Viernes, 9 de enero de 2015 | Hoy
VERANO12 › LEONARDO OYOLA
Fue conociendo la casa nueva de una hermana. De una de sus mejores amigas. Reencuentro con mucha gente que se aprecia entre tantas otras que por ahí se tienen sólo de vista. Animos de fiesta. Una notebook con canciones de los ’70 y de los ’80. Tragos en el patio. Una licuadora a la que se le exigen daikiris de frutilla y de durazno. La heladera bien nutrida de vinos espumantes y por lo menos cincuenta botellas de cervezas de diferentes marcas enterradas en rolitos en la bañera del tocador.
Fue a primera vista.
Y a primera risa.
Abba y su “Dancing queen”.
En el living donde se había armado el baile, escondido detrás de un enorme vaso de cerveza negra de cuerpo y espuma cremosa, como reza la etiqueta, estaba él. CJ y una amiga rubia entraron, también con sus respectivos tragos en las manos, alzando los brazos mientras cantaban y bailaban casi a los gritos con los ojos cerrados. Poniéndole sentimiento. Sabiéndose reinas y haciéndose –bienvenidas– las lindas. Como si les hubiera hecho falta.
Se relojearon bien. Sin disimulo. A él le gustó cómo CJ llevaba el pelo recogido en un rodete. Sus zapatos con plataformas (que tenían unas tiritas de color naranja mandarina) y el dibujo en la remerita sin mangas blanca. Dibujo que no llegaba a entender qué carajo era. A CJ le llamaban la atención de él la cresta en su cabeza y que estuviera descalzo. El había ido haciéndole la segunda a un primo, que a su vez estaba interesado en una amiga de la dueña de casa que lo había citado ahí. Amiga con la que se fue su pariente a los cinco minutos de haber llegado. Parece que la cosa estaba más cocinada de lo verde que le había vendido su familiar.
Se armaron rondas. Se fueron acercando. Al jugarla de visitante, él evitó sus gracias habituales. Mantuvo bajo perfil. Una ronda de rock nacional. Charly, los Abuelos y Virus entre otros. Y antes de que arrancaran con Depeche Mode, New Order y Erasure, ellos dos se pusieron a charlar.
Le preguntó cómo se llamaba. CJ le respondió. El le dijo hola y pronunció el nombre de ella. Y se presentó con un yo soy... y ahí se dieron los dos un beso en la mejilla. CJ le comentó que le gustaba su corte de pelo. Que daba muy aborigen. Que de qué tribu era. El le confesó que, en ese territorio amigo, él era único en su especie. ¿Ultimo de los Mohicanos?, arriesgó ella. Casi. Se lamentó él. Ultimo de los Kurepíguayos. ¡¿Qué, qué?! Kurepíguayos, le explicó él. Su tribu. Que así les decían a los hijos argentinos de padres paraguayos. También al hijo de un argentino y de una paraguaya. Y viceversa. Que así les decían allá en Paraguay. Y los que hablaban en guaraní. CJ, arrugando la pera, le preguntó si los Kurepíguayos sabían otra danza además de la de la lluvia. El Ultimo de los Kurepíguayos le explicó que, como buen indio, él se defendía con el rock de pasillo y el ítalo-dance.
¡Apa!
Ella arqueó las cejas asombrada.
¡Pero eso hay que verlo!
Y a primera vista.
Y a primera risa.
Spagna y su “Call me”.
El Kurepíguayo dio una buena impresión tirando un paso. CJ le pidió que lo volviera a hacer. ¿Cuál de todos?, fanfarroneó él. El de recién, se le plantó dura ella. ¿La Pirámide?, lo nombró repitiendo el movimiento. Sí, ese mismo. CJ se pasó la lengua por los labios moviendo la cabeza sincronizada con el pa-pá para para ¡PA! Pa-pá para para ¡PA-PA! Después planteó, como al pasar, que no los tenía a los paraguayos construyendo pirámides. Que los hacía más idóneos a egipcios y aztecas. El Ultimo de los Kurepíguayos naturalmente sostuvo que eso no era para nada raro, si hasta en Uruguay había una pirámide maya. CJ, descreída, le preguntó de dónde había sacado eso. El Kurepíguayo le dijo que lo había visto en una película de Steven Seagal. La de un submarino.
Ella y él se iban entendiendo.
