Martes, 5 de octubre de 2010 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Abran los cuadernos, saquen sus lápices y tomen nota de la nueva palabra del día: apofenia. El término fue estrenado por un tal Klaus Conrad en 1959 y define a “la espontánea percepción de significados y conexiones entre cosas sin relación alguna” resultando en “experiencias concretas de otorgar sentido de manera no del todo normal a lo que no suele tenerlo” (conducta que bien podría describir a lo que sucede cada semana en mis contratapas) y cuyo uso en exceso puede llevar a esa zona crepuscular donde se “confunde el límite entre la creatividad y la psicosis” (síntoma que en más de una ocasión también puede describir lo que sucede cada semana en mis contratapas). Pero, en realidad, de lo que quiero hablar hoy es de Zero History, la última y flamante novela de William Gibson.
DOS Las novelas del norteamericano William Gibson (South Carolina, 1948) son decididamente apofénicas. Y provocan la apofenia en su lector. No tanto las primeras y futuristas y ciberespaciales (Gibson se hizo instantáneamente célebre en 1984 con la adelantada y fundacional Neuromancer), sino las tres últimas Pattern Recognition (del 2003, traducida como Mundo espejo), Spook Country (2007, País de espías) y la ya mencionada Zero History (2010, todavía sin traducción), componiendo lo que ya se conoce como la Trilogía Bigend. Las tres transcurriendo en un presente apenas acelerado y como descripto desde otro ángulo donde marcas, productos y consumos varios funcionan como hitos y efemérides. Como Historia. Aquí, ahí y ahora, Gibson –como en su momento lo hicieron y supieron Philip K. Dick y J. G. Ballard– tiene la astucia de dejar de mirar hacia adelante para, mejor, mirar hacia los costados de la paranoia, las alturas de la conspiración y los subterráneos de la resistencia. “Todo lo que en realidad tenemos cuando simulamos escribir sobre el mañana es ese momento en el que estamos escribiendo... Lo que a mí me interesa es la versión libremente alucinada del presente o del ayer inmediato”, declaró en su momento Gibson para justificar su adiós a lo que vendrá o a lo que vendría. Pero la prosa de Gibson no tiene la económica claridad cromada de la de Ballard (sus frases son, a menudo, aforísticamente crípticas como las de Don DeLillo y su ritmo pasa del rat-tat-tat de James Ellroy a los giros centrífugos de Thomas Pynchon) ni sus tramas el humor enloquecido y perdedor de Dick (Gibson se sabe un visionario ganador y certificado desde el principio y, por momentos, se tiene la irritante impresión de estar escuchando a alguien que seguramente es gurú de Bono y de otros estudiantes aventajados de mesianismo). De hecho, es más bien fácil perderse en sus tramas, confundir personajes y líneas argumentales (lo que seguramente excita a los adictos al desoriente de Matrix, de Lost y de la muy gibsoniana Inception), perder la paciencia ante su compulsivo exhibicionismo tecno-existencial... Pero aun así se prospera y se avanza en su lectura –y se soporta a sus personajes robotizados sin nada de la tristeza zombie de las criaturas de Bret Easton Ellis– porque lo que entusiasma y seduce en las ficciones no-ficciones de Gibson es el ambiente. La escenografía, el aire acondicionado en que se calientan y calientan sus ideas, el modo en que esto encaja con aquello vaya uno a saber cómo y vaya uno a saber cómo Gibson lo sabe. Apofenia, que le dicen.
