CONTRATAPA

Predicciones

 Por Noé Jitrik

León Trotski llegó a México el 9 de enero de 1937 procedente de Noruega, de donde había sido expulsado; al desembarcar en Tampico hizo una primera declaración de la cual extraigo un párrafo: “Partí de una Europa desgarrada por horrendas contradicciones y convulsionada por el presentimiento de una nueva guerra. Esta atmósfera de nerviosismo general explica el pánico y los innumerables rumores, algunos de los cuales se refieren a mi persona. Creo que existe un 75 por ciento de posibilidades de que haya una nueva guerra europea en los próximos años”. La predicción, como es notorio, se cumplió.

Es claro que ya estaba la tragedia en España, unos años antes Italia había invadido Abisinia, Alemania se estaba armando y se había tragado gran parte de Checoslovaquia y anexado Austria así como las concesiones que habían hecho Inglaterra y Francia al nazismo e igualmente la URSS, ocupada en ese momento, tal vez por falta de algo mejor, en ejecutar a los antiguos miembros del Partido Bolchevique. No cabe duda de que esos hechos eran signos fácilmente interpretables, hasta un ciego podía verlo, pero hacerlo en ese momento no lo era tanto puesto que no faltaban quienes, con todo el poder que tiene la negación o la miserable seducción que tiene el horror o aun la complicidad, pretendían que nada de eso convocaba al fantasma de la guerra o bien no les importaba demasiado que estallara. No obstante, Trotski predijo, a la manera en que en la tragedia antigua siempre hay alguien que ve más allá y emite sentencias catastróficas cuyos términos, desgraciadamente, como en esa ocasión, se cumplen.

Como muchos hombres de su época, Trotski estaba preparado, y excepcionalmente dotado, para hacer análisis rigurosos, razón por la cual no es extraño que se haya animado a esa adelantada conclusión pero, tal vez y en cambio, pudo hacer esa predicción a partir de una sensación de malestar, arrogándose tan sólo una función que, antes que él y después, parece propia de sociedades que necesitan augures y, ni qué decir, profetas, de los cuales la Biblia es una crónica fecunda y convincente, que predijeron y auguraron sin ningún examen racional ni la aplicación de un sistema inferencial.

De modo que no fue el primero ni el único, pero sí un ejemplo privilegiado de predicciones cumplidas. ¿Se cumplieron las profecías de Nostradamus? Para algunos es irrefutable que así sucedió, pero para otros es muy dudoso que haya ocurrido, lo cual nos deja perplejos cuando algunos vociferan calamidades o susurran venturas. Muchos teólogos sostienen que el advenimiento ¡nada menos! de Cristo fue profetizado –y vaya si se cumplió– por ¿Ezequiel?, por ¿Daniel? En otros casos a los profetas, augures y predictores los lapidaron, quienes se atreven a mezclarse con el futuro no logran siempre el prestigio que sus cualidades podrían brindarles.

Otra cosa es lo que registró la literatura griega: que el sacerdote Tiresias predijera que el niño que iba a nacer mataría a su padre y esposaría a su madre se cumplió plenamente y sus consecuencias fueron funestas para los griegos pero felices para el psicoanálisis aunque, se sabe, muchos discuten el valor simbólico que tuvo ese tan dramático esquema de interpretación. Igualmente impresionantes son las predicciones que se registran en las tragedias de Shakespeare: la más directa debe ser la de las brujas que le predicen a Macbeth un destino que se cumple inexorablemente; más sutil es la que formula Casca, que no tenía la formación de Trotski, en diálogo con Cicerón en Julio César: “Un esclavo ha levantado al aire la mano izquierda... se le encendía y ardía... y no obstante permanecía ilesa... he visto pasar un león que me ha mirado y ha continuado su camino... cien mujeres que han visto a hombres cubiertos de llamas... Ayer el ave de la noche se posó en pleno día... Cuando aparecen a una todos esos prodigios, que no se me diga que hay quien pueda explicarlos y que nada tienen de sobrenatural, porque yo opino que son presagios amenazadores para el país donde ocurren”. Estos presagios –que serían la parte pasiva de la predicción– se convierten en predicción y, en la tragedia, encuentran su cumplimiento. Ya se sabe, César es asesinado y la historia cambia de rumbo y, apenas se produce, presagios y predicciones cesan, desaparecen tal como vinieron.

