en el auto y se iba al bosque, a cazar renos. Su esposa trabajaba en una fábrica de detergente y los fines de semana lo acompañaba en sus excursiones. Tenían una hija, una nena que se ataba el pelo con dos colitas y que los escuchaba pelear durante todo el viaje. La nena estaba muy preocupada porque creía que su papá y su mamá se iban a divorciar, pero no compartía su desasosiego con nadie, se quedaba callada. Cuando llegaron a la orilla del bosque, su papá y su mamá bajaron las reposeras y armaron la mesita plegable. Su papá se internó en el bosque con pasos sigilosos y la escopeta al hombro. La nena y su mamá se quedaron en la orilla, junto al auto, sentadas en las reposeras. La mamá leía y la nena dibujaba. Un rato después, en el silencio del bosque se escuchó un disparo. El cajero del banco regresó arrastrando un perro muy grande, salvaje, feroz y semiinconsciente. Lo había confundido con un lobo y le atravesó una pata a perdigones. El perro sufría y perdía mucha sangre. El cajero del banco y su esposa decidieron que lo mejor sería sacrificarlo, pero la nena se largó a llorar y les pidió por favor que no lo mataran. Tanto insistió que al final logró convencerlos. Ella sola curó la herida del perro salvaje, la limpió con agua oxigenada del botiquín de primeros auxilios, lo vendó, le hizo oler perfume para que se despertara. Después, caminó junto a él, que rengueaba pero ya no estaba tan dolorido, hasta lo más profundo del bosque. Allí lo dejó libre, para que volviera con su manada. Su mamá y su papá la esperaban en el auto, a la orilla del bosque, y la nena regresó corriendo junto a ellos, porque ya se acercaba la noche y querían llegar a la ruta mientras todavía hubiera algunos rayos de sol.

Historia para dibujar Nº 43

Un hombre se vuelve viejo y ya no puede seguir trabajando. Su única hija es bella y delicada, apenas habla, nunca mira a los ojos, es obediente. El hombre decide entonces venderla y la ofrece como esposa. La compra un japonés que ha instalado un invernadero en el medio del campo. Cultiva rosas rojas. El hombre lo visita, habla con el japonés, le explica cómo es su hija y cuándo dinero necesita a cambio. El japonés también es callado y parece tímido. Cierran el trato y la chica se muda a vivir junto al invernadero. El japonés y la chica apenas hablan entre sí, no se miran a los ojos. Cuando se tocan, los dos tiemblan. A pesar de no haberlo elegido, la chica se enamora de su esposo. Por momentos siente que el japonés también está enamorado de ella. El japonés trabaja todo el día en el invernadero, cuida que las estufas no se apaguen, porque si no el frío del invierno quemaría los rosales. A la mañana temprano corta los mejores pimpollos y se va a la ciudad, a venderlos. Cada día regresa con una revista de regalo para la chica. Elige las que tienen muchas fotos. A veces le lleva perfumes o pomitos de maquillaje. Una tarde helada el japonés se retrasa. Se hace de noche y el japonés sigue sin llegar. La chica sale a buscarlo. Pasa junto al invernadero y ve que las estufas se han apagado. El frío ya quema los rosales, los pimpollos languidecen. La chica no sabe cómo volver a poner en marcha las estufas. Los rosales se están muriendo. La chica busca maderas y enciende una fogata en el centro del invernadero. Un humo negro y caliente envuelve los pimpollos. Las llamas crecen y se descontrolan. Las paredes de plástico del invernadero no resisten el calor y se prenden fuego. El incendio se ve desde muy lejos. La chica huye a campo traviesa. Sabe que no puede quedarse o el japonés la devolvería a su padre y le reclamaría el dinero que por ella había pagado. La chica corre por el campo y llora pensando en la tristeza que invadirá al japonés cuando vea las cenizas y los rosales quemados.