Salieron un rato al patio. Quedaron los dos en silencio. Disfrutando del aire, del cielo y de ellos. Cada uno tomó un sorbo de las bebidas que tenían en sus manos. Y ahí CJ sintió que le tocaban el culo. Mal. Era el Ultimo de los Kurepíguayos, obvio. Metiéndole los dedos en uno de los bolsillos de atrás del jean. Lo miró como preguntando “¿qué hacemos?” El le explicó que estaba buscándole el celular. Ella, intentando poner cara de seria, le dijo que lo tenía en el otro bolsillo. El tanteó, atorrante, el otro canto hasta encontrar el aparato. Lo sacó y la tranquilizó jurándole que no era su intención robárselo. Para antes de que CJ le retrucara que ya se había dado cuenta de que nada más quería tocarle el totó, el Kurepíguayo la madrugó diciéndole que lo hacía para que les sacaran a los dos una foto. CJ se mordió el labio inferior y sonrió una vez más muy muy bonito.
Fue la dueña de casa, la amiga y hermana de CJ, la que los retrató. Posaron abrazándose. Cuando la fotógrafa avisó con entusiasmo ¡va! el Ultimo de los Kurepíguayos giró para estamparle a ella flor de beso en la mejilla. Así quedaron retratados. El con la cara oculta por el rostro de ella. Que sonríe con los ojos cerrados. Como si le estuvieran haciendo cosquillas. El Kurepíguayo sin largarla ni a CJ ni a su enorme vaso de cerveza negra de cuerpo y espuma cremosa como reza la etiqueta. Dicen que los indios no permiten que les saquen fotos por temor a que les roben el alma. Algo de eso hubo en el momento Kodak. Porque el Ultimo de los Kurepíguayos se la dejó a CJ en ese acto.
Una partecita.
¿El resto?
Cuando bailaron la última canción.
De a poco la gente se fue yendo. De la multitud a la medianoche pasaron a ser grupos dispersos, más bien parejas, cada una en la suya. Ya nadie en la pista del living. Sólo la chica de la dueña de casa siguiendo heroica con su labor de disc-jockey. Estaba amaneciendo. El cielo se ponía anaranjado como las tiritas de los zapatos con plataforma de CJ. Mandarina-mandarina.
Y a primera vista.
Y a primera risa.
Icehouse y su “Azul eléctrico”.
Caminando hasta el centro del living llegaron los dos. El Ultimo de los Kurepíguayos con las patas descalzas negras de la mugre. Intercalándolas. Más cerca del pan/queso que de la pasarela. Pero con actitud. Y ella siendo ella. También pisando fuerte. Anticipando la seguridad que iba a tener cuando se dejara dirigir y también cuando dirigiera.
Se miraron. Se sonrieron. Y sin hablar, partiendo de una posición de vals, empezaron a bailar lento americano. Agarrados. Bien. Dando vueltas. En círculos que siguen el sentido de las agujas del reloj. La zurda de CJ tomando el hombro derecho del Kurepíguayo, su espalda, justo debajo de la nuca. Esa misma mano abierta. De a ratos uniéndose en un abrazo. El Ultimo de los Kurepíguayos sintiendo las tetas de CJ clavadas en su pecho. Y ella que apoya su cabeza en un hombro de él. Los dos cierran los ojos y escuchan a todo volumen la música y sus latidos encontrándose.
Algunos que ya se estaban yendo vuelven a verlos bailar. Que en la forma en la que mueven los pies se están escribiendo lo que no se van a animar a decirse en voz alta un rato después. Por eso es dulce el Kurepíguayo secreteándola al oído. Mendigando los mimos que se gana de CJ. Que no para de sonreír cariñosa mientras siguen bailando una canción que se va a resignificar. Un solo de saxo en el tema. Y el lento americano se vuelve simplemente un lento. Y el deseo está ahí.
Pero también dice presente una cosita más...
La canción termina.
Galante le besa a ella la mano izquierda.
Y recién entonces... le ve el anillo de oro.
La alianza. En el dedo en el que debe estar.
La reputa madre que los reparió a todos.
