CONTRATAPA

Omero sin hache, poeta sin querer

 Por Juan Forn

Fue en aquel tiempo en que el cd condenó a muerte, de la noche a la mañana, años y años de grabaciones en cassettes. ¿Qué hicieron ustedes con esas montañas de casse- ttes con y sin cajitas acumulados con fervor durante décadas? Sé de algunos amigos que, para evitar el insoportable trance de hacer una depuración, prefirieron regalar (o incluso tirar) en masa su colección de cassettes. Como yo tenía un viejo Taunus con pasacassette, seleccioné los cuarenta o cincuenta que mejor funcionaban como “música para andar en auto” (y, como bien se sabe, hay música para andar de día y música para andar de noche, hay música para ir con todas las ventanillas abiertas, hay música para que todos los ocupantes del auto vayan siguiendo metronómicamente el compás con la cabeza y hay música para ir solo y cantando para adentro, con la garganta rota y los ojos llenos de lágrimas) y así fue como me pasé los dos años siguientes escuchando en el auto una música que no sonaba en ninguna radio, en ninguna parte (y que sonaba cada vez peor, no sólo por el polvo que acumulaban esos cassettes y por los pésimos parlantes que tenía aquel Taunus sino porque todos nos habíamos acostumbrado ya al sonido cien veces superior de los cd).

Una de las canciones más bizarras de aquel repertorio automotor era un bolero “de carretera” cantado por el pianista y vocalista colombiano Alci Acosta. Se llamaba “El último beso” y era el último tema del lado b de un cassette, así que era fácil rebobinarlo para escucharlo una y otra vez, y hacer que quien viniera en el auto terminara tarareando a gritos conmigo la extraordinaria, lacrimógena letra de la canción. Que trataba de una parejita “que iba en carro, al anochecer, por la carretera, a más de cien” y veía demasiado tarde “un letrero de desviación”, razón por la cual “al enfrenar el carro volcó y hasta el fondo fue a dar” (el fondo de un precipicio). Venía entonces el momento culminante, con el conductor sosteniendo en brazos a su amada moribunda, quien le dice “Abrázame fuerte, que me voy”. Antes del estribillo (“Por qué se fue, por qué murió, por qué el Señor me la quitó”) venían las últimas frases de la última estrofa, plañidera como ninguna y al mismo tiempo con un swing, un ritmo, alucinantes, que decían: “Al fin la abracé / y al besarla se sonrió / y después de un suspiro / en mis brazos... quedó”.

Es casi imposible transmitir en palabras un efecto musical, pero ese “quedó” dicho a capella por el Alci Acosta, con su voz finita y caribeña, después de la pausa de un compás entero que hace la banda y los marciales tres golpes de tambor que retumban a continuación son sencillamente magistrales: cada vez que oigo la canción, hasta el día de hoy, es como si la amada diera el último suspiro y partiera al otro mundo en esa pausa que hace el Alci entre las dos sílabas eternas de la palabra “quedó”.

No sé si me lo inventé yo o alguien igual de mitificador que yo me lo contó, pero todos estos años estuve convencido de que la letra de aquel bolero era autobiográfica: al pobre Alci Acosta se le había muerto efectivamente así la novia, en un camino de montaña, y el padre de la muerta lo había estado buscando por los bares hasta clavarle cuatro tiros por la espalda. Pero hace poco me tocó conocer Colombia y descubrí que el Alci Acosta está vivo y goza de buena salud, con sus setenta pirulos, aunque ha dejado la música: “Vive retirado en Soledad”, me contó en Bogotá uno de sus muchos fans. Yo sentí que se me encogía un poco el corazón por el Alci hasta que el bogotano agregó: “Su pueblo natal”. Alcibíades Homero Acosta (tal su nombre completo) nació en la localidad atlántica de Soledad en 1938, y ahí vive, con su familia, convertido hoy en pastor evangélico. De hecho, su última aparición pública musical fue en el 2006, cuando acompañó al también pastor Leo Dan en un concierto en El Salvador.

También me contó ese fan que el Alci no compuso “El último beso”: se trata en realidad de un cover de un rockcito de 1962 llamado “Last Kiss”, compuesto y grabado por Wayne Cochran (aunque no fue él quien la hizo famosa sino un tal J. Frank Wilson y sus Cavaliers, que la llevaron al Top 40 en 1964). Wayne Cochran era conocido básicamente por esa canción, por su exuberante jopo rubio (más alto que el de Liberace y el de Jerry Lee Lewis puestos unos arriba del otro) y por haber dejado su carrera para convertirse en, aunque no me crean, pastor evangélico (todavía vive, también él, y sigue predicando en su iglesia en las afueras de Miami). Pero no es eso lo que importa. Lo que importa es que, en 1965, el veinteañero Alci Acosta saltó a la fama en su país apropiándose de aquel fugaz hit radial yanqui. Y digo apropiándose porque no sólo reformuló la canción por completo al pasarla a ritmo de bolero sino que, además, convirtió la sosa letra original en esa gloria deforme que es su versión en castellano (mechada de coloquialismos como “enfrenar” y “desviación” además, por supuesto, del “quedó” final).

También la versión en inglés tuvo sus covers a lo largo de los años. El más conocido es el unplugged que hizo Pearl Jam en 1999. Que cumple al pie de la letra el adagio ese que dice: “Cualquier cosa, hecha folk, es peor”. Alguien colgó en YouTube un paralelo de la versión de Alci Acosta y la cantada con guitarra acústica por el deprimente Eddie Vedder: directamente no parecen la misma canción. No es sólo la dulzura enferma con que la canta el Alci y el ritmo igualmente enfermo con que toca su banda. Lo que termina de hacer mágica la canción es la sencillez casi ágrafa de la letra, reducida mágicamente a lo esencial. Las líneas de cada estrofa tienen muchas menos sílabas en castellano: uno se aprende la letra a la segunda vez que la oye. Pero, como en los mejores boleros, la letra nunca pierde su contundencia emocional.

El Alci firmó su traducción de la letra al español con el nombre Omero. Así, sin hache. Así figura en los créditos de sus Grandes Exitos: “El último beso (Cochran-Omero)”. Me gusta pensar que el Alci decidió firmar así tal como decidió poner las palabras “enfrenar” o “desviación” en la letra, y tal como dio con ese hallazgo que es el bestial, lapidario “quedó” del final. Me gusta pensar que así funciona a veces la poesía: sin hache, sin querer.

Compartir: 

Twitter

 
CONTRATAPA
 indice
  • Omero sin hache, poeta sin querer
    Por Juan Forn

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.