Historia para dibujar Nº 34

Llegaron las vacaciones y el basquetbolista jubilado decidió irse con su esposa a un lugar muy alejado, en la montaña. Alquilaron una casa cerca de la cima. No tenían vecinos que los molestaran y la vista del valle era inmejorable. El primer día tomaron sol e hicieron pequeñas excursiones de pie. El segundo día, cuando el basquetbolista jubilado se despertó, encontró que un ciervo viejo se había muerto de pura vejez frente a la única puerta de la casa. Para poder salir, el basquetbolista tuvo que caminar por encima del ciervo, que era grande y tenía el lomo apelmazado. El basquetbolista caminó por sobre el ciervo y escaló sus cuernos enmarañados y añejos. Para evitarle a su esposa el espectáculo, intentó mover el ciervo tirando de su cola, pero era muy pesado. La puerta seguía bloqueada y, para salir, la esposa del basquetbolista también tuvo que caminar por sobre el ciervo y treparse a la cornamenta. Usaron ese día para hacer más excursiones y llegar a la cima de la montaña. Cuando regresaron, ya de noche, el ciervo seguía allí, más hinchado que en la mañana. Y así durante los siguientes cinco días. Hasta que el olor se volvió insoportable y el basquetbolista decidió rociar al ciervo con querosén y prenderle fuego. Armaron una pira y lo encendieron. El ciervo se quemó lentamente. Cuando ya se había reducido a cenizas, la esposa del basquetbolista las barrió hacia un costado. La puerta de la casa quedó despejada. Todavía tenían tres días más de vacaciones. Los usaron para remontar el cauce de un pequeño arroyo, explorar un campo de amapolas y volver a subir a la cima de la montaña.

Historia para dibujar Nº 19

El astrónomo se tiene que quedar toda la noche despierto, sentado frente al gran telescopio que apunta a Marte, el ojo apoyado contra la mirilla. La cúpula mayor del observatorio está abierta para que por ella asome la punta del telescopio, y por allí entra el olor de los pinos cercanos, y el aire fresco de la noche y los ruiditos de los animales del bosque que se mueven furtivos por entre las ramas.

La mujer del astrónomo intenta dormir en la casa que los dos comparten sobre la falda de la montaña, pero tiene demasiadas cosas en qué pensar y no puede conciliar el sueño. Piensa en que con el sueldo que gana el astrónomo nunca podrán irse de vacaciones a ningún lado. Piensa que ya no es más joven y que si con el astrónomo quisieran tener hijos, no tendrían cómo mantenerlos. Piensa en sus amigas que se casaron y viven en la ciudad y van a fiestas los viernes por la noche y tienen niñeras que cuidan de sus hijos, cocineras que preparan el almuerzo y mucamas que tienden las camas. Piensa en los vestidos que sus amigas se compran, cada semana uno distinto. En verano, vestidos de broderí; en primavera, vestidos con volados; en invierno, tapados de piel de zorro y en otoño, chaquetas con hojas de paño lenci adheridas al canesú. La mujer del astrónomo se levanta de la cama y en puntas de pie camina hasta el ropero. El piso de madera lavada cruje bajo sus pies. En camisón y descalza, la mujer del astrónomo abre el ropero y se queda allí muy quieta. Contempla sus dos vestidos chuecos colgando de perchas viejas. La mujer del astrónomo suspira con un suspiro hondo, prepara té en la cocina, lo pone en un termo y sube por el caminito entre los pinos, hasta llegar al observatorio.

Le sirve a su marido una taza de té muy negro. El le agradece con una sonrisa y le hace un gesto con la mano, para que se quede callada. Después le indica que apoye el ojo sobre la mirilla y la invita a mirar la superficie de un valle de Marte. Ocho marcianitos verdes bailan y se entrelazan sobre las piedras coloradas en una orgía de movimientos ondulantes. Tienen cabezas grandotas y cuerpos delgaditos como de nene. Se revuelcan unos encima de otros, formando una pelotera. Mirarlos por el telescopio era como mirarlos a través de una lupa y el astrónomo dejó que su esposa observara a los marcianitos durante un rato muy largo.

El más cabezón y alto es el líder, le puse Mario, dijo después. Si querés, vos podés nombrar a los otros siete.

Su esposa sonrió.

A uno me gustaría ponerle Esteban, y a la de pelo largo, Patricia, dijo.

Entonces el astrónomo le acarició la mejilla.

Va a ser nuestro secreto. No se lo vamos a contar a nadie, dijo.

Sí, claro, dijo su esposa. No se lo vamos a contar a nadie.

Te amo, dijo el astrónomo.

Yo también, le respondió ella.

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