Ella se da cuenta del descubrimiento tardío del Kurepíguayo, que, rápido de reflejos, cambia de tema preguntándole dónde había aprendido a bailar lento americano. CJ respondió que nunca había aprendido a bailar. Mucho menos lento americano. Que sabe seguir. Y que lo que sí aprendió y se permite hacer es sugerir mientras se mueve. Ella quiso saber dónde había aprendido él. Y el Kurepíguayo no se animó a decirle la verdad. Que había sido en la pileta vacía de una casa, allá, en Rafael Castillo. Invierno del ‘87. Bastante borrego. Con su padrino de confirmación haciendo de mina. Un grabador doble casetera Sanyo enchufado a un alargue kilométrico y un TDK en el que estaban grabados Sombras de la luz de la luna de Mike Oldfield, En todas partes de Fleetwood Mac y Ojos Hambrientos de Eric Carmen. En lugar de eso chamuyó explicando que era más o menos como Whoopi Goldberg en Ghost-la sombra del amor. Y que a la hora de bailar dejaba que entrara en él el espíritu de Patrick Swayze. Y que por eso en cualquier pista con él solo... Dirty dancing. Bueno. Nada. Eso. He ahí su gran secreto.
CJ largó la carcajada. Se rió con tantas ganas esa chica. Y los ojos se le iluminaron –voluntaria o involuntariamente, ¡¿andá a saber?!– con una seducción de dos lunas. El Ultimo de los Kurepíguayos no le pudo sostener la mirada. Y tampoco se pudo aguantar. ¡Y ma’ qué anillo ni qué anillo! Le dio un pico. Y ahí sí: chau, alma. Por eso CJ lo recuerda al beso que se dieron frío. No por la intensidad. Ni ahí. Sólo por la temperatura corporal. ¡Pero-pero por supuesto que el beso del Kurepíguayo fue frío, nena! Si lo mataste.
Se fueron juntos. Ella le dijo que tenía auto. Su querido Citroën ZX gris. El problema era que no se acordaba dónde lo estacionó. Que era por ahí cerca. El Ultimo de los Kurepíguayos se encogió de hombros. No había drama. Mejor. Media hora más contigo. Pensó. Llevaba encastradas en los dedos de ambas manos sus sandalias negras. De vez en cuando aplaudía con ellas. CJ le preguntó si con eso se vino a bailar. Por supuesto, respondió él. Era una fiesta. No iba a caerse con las ojotas. Ella negó con la cabeza. Se estaba enganchando de quien no debía. Quiso verlo como un caballero. Aunque tuviera pinta de malandrín. Mal. Se lo dice. El le asegura que igual, así como lo ve, es un tiernito. Lo sé, le es sincera CJ.
Veredas vacías. Calles vacías. Amaneció y no hay ni un alma. Y no hay nadie en Buenos Aires porque es verano. El sol pica y ellos cierran los ojos. Pero igual se siguen viendo. Buscando el bendito Citroën ZX gris se pierden primero en esas calles. Y después también terminan extraviados en sus respectivas miradas cada vez que las cruzan. Perdidos en sus ojos y en las sonrisas tímidas que se dedican sabiendo que no va a poder ser.
Encuentran al desaparecido Citroën ZX gris. Ella desactiva la alarma y se destraban las puertas. Suben. El Ultimo de los Kurepíguayos tiene problemas para ponerse el cinturón de seguridad. A CJ la tienta ver que sea tan aparato. Un ¿adónde te dejo? Con un ¿puede ser en alguna avenida? La que maneja cabecea para decir que sí. Primera. Segunda. Buen pique. Lindo andar tiene el Citroën ZX gris. En un semáforo, cuando CJ lo pone en punto muerto, el Kurepíguayo posa su mano sobre la de ella, agarrando también la palanca de cambio. Extraño mimo que les saca a los dos aún más sonrisas. Luz verde. Sus dedos se deslazan. Y el Kurepíguayo le pide que mejor vaya tranquila hasta su domicilio. Que de ahí él se arregla. CJ se pone nerviosa. No sabe por qué pero no puede decirle que no.
Se despiden apurados en la puerta de entrada.
Tuvieron SU momento. Pero no era EL momento.
Una pena. Pudo haber sido LA historia.
Eso sí: desde entonces para el Ultimo de los Kurepíguayos el mar tiene el mismo color que los cielos para CJ.
Es.
Son.
Azul.
Azules.
Azul eléctrico.
Y he ahí la razón por la que CJ se levanta con “cara de gira”. El porqué no la jode ser siempre la que mueva la rama. Porque de noche, cuando cierra los ojos, baila lento americano. Y de día cuando toma la escoba al que lo está agarrando es a él. Barre haciendo círculos. Una coreografía basada en un recuerdo. Anterior a las calles y veredas vacías de una madrugada de verano en Buenos Aires. Un instante único. Irrepetible. Feliz. Fugaz. Inmenso. Tatuado... Su Dirty dancing con el Ultimo de los Kurepíguayos.
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