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Arthur Miller, el cronista certero de una época intolerante y paranoica
“Focus”, escrita en los años ‘40 por el famoso dramaturgo, recrea el clima antisemita de la sociedad estadounidense en aquellos años.
Por Horacio Bernades
A comienzos de los ‘60, Arthur Miller escribió –para John Huston y Marilyn, su esposa en ese momento– el que resultaría su único guión original para cine. El cansancio, la enfermedad y la inminencia de la muerte –visibles en los rostros de Clark Gable y Montgomery Clift y en el cuerpo todo de la Monroe– hicieron de Los inadaptados uno de los grandes poemas fúnebres de la historia del cine, penetrado además de la situación terminal por la que atravesaba el matrimonio del dramaturgo y la rubia. Al margen de ese aporte directo, el cine y la televisión adaptaron, en más de una ocasión, las obras más famosas del hoy octogenario hombre de teatro, desde Panorama desde el puente hasta Las brujas de Salem, pasando por La muerte de un viajante.
Quedaban otras en el tintero, incluyendo Focus, que, escrita a mediados de los años ‘40, representó el debut literario de Miller. Estrenada en Estados Unidos hace un par de temporadas, en la Argentina la versión cinematográfica se conoce ahora, editada directamente en video por el sello AVH. Cuando Miller la escribió el antisemitismo era un prejuicio plenamente activado y en carne viva. De hecho, en plena guerra contra el nazismo, un cura reaccionario, el padre Crighton, se había hecho sumamente popular en Estados Unidos, gracias a sus encendidas arengas, en las que apuntaba sobre todo contra internacionalistas, izquierdistas y judíos. En ese dato de la realidad se basó Miller para esta alegoría sobre la intolerancia que es Foco, a la que el tiempo no le quitó nada de vigencia. En una Brooklyn atravesada por el antisemitismo, un hombrecito llamado Lawrence Newman (William H. Macy, conocido por sus trabajos en películas como Fargo, Boogie Nights y Magnolia y premiado por este papel en el festival de cine de Karlovy Vary) pierde su trabajo por la sencilla razón de que sus anteojos le dan “pinta de judío”. A partir de ese momento y en medio de una atmósfera de creciente paranoia y persecución, Newman vivirá una pesadilla de dimensiones casi kafkianas. Pero sólo casi. Justo un grado por debajo de lo metafísico, Miller hace de Newman un antihéroe moral y social. Alguien que –a diferencia del señor K de La metamorfosis– paga por los pecados cometidos. En efecto, lo que le sucede no es otra cosa que recibir en carne propia el boomerang de su propia pusilanimidad: antes de ser perseguido “por judío” y cuando todavía tenía el puesto de jefe de personal de una empresa, Newman rechazó a una postulante por la misma razón por la que ahora lo discriminan a él.
Completando la parábola, el hombrecito terminará recorriendo junto a esa mujer, Gertrude (la reaparecida Laura Dern), y a un vecino judío llamado Finkelstein (David Paymer) los círculos del infierno de la intolerancia. Estos están representados por una secta paramilitar y supremacista, los Cruzados de la Unión, cuyo líder no es otro que el padre Crighton, suerte de padre Lombardero a la americana. La situación central de Foco es muy semejante a la de Mr. Klein, aquel film de Joseph Losey en el que Alain Delon encarnaba a un marchand colaboracionista que, en la Francia ocupada por los nazis, era confundido con un sosia judío y convertido por la Gestapo en chivo expiatorio. Claro que, en este caso, eso ocurre en Estados Unidos, en momentos en los que la coalición aliada combate al nazismo en nombre de la libertad y la tolerancia. Lo cual le da a Foco un plus paradójico, al sugerirse de modo inconfundible que esos valores por los que se dice combatir son pura cáscara, mera apariencia, una simple excusa justificatoria.
Teniendo en cuenta que se estrenó en Estados Unidos en octubre del 2001, a un mes del ataque a las Torres Gemelas y en simultáneo con la carga belicista de George Bush en nombre de esos mismos valores, la alegoría imaginada por Arthur Miller redobla y reactualiza su sentido. Bastaría con imaginar que a Newman no se lo persigue por judío sino por musulmán (como ocurrió, de hecho, con muchos ciudadanos estadounidenses en ese momento dehisteria antiárabe) para que la fábula de Miller multiplique al infinito su pertinencia, universalidad y actualidad. En todos los casos, da lo mismo ser judío o musulmán (o maricón, negro, villero o disidente) que no serlo. Como en aquel célebre escrito de Brecht, una vez que la sospecha está instalada y al servicio del totalitarismo y la muerte, primero se llevan a un vecino, luego a otro y a la larga irán, indefectiblemente, en busca del resto: todos somos sospechosos.