Viernes, 28 de agosto de 2009 | Hoy
Por Juan Forn
En Japón, los niños son considerados dioses hasta la edad de dos años y semidioses hasta los cuatro, momento en que son expulsados del paraíso y enviados al yochien, o jardín de infantes, como vulgares mortales. O peor, como vulgares mortales japoneses: sometidos al régimen absolutamente estricto de actividades y obligaciones que regirá el resto de sus vidas. A los cinco años, al terminar el yochien, todos los niños del Japón se someten a un examen para definir quién ingresa en las mejores escuelas primarias, que serán luego los que accedan a las mejores escuelas secundarias, que serán más tarde los que entren en las mejores universidades. Es decir que, en Japón, uno se entera a los cinco años si fracasó en la vida. Para evitar el alto número de suicidios que esto producía entre la juventud japonesa (algunos lo hacían a los doce, otros a los dieciséis, otros a los veinte, pero siempre era el mismo motivo), se inventaron las “universidades estación”. Además de once universidades famosas por su nivel intelectual, hay en Japón miles y miles de universidades-estación, establecimientos educativos mucho más indulgentes, llamados así porque hay tantos de ellos como estaciones ferroviarias a lo largo del país. En esos claustros de ofrecen carreras cortas y sencillas, y parecen colonias de vacaciones más que centros de estudio, pasan los japoneses los únicos años de sus vidas en que no tienen presión y se les permite el lujo de disipar sus jornadas. Entre los cuatro y los dieciocho años, y entre los veintidós y el día de su muerte, no tienen permitido ni un solo instante de relax verdadero, cero responsabilidad y obligaciones, como los que se les concede a manos llenas en el breve período que pasan en las universidades-estación.
Amélie Nothomb nació en Japón y vivió allá hasta los cuatro años, momento en que su padre, diplomático belga, fue trasladado a la China de Mao. El día en que la familia se fue de Japón, la niñera de Amélie (que tenía con ella una relación tan estrecha que le había enseñado a comunicarse perfectamente en japonés) se arrodilló en la calle, la abrazó y quedó así, arrodillada y con la frente contra el piso, cuando Amélie subió al auto y el auto se fue alejando. Esa fue la última imagen de Japón que tuvo (“Así concluyó la historia de mi divinidad”, dice ella). Después de vivir cuatro años en China, otros cuatro en Nueva York, cuatro en Bangladesh y cuatro en Bélgica estudiando en la universidad, Amélie logró por fin volver a Japón cuando terminó su carrera en Bruselas. Volvió con un trabajo: gracias a sus calificaciones y a las conexiones de su padre, consiguió un trabajo en una típica empresa nipona. El verdadero motivo por el que volvía era porque en su fuero íntimo se sentía japonesa, y sólo anhelaba retomar su vida allí donde la había dejado en 1972, cuando se fue de Japón. De hecho, nomás pisar Tokio, Amélie siente que tiene veintidós años y, a la vez, cuatro. Siente que lo que ha querido toda su vida es que la vuelvan a tratar como cuando vivía en Japón: quiere volver a ser una divinidad.
Breve paréntesis. En Pekín, cuando se quedó sin su niñera japonesa, Amélie torturó a su madre preguntándole cuánto la quería y pidiéndole que la quisiera más, y más, y más, hasta que la madre le contestó: “Entonces sedúceme”. Corte a un año después. La madre de Amélie pasa con unas amigas por el cuarto de sus hijas y ve a la hermana de Amélie tirada en la cama leyendo y comenta: “¿No es admirable?”. Amélie escucha el comentario. Y treinta años después escribe en uno de sus libros: “Empecé a leer para que me admiraran. Y cuando me puse a leer, descubrí que admirar era una actividad mucho más exquisita, era una borrachera”. Los libros de Amélie Nothomb, vale acotar, tratan siempre sobre Amélie Nothomb, quizá porque, escribiendo sobre ella misma, puede admirarse y ser admirada al mismo tiempo. Que es lo que suele hacer una divinidad, según nos asegura ella misma.
Pero volvamos a su retorno a Japón. Amélie creyó que trabajaría como intérprete, pero su primera tarea en la oficina es servir café para veinte en la sala de directorio. Amélie maniobra impecablemente con la bandeja y a cada ejecutivo le musita una fórmula protocolar en perfecto japonés mientras le deposita delante la taza de café. Su inmediato superior le dirá a gritos después: “¡Le ordeno que no hable japonés! ¡Le ordeno que no entienda japonés! ¿No se da cuenta de que turbó a todas las personas presentes sugiriendo que entiende nuestro idioma? ¿Es tan difícil para los occidentales entender que siempre es posible obedecer?” Así va a ser todo el año de contrato que tiene Amélie con la corporación Yumimoto: no la considerarán una divinidad, no la considerarán una japonesa, ni siquiera le darán permiso para hablar el idioma.
Paralelamente, en sus ratos de ocio, para conocer gente, Amélie se ha ofrecido como profesora particular de francés y su único alumno ha virado pronto a novio. Su nombre es Rinri y adora, literalmente idolatra a Amélie. Además es rico; ella cree que es yakuza hasta que descubre que el padre de él es el joyero más importante del país. De manera que los días y las noches de Amélie en Japón no pueden ser más esquizos: esclava de día (su tarea más duradera en la Yumimoto, luego de sucesivas degradaciones, es limpiar inodoros), diosa de noche.
Amélie descubre que es tan rara para los japoneses, que puede actuar como se le plazca: después de comprobar que, por sobrehumanos que sean sus esfuerzos por mostrarse sensatamente “japonesa” en su trabajo, seguirán viéndola como la ve Rinri (como una muñequita, como una nena), Amélie acepta finalmente su destino. Y lo acepta para siempre; no sólo durante ese año de contrato y de noviazgo. Será el resto de su vida una nena, una diosa, un monstruito de su invención. Procede, primero a huir (“Huir de algo proporciona la más formidable sensación de libertad que pueda experimentarse”), a refugiarse en Bélgica. Pasa un año encerrada, no contesta nunca el teléfono, escribe. Al año, los educados llamados de Rinri de Japón se han ido extinguiendo y ella ha publicado su primera novela. Desde entonces, publicará una novela por año (en castellano ya hay catorce; en francés va por la veintidós). Ella les dice novelas, y quizá lo sean, aunque traten siempre y casi exclusivamente sobre ella, aunque se ponga a sí misma en la tapa de todos sus libros, incluso. Mírenla en la foto, piensen que esa cruza de hormiga atómica y elfo de animé es, según sus documentos, una señora belga de cuarentitantos. Ella misma hizo el mejor diagnóstico de su condición: “Siempre he sido consciente de que la edad adulta es sólo el epílogo de nuestra existencia”. Se trata de ser una divinidad de cuatro años durante toda la vida.
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