Jueves, 25 de febrero de 2016 | Hoy
VERANO12 › CAMILA FABBRI
Cada vez que una persona me dirige la palabra le es imposible no detenerse en mi cicatriz con forma de corvina. Instantáneamente después, me pregunta por Pedro.
Lo conocí cuando era muy chica. Teníamos veintipocos. Charlábamos bajo el rayo de sol de una plaza. No pasó mucho tiempo, Pedro largó unos cuantos chistes y ahí me mostró su hazaña. Me contó que llevaba una capa imaginaria para protegerse de algunas cosas. Entre rubores, me dijo que yo podía ser una de esas cosas. Capa invisible, pero eficiente.
Sin nada más que su cuerpo de hombre, no recién nacido pero casi, se tiró de una columna que se erguía en el edificio de una escuela primaria, cercana a la plaza. La altura no era de temer, pero la caída podía dar pies rotos. Se arrojó, el hombre. Boca abajo, el pelo rubio embarullado sobre la nuca.
Pasó el tiempo, que fue poco.
Yo lo espiaba desde arriba. Se me volaba el pelo con el viento que provocaba la multitud en la plaza. “Pedro” le decía yo, “Oh, Pedro.” Parecía que alguien me había puesto ahí, las piernitas tiesas. “Pedrinho, ¿estás bien? ¿No te habrás muerto, no?”
El tapado violeta se me corre, no deja nada al descubierto porque soy joven y como joven que soy, me visto viejo. Porque todo me tapa, porque me avergüenzo fácil, y mi madre coopera con el ocultamiento. Si estuvieras muriendo, ahí abajo, ¿no sería interesante, incluso apasionado, que pudieras verme las rodillas? Pero no. Tapado eterno.
Así de rubio como era cuando lo conocí, estaba vivo. El piso de la plaza brillaba de sangre. La primera sangre que vi de Pedro. La de las fosas nasales. Se dio vuelta y me dedicó una mirada. Después llegó la sonrisa. Siempre venía una sonrisa cuando instantes antes había líquido. Así de unidos, los tópicos. La sangre y la alegría formaban en Pedro un unicato.
En ese primer momento me asusté un poco. Quise pensar en qué me estaba metiendo con ese chico. La mayoría de mis amigos me aconsejaba estático, es decir, dejaban en mí la decisión de entrar allí –en la relación anómala– o de escapar hacia un rumbo más estable. Y con él, pura pereza la mía, pero con él ya había una comunidad. Pedro ya quería tenerme. Había hecho en mí una elección. Me sumo como perro a tu jauría, Pedro, y vamos.
No pasó mucho tiempo hasta que empezamos a divertirnos. No voy a mentir. Fue un tiempo en que dejé de viajar al campo para visitar a mi familia. Dejé de asistirles. Ellos tenían ocupaciones más reales. Las ocupaciones se les hacían visibles, y como a mí ya no me ponían encima los ojos, era más propensa al olvido. Dejé de usar el tapado violeta. Quedaba en casa haciéndoles compañía a los progenitores en lo melancólico.
Un día tenía miedo. Me desperté así. Se me había calado la voz de mi mamá en el pecho. Cuando hablaba, la oía. Mi voz era la de ella, estaba opacada por su tono. En mi pecho se batallaban personalidades. Sabía que yo era yo y que ese era Pedro, pero no podía oírme.
Retomamos el tema de las capas. Pensar en ese atuendo como superhéroes de la ciudad nueva. Me agarró de la mano y corrimos. En la calle, un colectivo verde. No recuerdo la cifra. Corrimos fuerte. Nos agachamos. El colectivo pasó por delante nuestro y en un envión, nos tiramos. Lo primero que pasó fue que nos raspamos grave las espaldas. Las nucas. Nuestros pelos fueron a parar debajo de una de las ruedas de adelante. Hicimos ruido. También el transporte. Lo que más oí fue el ruido de nuestras pieles quebrando. Los gritos de alguna persona. Era día de semana. Lo segundo que pasó fue que la mano de Pedro me dejó de agarrar. Eso no me gustó nada. Con la fuerza de envión era lógico que algo de eso pasara. Lo tercero que pasó fue que no morimos. Ese fue nuestro primer intento. Un éxito.
