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“Las manos del diablo” demuestra que otro cine de terror es posible
Dirigida y protagonizada por Bill Paxton, la película cuenta una historia paranoica en donde el mal se combate a hachazo limpio.
Por Horacio Bernades
En los últimos años se percibe, en Hollywood y alrededores, un regreso a formas de contar más clásicas, movimiento que parecería representar una vuelta a una etapa anterior a la posmodernidad. Durante las dos décadas anteriores –como modo de morigerar la sensación de saturación ante tanta repetición–, las películas le ofrecieron al espectador la vía de escape de la ironía, el guiño cool, la broma entre amigos. Pero esta receta terminó por agotarse y dio paso a un nuevo clasicismo, con exponentes como Sexto sentido, la trilogía de El señor de los anillos y la inminente Capitán de mar y guerra, que vuelven a contar el cuento con la convicción y la seriedad de quienes creen en él a pie juntillas.
Otra muestra de esta avanzada neoclásica es Frailty, opera prima del actor Bill Paxton. Estrenada en Estados Unidos hace un par de temporadas, en la Argentina el sello Gativideo la edita por estos días directamente en video, con el título Las manos del diablo. “Paxton hizo una de terror de las buenas”, anunciaba la revista El Amante hace unos meses, cuando por aquí se ignoraba la existencia de esta película. Una de las buenas, en parte, habría que aclarar. Debe advertirse que, en su último tramo y pagando el precio de esa voluntad de sorprender a toda costa que anima (que arruina) a tantos guionistas actuales, la película se hace un nudo gigantesco. Hasta el punto de que parecería que ni el propio realizador tiene ya demasiado claro qué es lo que quería contar, y cómo.
Actor fetiche de James Cameron, Paxton es ese muchacho rubión, de rostro franco y sonrisa de chico bueno, que dirigía el equipo de investigación de Titanic; el seductor que terminaba haciéndose pis encima en Mentiras verdaderas o, fuera de la órbita Cameron, el cazador de tornados de Twister. Las manos del diablo echa luz sobre una faceta mucho más dark de este american boy, además de revelar a un narrador con unas cuantas cosas claras. De hecho, el acto de narrar –y sus posibles trampas, a la manera de Los sospechosos de siempre– es aquí asunto central, en tanto la película entera (menos la coda y la serie de sorpresas del final) no es otra cosa que la deposición que un testigo hace ante un agente del FBI, en la oficina texana de ese organismo. El testigo dice llamarse Fenton Meiks y lo encarna un Matthew McConaughey inusualmente oscuro y reconcentrado, que viene a prestar testimonio sobre una serie de crímenes que habrían sido cometidos por su hermano Adam, antes de suicidarse.
De allí en más, Las manos del diablo estructura su relato mediante una serie de flashbacks, que se retrotraen hasta la infancia de los hermanos Meiks. Como corresponde al nombre del hermano menor, los niños Adam y Fenton vivían en una suerte de paraíso bucólico junto a su padre, un trabajador manual viudo (el propio Paxton). De pronto, en medio de la noche, papá enciende la luz y avisa a los niños que acaba de suceder algo que cambiará no sólo su vida sino la forma entera del mundo. Dice haber sido visitado por un ángel, quien le habría anunciado que el combate entre agentes celestiales e infernales está teniendo lugar aquí y ahora. La revelación entraña una misión. De allí en más, los Meiks deberán dedicarse a aniquilar demonios a hachazo limpio, de acuerdo con una lista que el mensajero divino entregó a Papá. El grave problema moral es que los demonios no tienen cuernos ni ojos rojos sino que parecerían, todo indica, gente común y corriente.
Mientras el hermano menor, Adam, le cree todo a papi, Fenton no le cree nada, funcionando como alter ego del espectador, que presencia la “misión” del cabeza de familia como quien asiste a los actos de un fanático, en pleno delirio mesiánico. Bastaría con reemplazar a Papá por cualquier otra figura de autoridad –un presidente de la nación, por ejemplo– para que la película se convirtiera en una gigantesca y demoledora metáfora política. Claro que, al mismo tiempo, Las manos del diablo no desautoriza del todo la espeluznante versión contraria. ¿Y si acaso el mundo fuera en verdad ese otro que Papá ve? Lamentablemente, al final el guionista se deja llevar por otra forma de locura: la de las infinitas vueltas de tuerca, que terminan hundiendo el relato en un lodazal de sentido. Eso no borra la alucinante experiencia que la hora y media anterior representó, a puro fuera de campo y sin una sola concesión al shock gratuito, tan de parque de diversiones, que tanto cine de terror sigue cultivando hoy en día.