VERANO12

Las tumbas de Tarquinia por Lawrence

 Por D. H. Lawrence

LAS TUMBAS DE TARQUINIA

Convenimos con el guía para que nos conduzca a las tumbas pintadas que cimientan la verdadera fama de Tarquinia. Partimos después de almorzar, subimos hasta la parte alta de la población y, franqueando la puerta del sudoeste, llegamos a la cumbre llana de la loma. Al mirar hacia atrás vemos la desnuda muralla medieval del pueblo, que presenta un fragmento de muro más antiguo y oscuro en la parte inferior. Al franquear la puerta hay una o dos casas modernas aisladas y, al frente, se extiende la dilatada meseta por la que la blanca carretera desciende en dirección a Viterbo, tierra adentro.

–En toda esa colina de enfrente hay tumbas –nos explica el guía–. ¡Nada más que tumbas! Es la ciudad de los muertos.

¡Pues entonces, ésa es la colina de la necrópolis! Los etruscos nunca sepultaron a sus muertos dentro de los muros de la ciudad. Observamos, además, que el cementerio moderno y las primeras tumbas etruscas se hallan casi junto a la actual puerta de la ciudad. Por lo tanto, si la antigua ciudad de Tarquinia estaba sobre esta loma, no pudo haber ocupado más espacio de habitantes. Eso me parece imposible. Mucho más probable es que la ciudad se levantara sobre aquella colina opuesta, espléndida e inmaculada, que corre paralela a nosotros.

Marchamos a través del áspero trecho de la cumbre, donde afloran las peñas y se agitan las primeras jarillas, y los asfódelos crecen erguidos. Esta es la necrópolis. Alguna vez hubo aquí muchos túmulos y calles bordeadas de tumbas. Ya no quedan rastros de tumbas ni de túmulos; sólo existe la escabrosa y desnuda cumbre, cubierta de piedras, hierba corta y flores, mientras, a lo lejos, hacia la derecha, el mar brilla bajo el sol, y la comarca interior luce muy verde en su pureza.

Vemos, no obstante, un pequeño fragmento de pared construido, quizás, para cubrir un abrevadero. Nuestro guía marcha directamente hacia allí. Es un joven obeso y bonachón que no da la impresión de que puedan interesarle las tumbas. Sin embargo, nos equivocamos. Sabe mucho y posee un vivo y sensitivo interés, es absolutamente discreto, y resulta ser el acompañante ideal para tal visita.

El trozo de pared que vemos es una pequeña construcción de albañilería en forma de compuerta con un portillo de hierro, que cubre un breve tramo de escalera que conduce hacia abajo. En el fragoso vacío de la ladera uno tropieza en seguida con ella. El guía se arrodilla para encender su lámpara de acetileno, y su viejo perro se tiende resignadamente al sol, en la brisa que sopla persistente del sudoeste sobre esas extensas y descubiertas cumbres.

La lámpara comienza a brillar y a heder, pero luego ilumina ya sin olor; el guía abre la puerta de hierro y descendemos los empinados escalones hacia el interior de la tumba. Parece ser un pequeño y oscuro foso subterráneo: un hueco reducido y sombrío, luego del brillante sol del mundo exterior. La lámpara del guía empieza a alumbrar y nos vemos en una estrecha cámara excavada en la roca, que es apenas una minúscula celda desnuda, donde podría haber habitado algún ermitaño. Nos parece muy pequeña, desguarnecida y familiar, muy distinta de las espléndidas y espaciosas tumbas de Cervéteri.

La lámpara ilumina bien, y al ir habituándonos al cambio de luz, vemos las pinturas en las paredes. Esta es la Tumba de la Caza y de la Pesca, así llamada por las escenas pintadas en los muros, y se supone que data del siglo VI a. de J. C. Se halla muy dañada, habiéndose desprendido trozos de pared en tanto la humedad ha roído los colores, y ya no parece quedar nada. Sin embargo, en la penumbra percibimos bandadas de pájaros que vuelan a través de la bruma, con el soplo vital aún en sus alas. Y cuando cobramos ánimo y miramos más de cerca, vemos que el pequeño lugar está totalmente cubierto de pinturas al fresco, que representan el cielo y el mar caliginosos, con pájaros que vuelan y peces que saltan, y hombrecitos que cazan, pescan y reman en botes. Toda la parte inferior del muro muestra un mar azul verdoso, cuya superficie encrespada se extiende alrededor del limitado aposento. Del mar surge un elevado peñasco desde el que un hombre desnudo, algo indefinido pero aún discernible, se zambulle magnífica y limpiamente en las aguas, mientras un compañero trepa a la roca detrás de él; sobre la superficie, un bote aguarda con los remos en su interior, a la par que tres hombres observan al zambullidor: el del medio se halla de pie, desnudo, y con los brazos extendidos. Al mismo tiempo, un delfín de gran tamaño salta por detrás del bote, y una bandada de pájaros levanta vuelo pasando por arriba del peñasco, en el aire límpido. Encima de todo esto hay franjas coloreadas que guarnecen la parte superior de la pared, y de las mismas penden festones regulares de guirnaldas que pertenecen a doncellas y a mujeres, y que simbolizan el florido círculo de la vida y del sexo femenino. El borde superior del muro está adornado por bandas horizontales de colores que rodean todo el recinto; son rojas y negras, dorado opaco y azul, y amarillo verdoso claro. Estos son los colores que aparecen invariablemente. Los hombres están pintados casi siempre de rojo oscuro, que es el matiz de muchos italianos cuando andan desnudos al sol, tal como los etruscos lo hacían. Las mujeres son de un color más pálido, porque ellas no andaban desnudas al sol.