Después de tirarme debajo del colectivo verde, dejé de oírla a mi mamá. Estaba curada.
Había tardes en que nos tirábamos debajo de autos civiles. Las espaldas siempre rotas. No quiero hablar del después, cuando hacíamos reposo para curarnos. El después casi no existía. Duraba poco, y al instante después, estábamos otra vez accionando. Estar de novia para mí era eso: el estado de alerta.
Lo que hacíamos también era morder los cordones de la calle. Había que ver cómo se nos ponían las encías, de rosadito a rojo intenso.
Como el ejercicio de la uña de una mujer adulta sobre el cachete de un nenito. Mordíamos la acera y después nos besábamos. El contacto era cálido y húmedo.
Placer teníamos. Cuerpo, todavía. También teníamos unión. Nuestras sangres, medio rosas, brillaban. Después, de noche, ya nada brillaba. Todo se quedaba quieto.
Arriba de autos en movimiento nos tiramos unas diez veces. Inocentes nunca hubo. En un romance nunca hay.
Nos gustaba la limpieza. Sobre todo, cómo se veían nuestros rostros lavados después de los golpes. Se nos veía la vida así, se nos veían los años. Pedro llenaba de jabón la loza de la bañadera. Nos metíamos con el agua que hervía. Sentíamos cómo quemaba la piel joven debajo de la ducha. Una vez Pedro resbaló y dio entera la mandíbula en la esquina de la bañadera. Las botellas de shampoo y crema de enjuage le dieron de lleno en la cabeza. Yo lo miré. Me seguí quemando. Fueron unos quince minutos que duró su dolor. Después se despertó y nos besamos. Estaba mareado. Se perdió mucha agua. Lo premié con un empujón y se volvió a caer. Me llevó consigo.
A mí me faltaba cabello. A él, dientes.
Una madrugada lo vi quieto. El recorte de su cuerpo de espaldas con algo de luz que venía de afuera. El vidrio me permitía reconocerlo a Pedro. Ese no fue un momento agradable. Lo que creo que fue un sueño nos mostraba, a él y a mí, como dos animales de cuatro patas. Dos ejemplares que yo no había visto nunca. Eran, más bien, cosa inventada. Muy peludos en algunas partes, muy pelados en otras. Éramos dos ejemplares únicos que andaban de a ratitos. En la quietud también se parecían. Nuestro estado estático parecía calcado. Me empecé a cansar de la tonalidad de los moretones.
Pasaron unos cinco años. Yo estaba venida a menos. La mayoría de las noches las dedicaba a mirarle la silueta quieta a Pedro. En la espalda, autopistas y rutas de cicatrices. No había cosa más decorativa que esos dibujos puestos ahí. Autoinducidos. Me cambié el peinado. Tenía que andar con los pelos cortitos porque mucho no me quedaba. Pedro festejaba que yo diera lástima, se le derretían los cachetes, entraba en calor. Dentro de un rapto de pena por mi cuerpo pálido, me dejó un hijo dentro. Dejamos de lado los autos. Me abrió las piernas y ahí, el descargo.
Quedé dolorida. Salí ilesa. Ahora los momentos de plenitud de la pareja se veían dificultados por la llegada de un tercero. Por eso aquel sueño de deformidad: las criaturas de cuatro patas y nosotros.
El médico de cabecera había sido muy estricto. “Yo no sé bien por qué tantas heridas. Lo que sé, es que, cuando el que va a nacer empieza a formarse, el cuerpo es santo”.
El médico habló de santidad y de chupetes.