De modo que además de la aparición de predictores y de la necesidad popular de creer en las predicciones –de ahí la profusión de adivinos, tarotistas, lectores de mano, de borra de café, de pollos degollados, de metapsíquicos, de vaticinadores, de astrólogos y, no los dejemos de lado, de políticos y, los más estridentes, de sociólogos y encuestadores– se puede hacer una primera gran clasificación, las predicciones que se cumplen y las que no se cumplen. Respecto de unas y otras las conductas varían.

Para ambas hay que tener paciencia pero para las que después se comprobará que son de las primeras, y por las dudas, es mejor no apresurarse a emitir ningún juicio negativo y conservar la calma: al final vendrá la recompensa y cumplida la predicción nadie podrá alegar que no había sido advertido. Si Trotski predijo la guerra y nadie le prestó atención, si nadie hizo nada para evitarla cuando la guerra se desencadenó, pues lo menos que se podía hacer era reconocerlo y admirar su lucidez; el padre de Edipo, advertido, creyó tomar precauciones, pero no hubo caso, los dioses lo habían decidido y en una vuelta del camino su destino se cumplió, lo mismo que el de su fiel esposa; como a César no le habían llegado los presagios nada pudo hacer para evitar la mano asesina, pero Macbeth lo habría podido evitar si hubiera controlado su apetito de poder y las histéricas demandas de su mujer; en cuanto a Cristo lo que los profetas anunciaron se verificó bastante después y así siguiendo.

Mucha gente común y corriente confía en predicciones de diferente tipo y espera con paciencia que se cumplan, como, notoriamente, el que ha soñado un número y apuesta a la quiniela y va diariamente a consultar los números que salieron. ¿Hasta que le sale? Ni hablar del que pone su voto en las elecciones porque las encuestas predicen un ganador.

Las segundas son menos espectaculares; suelen atender a lo inmediato tanto respecto de enfermedades –“te vas a mejorar” para el enfermo terminal–, como de los romances –“ella (o él) volverá porque te ama”–, de los premios –“estoy seguro de que lo vas a obtener porque eres muy bueno”–, de las recompensas –“el éxito te espera a la vuelta de la esquina”– y de alguna manera se vinculan con ciertos criterios de responsabilidad, el que las formula puede o debe tener cuidado con lo que predice, pero eso suele no importar, quienes escuchan quieren que se les diga lo que quieren oír con independencia de si se va a cumplir o no y si no se cumple, como es lo más probable, nadie recuerda a quien lo dijo ni nadie le reprocha lo que en el momento del fracaso se ve que era pura y hasta tonta improvisación: ¿El que se muere pese a la mejoría predicha va a protestarle al que la formuló? Ni pensarlo. Y así siguiendo.

Sin embargo, las predicciones que no se cumplen adquieren espectacularidad en el campo político, no digamos en el económico; abundan y reemplazan, lo hemos visto en la escena política contemporánea, el discurso político mismo, tanto que llegan a ser un arma de poder, momentáneo pero a veces letal, o casi.

Una predicción de ésas necesita de un vocabulario amenazante, augura un porvenir inmediato siniestro –pueblos enteros caerán a causa de las medidas que toman otros, el mundo ahogará al país por culpa de quienes ocupan el lugar que el predictor debería ocupar, calamidades sin fin se producirán–, pero, como por lo general están destinadas no a prevenir sino a demoler, por más ostentosas y ridículas e insostenibles que sean terminan por ser meros ruidos reemplazados de inmediato por otros nuevos, igualmente vacíos; no importa si invocan razones o tienen fundamentos más o menos verosímiles, en todo caso no tienen la jerarquía ni la profundidad poética de las profecías bíblicas, las trágicas de Shakespeare o las inverificables de Nostradamus: no todos los que predican hecatombes pueden ser, después de todo, Trotski, que al parecer no abría la boca porque sí. El mero dedo alzado hacia el cielo no alcanza para transformarse en una predicción que podría cumplirse, es sólo un compulsivo movimiento a hablar sin necesidad, en abierta oposición al dictum de Wittgenstein, “de lo que no hay nada que decir es mejor no hablar”.

Pero algunos no hacen caso de tanta sabiduría y hablan igual: el único problema que tienen es imaginar nuevos desastres, para enunciar los cuales les basta con levantar al mismo tiempo el dedo índice y el tono de la voz y amenazar con un patético “ya van a ver”, futurista y vibrante, cuanto más acompañado de invocaciones divinas mejor.

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