Martes, 3 de marzo de 2009 | Hoy
Por Enrique Medina
En la primera etapa de Perón, Osvaldo Pugliese, además de conducir su orquesta típica, militaba fervientemente en el Partido Comunista; su tarea específica era buscar adherentes en el medio artístico y afiliarlos si fuera posible. Nunca se supo la exacta razón por la que fue preso un fin de semana. Se dijo que fue para que el periódico del partido aflojara inciertas y dudosas operaciones, lo que es un despropósito, y también que fue pour la galerie, lo que es más atendible. Versiones malévolas incriminan a rivales directores de orquesta que veían amenguar los ingresos en sus actuaciones, y por eso la detención en el fin de semana, que era el lapso de trabajo para las orquestas. En la comisaría fue tratado con el respeto y admiración que su figura merecía. Todo el cuerpo policial se sintió honrado, se podría decir que casi prestigiado, con su breve estadía. Tanto fue así que el comisario, cuando lo invitó a Pugliese a tomar mate en su despacho, mandó traer facturas de las finas, no las baratas que compraban para ellos, y muy especialmente “tortitas negras”, que eran las preferidas del maestro. En la ocasión, Pugliese, militante al fin, entre mate y mate le explicó al comisario las bondades de las teorías comunistas y los beneficios de afiliarse al partido. Medido y discreto, el comisario rajó por la tangente argumentando que él era hincha de D’Arienzo y amante de las medialunas de grasa. No hay precisión sobre estas solicitadas visitas de Pugliese. En la editorial Corregidor, Francisco García Jiménez me dijo que “fueron dos o tres, seguro una”. Ulyses Petit de Murat, en la presentación de un libro en la SADE, sin darle mucha importancia al hecho, me dijo que fue una sola vez y que por un tiempo tomaron la costumbre de poner una rosa en el piano antes de que la orquesta actuara, que esta costumbre hizo que los ingresos a la comisaría por parte del músico se exageraran, que luego de que el público aplaudía a la rosa en el sitio que debería estar Pugliese, éste subía al escenario, le alcanzaba la rosa a una admiradora, se sentaba al piano y la orquesta arrancaba con nuevos aplausos y vivas de los muchachos militantes del PC que lo seguían a todas las milongas gritando “¡Al Colón, al Colón!”, anticipando de esta manera un sueño que muchos años después sería realidad y en aquel tiempo más que un dislate era un delirio. Arturo Jauretche, en el tradicional, elegante y ya-nunca-más Foro de Corrientes y Uruguay, muy suelto de cuerpo me expuso: “Esos son bolazos, leyenda pura; había hecho cola para sacar la cédula y lo invitaron a tomar un café para garronearle unas entradas a la milonga, no más...”. Sea como fuere, a mí me caen bien las parábolas, así que me someto a la versión de García Jiménez de más de una entrada en cana, porque pinta mejor. El poeta Juan José Ceselli, autor del maravilloso libro Misa tanguera, que Pugliese estaba por musicalizar, me contó que el golpe de efecto de la rosa fue idea de la mujer de El Negro Mela. Ella quiso poner un jarrón con rosas que había agarrado de una mesa pero, ante alguna cara de disgusto de los músicos , él le dijo bajito que no jodiera y pusiera una sola, que era más fino. El Negro Mela era realmente negro y no orillero ni morocho de barrio, fungía como glosador de la orquesta, recitaba antes de cada tango “entrador” (se les llamaba así a las piezas de moda o a las que eran más pedidas) y rimaba algo al inicio y fin del espectáculo (la palabra “show” hacía fuerza pero aún no tenía presencia).
Muchos años después, al recibir en la residencia de Olivos a una embajada del arte que concurría a saludarlo para desearle la mejor de las suertes en su tercer mandato presidencial, por primera y última vez en la vida, Perón se topa con Pugliese. Al estrecharle la mano, Perón, ladeando la cabeza, con su sonrisa gardeliana que siempre supo bien usar, aceptando que ambos estaban más allá de la verdad y el mito, aceptando la distribución de papeles en la alegoría, le soltó tres palabras simples, tan simples que enseñan más que mil tomos de filosofía:
–Gracias, por perdonarme...
Pugliese sintió en la mano la presión sincera de Perón y, con labios mudos, sonriendo cómplice, también apretó. Perón notó que detrás de los lentes oscuros se acentuaba el pestañeo de Pugliese; ignoraba que ese pestañeo era natural en el músico, de todas maneras, por si las moscas, ya que ambos tenían sus años y venían desde muy lejos en el tiempo, para eludir achacosidades que abochornan, rápido estrechó la mano del siguiente invitado. Pugliese, agradecido, con disimulo, sacó un pañuelo y se sonó la nariz.
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