A mi mamá y a mi papá los pensé recortados en la ventana de una casa amarilla en el campo, y detrás de ellos, la tormenta eléctrica. No les conté las novedades.
Hacía meses que no practicábamos lo nuestro. Pedro estaba viejo. El rostro se le entrecortaba. No había rastros de sangre. Solamente en el freezer teníamos los restos. Congelados, nuestros mejores momentos. Las dos semanas de quietud fueron su tristeza. Una mañana caminando por la calle intentó arrojarse sobre una bicicleta a motor. Yo también quise. Me acaricié la panza y hubo silencio.
Caminé sola muchas veces. Me gustaba andar por la ciudad tentada de arrojarme. De marearme y de morder banquinas a la luz del sol. Pasé cerca del zoológico pero no entré. No quería gastar plata en esas cosas. Me asomé por una hendija y ahí vi dos criaturas. Se parecían a las de mi sueño. Dos castores peludos. Tenían todos los organitos agrupados donde debían ir. Ojos en lugar de ojos, manos, cuatro patas sobre la tierra. Estaba claro que nada mío había ahí, porque estaban bien formados.
Pensé en el hijo de Pedro y en la sangre derramada.
Cualquier problema con un feto podría resolverse con sangre. Teníamos de sobra en la heladera. El pasado congelado en el freezer también era una especie de futuro. También era una especie.
Me alejé del zoológico. Esperé que cambiara el semáforo. No estaba apurada. El vestido que llevaba puesto volaba hacia un costado, igual que mi pelo. La maternidad lo hacía crecer. Yo no estaba eligiendo mi mundo. Ahora había clima impuesto. Iba a haber un hijo.
Crucé la avenida. Una llanura. El desaliento que causan las avenidas. Parecido a lo que pasa detrás de una casa en un campo. Pero yo no tengo campo. Mi mundo es la ciudad, la pertenencia con Pedro. Todo está tan quieto acá. Ahora soy tan normal. Tan como la gente que está bien.
La abertura de la avenida y yo cruzándola.
En la vereda de enfrente venía caminando una mujer que se me parecía. La humedad del clima le causaba lo mismo que a mí en el pelo. Teníamos puesto un vestido del mismo modelo. Caminaba hacia mí. Cruzaba la avenida con la misma mirada desanimada. Ibamos a chocarnos.
Era mi madre.
Ahora que había dejado de verla, después de tanto tiempo. Ahora me daba cuenta que mi madre se me parecía. La distancia nos había vuelto calcos. Ella estaba impecable. Yo tenía unos raspones debajo de los ojos, heridas cosidas en las piernas. Y debajo de los pechos un hijo esférico. Tardamos en percibirnos. Si se trataba de hermandad o madrerío. Se ve que estábamos muy ocupadas porque el semáforo cambió. Cumplió su función de máquina.
Mi madre me miraba con ojos de lágrimas. Yo no tenía miedo. Tantas veces me había arrojado a los semáforos colorados. Y mi madre ahora que era algo joven y yo que era algo viejo. De nada se daba cuenta porque me miraba el paquete entero. Las lastimaduras y el embarazo. Era un atardecer perfecto en el cielo. Un montón de autos hambrientos se nos venía encima, y yo, con toda la paz junta que me había enseñado Pedro.
Me agaché. Sabía que así estaba fuera de peligro. ¿Alguien conducía los autos? ¿Alguien se apiadaba de mi madre?
Una camioneta brillosa la tomó entera. En los ojos de ella se veían bien nítidas dos cosas: el reclamo y el trastorno. Los dos sentimientos eran fuertes y eran míos. El auto la tomó y ella voló. Se la llevaron los aires por un instante. Después cayó. Hubo otra vez líquido sobre el pavimento. Me quedé quieta. Sonaron bocinas. Corrieron personas. En la panza se me abultaba algo que se movía. Todo estaba vivo. Cerré los ojos un instante y lo primero que vi no fue un sueño. La nuca de mi madre era pura tormenta eléctrica.
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