Al final de la pequeña cámara, donde se ve un nicho en la pared, hay pintada otra roca que se levanta del mar y, sobre la misma, un hombre con una honda apunta hacia los pájaros que remontan vuelo en distintas direcciones. También hay un bote provisto de un ancho remo, que se mantiene apartado del peñasco, mientras un hombre desnudo, en el centro de la embarcación, hace un extraño saludo al hondero, y otro, lanza al agua una red. La proa del bote luce un ojo bellamente pintado, como para que la barca vea adónde va. En Siracusa aún hoy pueden verse, deslizándose hacia sus amarraderos en el muelle, muchas embarcaciones de “doble ojo”. Vemos un delfín que se zambulle en el mar y otro que salta fuera del agua, mientras los pájaros vuelan y las guirnaldas penden de los bordes superiores del muro.

Todo es minúsculo, alegre, pleno de vida, espontáneo como sólo la vida joven puede serlo. Si no estuviera todo tan dañado uno se sentiría feliz, porque aquí está representada la auténtica vivacidad y naturalidad de los etruscos. No es solemne ni majestuoso, pero para los que se contentan con apenas una simple interpretación del ágil ritmo de la vida, no hace falta más. Salvo por sus casi indefinidas pinturas, la pequeña tumba se halla vacía. No hay a su alrededor lecho de roca alguno: sólo un profundo nicho para guardar jarrones, quizás, con objetos preciosos. El sarcófago debió repostar en el suelo, tal vez, debajo del hondero pintado sobre la pared del fondo. Seguramente sin compañía, porque se trata de una tumba para una sola persona, como es usual en los sepulcros más antiguos de esta necrópolis.

En el faldón triangular del muro que acabo de mencionar, por encima del hondero y del bote, vemos pintada una de las frecuentes escenas etruscas del banquete de los difuntos. El muerto, lastimosamente borrado, se halla reclinado en su canapé, apoyado sobre un codo, con el chato cuenco de vino en la mano; junto a él, también semirrecostada, se encuentra una hermosa y enjoyada dama lujosamente ataviada, que posa aparentemente la mano izquierda sobre el pecho descubierto del hombre y le ofrece con la diestra la guirnalda, como una festiva ofrenda femenina. Detrás del hombre hay un joven esclavo desnudo, de pie, tal vez un músico, mientras otro siervo llena una jarra con vino que extrae de una bella ánfora que está a su lado. Junto a la dama vemos una doncella que, al parecer, ejecuta la flauta, porque era costumbre que una mujer tocara dicho instrumento en los funerales clásicos. Más allá están sentadas otras dos jóvenes con guirnaldas, una mirando a la pareja central del banquete, la otra de espaldas a todo. Al otro lado de las doncellas, en el rincón, hay más guirnaldas y dos pájaros, quizás palomos. Sobre la pared, detrás de la cabeza de la dama, hay un objeto incierto que podría ser una jaula.

La escena es tan natural como la vida misma, pero, no obstante, posee una pesada y arcaica plenitud de significado. Es el banquete de la muerte y, al mismo tiempo, constituye el banquete del difunto en el otro mundo, pues para los etruscos ése era un lugar alegre. Mientras los vivos se recreaban al aire libre, junto a la tumba del muerto, éste, a su vez, se deleitaba de igual modo junto a una dama que le ofrecía guirnaldas y esclavos que le servían vino, en la otra vida. Porque siendo la vida sobre la tierra tan agradable, la existencia debajo de ella no podía ser más que una continuación de aquélla.

Esta profunda fe en la vida, esta aceptación plena de la existencia, parece característica de los etruscos. Aún permanece vívida en las tumbas pintadas. Hay cierto movimiento de danza y un definido encanto en todos los gestos, incluso en los de los esclavos desnudos. No son de modo alguno siervos oprimidos, digan lo que digan luego los romanos. Los esclavos de las tumbas son seres pletóricos de vida.

Ascendemos los escalones para salir al mundo exterior, a la brisa marina y al sol. Con el viejo perro a sus pies, el guía apaga la lámpara y cierra la puerta. Partimos otra vez, con el apático can detrás de los talones de su amo, que le habla con esa suave familiaridad italiana y que aparece tan diferente del vigoroso espíritu latino de Roma.

En el claro sol del atardecer, el guía nos conduce a través de la cumbre de la loma hacia otra pequeña compuerta de albañilería. Notamos que existe gran cantidad de estas reducidas entradas, construidas por el gobierno para cubrir los escalones que descienden a las minúsculas tumbas individuales. Es totalmente distinto a Cervéteri, si bien ambos lugares no están a más de dos millas el uno del otro. No es ésta una majestuosa ciudad de túmulos, con su camino entre las sepulturas y nobles moradas de cámaras múltiples para los muertos. En este sitio, las pequeñas tumbas de un solo recinto parecen estar desparramadas al azar sobre la loma. Aunque probablemente si se efectuaran excavaciones más completas, también aquí descubriríamos una regular necrópolis con sus calles e intersecciones. Tal vez, cada tumba poseyera un pequeño túmulo de tierra, de modo que en la superficie habría calles de montículos con entradas para las tumbas. No obstante, pese a ello, sería diferente de Cervéteri, de la antigua Caere; los montículos serían muy bajos y las calles sin duda irregulares. De todos modos, ahora sólo hay diminutas tumbas individuales y a ellas descendemos como conejos que se introducen repentinamente en un agujero. El lugar semeja una conejera.

Este fragmento pertenece a La paloma pintada, de D. H. Lawrence, Editorial Anagrama.

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