Viernes, 25 de junio de 2010 | Hoy
Por Juan Forn
Hubo un tiempo en que el británico Christopher Hitchens fue el mejor discípulo de los grandes intelectuales de izquierda de Inglaterra (Eric Hobsbawm, Raymond Williams, Terry Eagleton, Tariq Alí). También el más renegado: cuando se cansó de morderle los tobillos a la intelectualidad de su país, tan dispuesta siempre a la “razonabilidad civilizada”, se llevó a Estados Unidos su incivilizada irrazonabilidad y encontró el espacio que necesitaba para moverse: hizo un libro contra Ki-
ssinger que sirvió para que se lo acusara de genocida en los tribunales de La Haya; contó en serie, una por una, todas las ejecuciones que se hicieron en distintos estados norteamericanos, durante dos años (por silla eléctrica, inyección letal o ahorcamiento), y consiguió que durante tres años se postergara toda ejecución de una sentencia de muerte en Estados Unidos. Lapidó a la monarquía británica en un libro, a Clinton en otro y hasta a la Madre Teresa en otro. Chomsky, Edward Said y Susan Sontag lo apadrinaron, o escribieron libros con él. Pero en su momento de máximo esplendor (había cumplido cincuenta años, acababa de publicar una suerte de testamento intelectual de la mitad de la vida titulado Cartas a un joven disidente), vino el 11 de septiembre de 2001 y Hitchens dio un viraje de 180 grados: pasó a apoyar a Bush, a asistir a reuniones en el Pentágono, a convertirse en un auténtico cuadro de la guerra contra “el fascismo islámico”.
Famoso por agotar a sus oponentes y a sus seguidores por igual en sus apariciones públicas (y ofrecerles a continuación su mail para que pudieran seguir la discusión), igualmente famoso por su capacidad para escribir a la velocidad que la mayoría de las personas lee, Hitchens siguió haciendo gala de su nervio en su nueva encarnación, pero sólo para la mitad, o menos de la mitad del público que tenía. Dejó su columna quincenal en la revista de centroizquierda The Nation diciendo que por primera vez en su vida se sentía, entre amigos, en el lugar del policía. Chomsky y Gore Vidal (y con ellos todo el establishment progre norteamericano) lo lapidaron públicamente. Sus ilustres amigos británicos, en cambio (Salman Rush-die, Martin Amis, Ian McEwan, James Fenton), no vieron nada que lamentar en el viraje del Hitch. Rushdie ha escrito que su fatwa puede haber sido la causante de que Hitchens comenzara a ver el fundamentalismo islámico como el mal encarnado, el gran enemigo de la civilización. El poeta Fenton, que militó con Hitchens en el trotskismo cuando eran jóvenes, dice que el Hitch se pasó la vida esperando su gran momento de compromiso, el equivalente de lo que fue la Guerra Civil Española para la generación de Auden y Orwell, y que creyó ver en el 11/9 su momento de tomar partido en la lucha del bien contra el mal. El propio Hitchens cuenta, en sus recientes memorias, tituladas Hitch-22, que por el fin del milenio empezó a sentir que se estaba volviendo “post-ideológico”, que estaba perdiendo el fuego de la discusión y la disidencia, que prefería escribir para Vanity Fair antes que para The Nation, y que entonces vino el 11/9 y experimentó en carne propia la advertencia que se había pasado la vida haciéndoles a los demás: aunque vos no te metas en política, la política se va a meter con vos. Cayeron las Torres y a Hitchens se le cayó la venda de los ojos.
McEwan excusa británicamente las visitas de Hitch al Pentágono diciendo que le habrá gustado el aspecto Guerra Fría de todo el asunto. Rushdie cuenta que en una cena en casa de Hitch en Washington conoció a Paul Wolfowitz, el halcón neoconservador que fue secretario de Defensa de Bush y presidente del Banco Mundial después de orquestar la invasión a Irak, y agrega británicamente que le pareció “de lo más sensato y agradable, contra toda evidencia previa”. El poeta Fenton recuerda británicamente algunos momentos bizarros del viejo Hitch, como cuando estuvo a favor de la decisión de Thatcher de mandar la flota a la guerra en Malvinas, o cuando lamentaba que Inglaterra no hubiera defendido a Chipre de la invasión griega “casi como nuestros padres lloraban que la Armada Real no hiciera nada cuando perdimos Suez”. Martin Amis sugiere, luego de excusarse británicamente por semejante exceso psi, que la obsesión de su amigo Hitch con la guerra contra el mal viene de una confesión que al parecer le hizo su padre antes de morir: que la única vez en su puta vida que supo qué estaba haciendo fue durante la Segunda Guerra.
Este estilo tan agudo de observación del mundo caracteriza también las memorias de Hitchens. Oh, qué very revoltosos éramos todos, el que no es de izquierda a los veinte es una rata y el que lo sigue siendo a los cuarenta es un imbécil, as we all very well know. Hay un equívoco en el mundo actual: se cree que mostrar un poco de humor para verse a uno mismo es signo de inteligencia. Quizá por eso nunca fue tan escasa como hoy la distancia que va de saber no tomarse en serio a convertirse en caricatura de uno mismo: ser un personaje. Una crítica a las memorias de Hitchens dice que es como si sacara y corriera al otro lado de la red para devolver él mismo su propio saque. Da un poco de pena ver en forma de farsa aquello que alguna vez tuvo forma de épica para él. Pero también da algo de morbo: yo confieso haber leído cada uno de los libros de Vargas Llosa posteriores a su defección de la izquierda con una satisfacción enferma al comprobar que nunca volvió a escribir como en sus buenos tiempos. Hitchens tiene unos cuantos lectores así: hay foros de Internet dedicados exclusivamente a disfrutar cada nueva chambonada que se manda. El mismo alimenta el fuego: en sus memorias dice que Martin Amis es la única rubia de la cual estuvo enamorado y que la Thatcher le paró la pija cuando la conoció personalmente (la escena completa es así: él se inclinó en una reverencia exagerada, ella le dio un papirotazo en el culo y ¡presto!, erección).
Vargas Llosa coronó su decadencia cuando quiso ser presidente. En un reportaje a Hitchens le preguntan si se ve alguna vez haciendo política, sentado en la Cámara de los Comunes. “Una imagen fantásticamente tentadora”, contesta él, pero agrega que después de veinticinco años viviendo en Estados Unidos pidió la ciudadanía norteamericana (empezó los trámites el 12/9/2001). Hitchens no puede ser presidente de su país de adopción, pero sí puede entrar en el Congreso. Como el Colorado De Narváez. Qué cacho de carrera intelectual, si llega a coronar: de delfín de Chomsky a Colorado De Narváez.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.