TRES Y las novelas de la Trilogía Bigend –el apellido tiene que ver con la sinuosa figura del alguna vez adicto a sustancias peligrosas y magnate belga Hubertus Bigend, dueño de la agencia de publicidad y diagnóstico Blue Ant– son, también, novelas productivas. Novelas sobre la vida secreta de los productos y sobre lo que éstos producen en nuestras vidas públicas y privadas con Hubertus Bigend como guardián de los portales que separan al comercialismo feroz del genio underground. Hubertus Bigend –-cuyo apellido es tan fácil de descomponer y desarmar en un Big end o gran fin o final– ejerciendo de Papa viral del Dios Marketing. Así, Zero History se concentra en el vínculo bizarro entre la industria de la moda y el diseño de uniformes militares y una nueva variedad de género denim del que puede llegar a resultar el jean perfecto. Y la idea es tan genial como freak: sabiendo que los uniformes militares acaban influyendo en la alta costura y el vestuario pop, Bigend se propone copar los contratos para uniformes militares y dárselos a modistos de avanzada y, así, saltarse un paso y, literalmente, tomar por asalto las pasarelas. “Habiendo creado buena parte de lo más hot y masculino desde mediados del siglo pasado, de pronto los militares se descubrían compitiendo contra su propio producto histórico reciclado como ropa sport. Necesitaban ayuda”, postulan Gibson & Bigend. Mientras tanto y hasta entonces, pía el Twitter, suena el iPhone, planta cara el FaceBook, los cool-hunters (hombres y mujeres extremadamente sensibles al potencial económico de logotipos y modelos) salen de cacería, y a no olvidar esa leyenda urbana recordada por uno de los reseñistas de Zero History. Aquel mito oral que hablaba del Department of Homeland Security de los Estados Unidos convocando de urgencia –días después de aquel 11 de septiembre de 2001– a un puñado de los mejores escritores de ciencia ficción para que le explicaran al presidente y allegados por qué había pasado lo que pasó y qué pasaría pasado mañana y cómo hacer para que se les pasara ese apofénico dolor de cabeza decapitada. ¿Qué habría dicho Gibson en ese supuesto cónclave top secret y sci-fi? Seguramente algo así como “lean la novela que ahora mismo me voy a poner a escribir”.
CUATRO Y esa novela se llamó Pattern Recognition y allí apareció por primera vez Hubertus Bigend sonriendo sobre las ruinas todavía humeantes del World Trade Center. De este modo –del Ground Zero a Zero History–, Gibson ha venido invitándonos a investigar la misteriosa aparición de miniclips flotando en Internet, el posible surgimiento de una nueva forma de arte high-tech apoyándose en la inmortalidad de los famosos (versiones holográficas de River Phoenix o de Francis Scott Fitzgerald muriendo en las veredas de Los Angeles y los bungalows de Hollywood), la súbita desaparición de personas “en la acepción tan particularmente argentina del verbo” y, ahora, la idea de que la moda es, a su manera, otra forma de Tormenta del Desierto o Justicia Duradera o Haute Vendetta. O como más y mejor prefiera bautizarla Hubertus Bigend. Ese Citizen B que, en Pattern Recognition, hace pocos años pero tanto tiempo atrás, ya nos explicaba: “Ahora no tenemos la menor idea de qué o quiénes serán los habitantes de nuestro futuro. Desde este punto de vista, no tenemos futuro alguno. O al menos no en el sentido que nuestros abuelos lo tuvieron o pensaron que lo tenían. Aquellos futuros detallada y culturalmente imaginados fueron un lujo de otra época en el que el ahora duraba mucho más. En cambio, para nosotros, las cosas pueden cambiar tan abrupta y violentamente que el futuro de nuestros abuelos no tiene un ‘ya’ al que sujetarnos. No tenemos futuro porque nuestro futuro es tan volátil... Lo único que tenemos es la gestión de riesgos. Ese constante girar de las determinadas posibilidades de un determinado momento. El reconocimiento de patrones”.
En otras palabras, en una palabra: apofenia.
Y –a ver cómo lo relacionan apofénicamente con todo esto que acaban de leer– es tan fácil predecir lo que me sucederá en pocas horas: se encenderán los motores del avión que me llevará a Estambul, y el tipo sentado al lado mío mirará tan fijo no al uniforme militarizado de las azafatas, sino a las azafatas, y todos apagarán a regañadientes todos esos gadgets a los que viven enchufados y sin los que ya no podrían vivir.
Un cable los atraviesa.
Ahí afuera, el presente continuará y el futuro nunca se sabe.
El pasado, muy bien, gracias.
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