Miércoles, 9 de agosto de 2006 | Hoy
El flamante museo Vivencia Universo del Planetario de la Ciudad apuesta a la sensación antes que a la información. Más experiencia que artefacto didáctico, propone alterar al visitante al hacerlo sentir parte del inmenso vacío del cosmos.
Los museos siempre determinaron una particular relación entre nosotros y el mundo, entre nosotros y los objetos, que se recortan de la multiforme confusión cotidiana y aparecen nítidos ante el observador –el paseante– curioso que encuentra allí recortes particulares del presente, el pasado o el futuro. El museo de ciencias, por su parte, se enfrentó desde siempre a la sutil tensión entre exposición e información; desde el coleccionismo tradicional, que se remonta casi hasta el siglo XVIII, hasta los actuales museos “interactivos” en los que se pretende la “participación” del observador, involucrándose en alguna experiencia que, se supone, le entregará conocimiento y le enseñará mediante el juego.
“El museo Vivencia Universo –explica Leonardo Moledo, director del Planetario y responsable del emprendimiento– justamente intenta tomar un camino diferente: apartarse de la información e incorporarla como sensación. Esto es, no pretende enseñar nada, no pretende informar en el sentido tradicional, no pretende ser un artefacto didáctico sino una experiencia que, ojalá lo logremos, sea casi corporal. Que el observador ‘sienta’ cómo es el universo en el que vive y que la astronomía y la cosmología moderna han descubierto”.
El recorrido por un túnel oscuro, que se va iluminando de a poco y donde las escalas cósmicas van apareciendo ante los ojos del observador, tiene el objetivo de situarlo. La Tierra se ve minúscula al lado de un Sol enorme, y a continuación, el Sol se ve minúsculo al lado de estrellas gigantescas como Arturo, Rigel o Betelgeuse.
“Pero –agrega Moledo– justamente no importa el nombre de esas estrellas, y por eso no los pusimos. Lo que importa es que el recorrido enfrente al visitante con el hecho de que aquello que parece inmenso es pequeño al lado de estructuras aún más grandes, que perciba el cosmos, las inmensas distancias estelares, con las estrellas que se agrupan en galaxias de cien mil millones de soles, que a su vez se agrupan en cúmulos a veces de cientos, o de miles de galaxias, que viajan juntas por un universo que se agranda trescientos mil kilómetros cada segundo, a la velocidad de la luz, y donde hemos conseguidos ver con nuestros telescopios galaxias en los confines, a diez mil millones de años luz, captando, por lo tanto imágenes que partieron antes de que formara nuestro Sistema Solar.”
Llegado a un recodo del túnel, el cronista impávido escucha el relato acompañado por una proyección que lo interna más y más en el espacio profundo: las galaxias se agrupan en cúmulos cada vez más grandes y los cúmulos se organizan en filamentos que encierran gigantescos espacios vacíos. Tanto dentro del átomo, como en el espacio a gran escala, predomina el vacío, y la respuesta a la pregunta “¿Qué es lo que existe realmente?” es una simple palabra: nada.
Y luego, una inmersión total (por medio de anteojos espejados), en el universo a gran escala, como si el observador tuviera el tamaño de una galaxia y anduviera a tientas entre los filamentos que parecen telas de araña, pero que no son otra cosa que las cien mil millones de galaxias del universo, con cien mil millones de estrellas cada una, y que dan la pauta de que si nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, desapareciera, el efecto en el universo sería menor que el de la pérdida de un grano de sal en un salero.
“Me hace sentir una cucaracha”, se atreve el cronista. “Me alegra” –contesta Moledo–, pero en todo caso una cucaracha que, desde un rincón minúsculo y sin importancia, pudo concebir todo esto. ¿Recuerda haber visto una reproducción de las huellas de Laetoli, dejadas en la lava hace más de tres millones de años por dos homínidos que huían de la explosión de un volcán, y que se planteaba una pregunta: ‘¿Hacia dónde iban?’. Pues venían directamente hacia nosotros, que fuimos capaces de comprender el mundo.”
Informe: Nicolás Olszevicki.
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