Martes, 11 de febrero de 2014 | Hoy
Pasa como cuando paramos de correr. Después de varios kilómetros de trote ansiamos una meta autoimpuesta. Una vez quietos, movemos la cabeza hacia abajo y tomamos aire, ya habrá tiempo para sentarse. Finalmente, el cerebro se siente despejado, como si en algún paso o mirada perdida hacia el borde del lago todos los malos momentos se hubieran esfumado. Cuando uno escribe pasa más o menos lo mismo. Puede ocurrir en un bar o dentro del propio auto, y aunque luego las letras luego terminen en un tacho. Escribir descarga, descomprime las arterias que llevan la sangre arriba, y en mucho casos cura por un rato.
No podría describir un acto o una situación si no me recordara un tramo de la vida. Dicen que los primeros cinco años de un niño lo configuran para siempre. Descreo en parte de esa máxima científica porque tranquiliza y justifica lo que va a venir. No es mi caso, el de un chico criado en la libertad de las calles de Boedo de los años ’60 y principios de los ’70. Problemas había, ¿quién no los tuvo? Pero más allá de aquellos miles de recuerdos, olores y sonidos se sucederán otros, más intensos. Tuve la oportunidad de presenciar o protagonizar cientos de reportajes y cuando me preguntan por los que más me impactaron no tengo que hacer mucha memoria. Son tres, no voy a decir a quiénes, pero entre ellos el común denominador era la soledad. Una soledad que nada tenía que ver con sus hábitats espaciosos, por sus lujos y extravagancias. Soledad pura ocasionalmente acompañada pero soledad al fin, soledad del poder. Un rictus que puede notarse aunque el solitario quiera disimularlo. En estos momentos y en soledad, dejo a mi futuro libro de lado para escribir sobre el mismo tema.
En la calle, en cambio, la soledad no es hipócrita. Es lo que se ve, como la mugre y el desprejuicio.
Dos ancianos también pueden ser una unidad solitaria, como los viejitos a los que los pescó la inundación. Ese episodio me resultó impresionante, me lo contaron en medio de desechos, muebles rotos y esperanza. Me volví esa noche por la autopista, atragantado por esa historia. Mi abuela, en cambio, tuvo otro contexto. El de una mujer anciana, sin afecto para dar, arrepentida y ansiando el final. Y mi padre, durante aquella madrugada fría en que nos aventuramos a vivir en otras tierras, sin éxito, para después volver a la gran ciudad. O la soledad de El Gringo...
Mi mayor capital para escribir líneas en este momento de mi vida debe ser el radar para observar ese estado que para muchos parece un flagelo. Puedo captarlo desde una especie de autosuficiencia. Los desesperados, no importa cómo vivan, dejan entrever su soledad como sea y aunque no lo deseen.
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