Sábado, 26 de enero de 2008 | Hoy
Por François Truffaut
La técnica interpretativa de James Dean contradice la de cincuenta años de cine. Cada gesto, cada actitud, cada mímica suya es una bofetada a la tradición psicológica. James Dean no “valora” el texto con forzosos sobreentendidos como Edwige Feuillère, no lo poetiza como Gérard Philipe, no le da un tono astuto como Pierre Fresnay. Al contrario que estos actores que acabo de citar, no se preocupa de dejar claro que entiende perfectamente lo que está recitando o que lo entiende mejor que nosotros. Interpreta otra cosa distinta de lo que dice. Interpreta como de refilón, su mirada no sigue el diálogo, establece una separación entre la expresión y la cosa expresada, como si una persona importante, por un sublime pudor, pronunciara palabras fuertes en un tono bajo, excusándose por tener talento, para no molestar al prójimo.
En sus momentos mejores Chaplin alcanza las cotas más altas dentro del mismo: se convierte en árbol, candelabro o alfombra. La técnica interpretativa de James Dean, más que humana, es animal, y por eso es imprevisible. ¿Qué gesto va a hacer a continuación? James Dean puede volverse de espaldas a la cámara mientras está hablando y acabar la escena de esta forma, puede echar para atrás la cabeza bruscamente o inclinarla hacia el pecho, puede levantar los brazos o extenderlos hacia la cámara, con las palmas hacia el cielo para convencernos, con las palmas hacia el suelo para declararse vencido. En la misma escena, puede adoptar el aspecto de hijo de Frankenstein, de ardilla, de bebé acurrucado o de viejo doblado en dos. Su mirada de miope aumenta la sensación de distancia en la interpretación y el texto con una especie de vaga fijeza, una especie de hipnótico dormitar.
Cuando se tiene la suerte de escribir un papel para un actor de esta clase, un actor que interpreta físicamente, carnalmente en vez de pasarlo todo por la cabeza, el mejor medio para conseguir buenos resultados es razonar abstractamente. Por ejemplo: James Dean es un gato, o sea, un felino, pero sin olvidarse de la ardilla. ¿Qué puede hacer un gato, un león o una ardilla que esté lo más lejos del comportamiento físico del hombre? El gato puede saltar desde gran altura y caer de pie, puede pasar por debajo de un coche sin daño alguno, arquea el lomo y cambia de postura rápidamente. El león camina indolente y ruge, la ardilla salta de rama en rama. Por tanto, a James Dean hay que escribirle escenas en las que ande a cuatro patas (la de las habichuelas), ruja (en la comisaría), se columpie de rama en rama, salte desde muy alto a una piscina vacía y caiga de pie sin hacerse daño. Creo que así es como han trabajado con él Elia Kazan y luego Nick Ray, y espero que lo haga George Stevens.
El poder de sugestión de James Dean es tan fuerte que podría matar todas las noches a su padre en la pantalla con la aprobación de todo el público, tanto del más snob como del más popular. ¡Hay que haber percibido la indignación de la sala cuando en Al este del Edén su padre rechaza el dinero que Cal ha ganado con las habichuelas, un sueldo de amor filial!
James Dean en sólo tres películas se ha convertido en un personaje más que en un actor. Como Charlot. Podríamos titular sus escenas así: Jimmy y las habichuelas, Jimmy y la feria, Jimmy en el acantilado, Jimmy en la casa abandonada. Gracias a la sensibilidad y a la intuición que para los actores tienen Elia Kazan y Nicholas Ray, James Dean ha creado en el cine un personaje muy cercano a lo que es en la realidad: un héroe de Baudelaire.
¿Cuáles son las razones profundas de su éxito? Con el público femenino son evidentes y no necesitan comentario. Con los chicos, se resumen –en mi opinión– al mecanismo de identificación que está en la base de la rentabilidad de las películas en todos los países del mundo. Es más fácil identificarse con James Dean que con Bogart, Cary Grant o Marlon Brando porque el personaje de Dean es más real. Al salir de una película de Bogart, el espectador flexionará el borde de su sombrero pero quizás no sea el momento de pisotearlo. Después de ver un film de Cary Grant, no siempre hay oportunidad de hacer el payaso en la acera. El que acaba de contemplar a Marlon Brando lanzará miradas huidizas y tendrá ganas de maltratar a las chicas de su barrio. Con James Dean, la identificación es a la vez más profunda y más total porque su personaje lleva consigo nuestra propia ambigüedad, nuestras contradicciones y todas las debilidades humanas.
Tenemos que recordar de nuevo a Chaplin, o mejor aún, a Carlitos. Carlitos empieza por lo más bajo para llegar a lo de más arriba. Es débil, novato, está fuera de juego. Se equivoca a la hora de utilizar las cosas y sólo aspira a que no lo maltraten demasiado cuando está en el suelo, humillado, ridículo ante los ojos de la mujer a la que corteja o ante los de la mujer brutal a la que quería corregir. Entonces interviene la astucia que en James Dean es un don innato: Chaplin se venga y triunfa. De repente, se pone a bailar, a patinar, a dar volteretas mejor que nadie, y al instante eclipsa a todo el mundo, triunfa, cambia de decoración y todos los que se ríen están de su parte.
Lo que al principio era inadaptación se ha convertido en superadaptación. El mundo entero, objetos y personas, estaban contra él y se colocan ciegamente ahora a su servicio. Todo esto vale también para James Dean con una sola diferencia importante: nunca observamos en su mirada el menor miedo. James está como ajeno a todo. Lo nuclear de su técnica interpretativa es que ni el valor ni la cobardía, ni el heroísmo ni el miedo tienen sitio en su actuación. Se trata de otra cosa distinta, de una interpretación poética que permite tomarse todas las libertades y desafiarlas. “Interpretación acertada o interpretación falsa” son dos expresiones que no tienen sentido aplicadas a James Dean porque esperamos de él siempre una sorpresa. Puede reír en el momento en que otro actor lloraría y viceversa, porque ha matado a la psicología el día mismo en que apareció en un escenario.
En James Dean “todo es gracia” y en todos los sentidos de la palabra. Ese es el secreto. Dean no lo hace mejor que los demás, lo hace de manera distinta y lo adorna de tal forma que ya estamos cautivados desde ese momento hasta el final. Nadie ha visto andar a James Dean: arrastra los pies o corre (recuerden el comienzo de East of Eden). La juventud actual se reconoce por completo en James Dean, y no por las razones que se suelen esgrimir (violencia, sadismo, frenesí, melancolía, pesimismo y crueldad) sino por otras mucho más simples y cotidianas: pudor sentimental, fantasía en todo momento, pureza moral sin relación alguna con la moral al uso porque es mucho más rigurosa, la afición irrenunciable de la adolescencia por la aventura, embriaguez, orgullo y pena por sentirse “al margen” de la sociedad, rechazo y deseo de integrarse en ella, y por último, aceptación –o negación– del mundo tal como es.
Sin duda, la técnica interpretativa de James Dean inaugura un nuevo estilo de interpretación en Hollywood debido a su enorme modernidad. Por eso es irreparable la pérdida de este joven actor, quizás el más inventivo de la historia del cine, y que –porque era primo hermano de Dargelos– encontró la muerte del joven americano descripta por Jean Cocteau en Les enfants terribles una fría noche de septiembre de 1955: “... el coche patinó, se rompió, se dobló contra un árbol y quedó reducido a unas ruinas silenciosas; sólo una rueda giraba cada vez más despacio como si fuera una ruleta”.
Este retrato está incluido en Las peliculas de mi vida
de François Truffaur.
(Editorial Ediciones Mensajero).
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