CONTRATAPA

El frío que ha de hacer allá arriba

 Por Juan Forn

Cuando el hombre llegó a la Luna eran las vacaciones de invierno, yo tenía nueve años y estaba con una pandilla de primos en la casa de mis abuelos en La Cumbre, y me quedó tan grabada aquella noche que la puse en mi primer libro, pero franeleé tanto la escena cuando la escribí que ya no puedo separar la realidad de lo que agregué, cosa que calza como un guante con el episodio, ¿o queda alguien que crea que alguna vez sabremos cuánto hubo de verdadero y cuánto de falso en aquel paseo de Armstrong por la superficie lunar?

En mi recuerdo es de noche, hay unos cuantos invitados a cenar y se ha dado lo inconcebible: que mi abuelo haya dejado entrar un televisor en la casa. El aparato ha quedado encendido en una especie de estar que hay a un costado del living, los grandes se han sentado a la mesa en el comedor, al otro costado del living, y a los chicos, que ya cenamos, en la cocina, nos mandan arriba, a la cama. El alunizaje está anunciado para después de la medianoche. Las horas pasan interminables. Con mis primos conversamos de huevadas en la oscuridad hasta que se van durmiendo de a uno, pese al barullo de los grandes en el comedor. Cuando algo parecido al silencio llega de abajo, yo me armo de coraje, salgo de la cama, voy a espiar desde el hueco de la escalera, veo que han dejado la mesa hace rato. Hay pocas luces encendidas. Algunos invitados cabecean en los sillones del living, mirando el fuego en la chimenea. Otros juegan cansinamente a las cartas en una mesa de bridge, bebiendo sus whiskies de a sorbos. También hay gente en la cocina, preparando más café. Yo bajo en puntas de pie las escaleras, me cuelo como un fantasma en la salita del televisor, me escondo debajo de los abrigos de los invitados que cuelgan de un perchero. Desde ahí veo que hay sólo dos personas frente a la pantalla en blanco y negro. Uno es mi abuelo. Tiene los anteojos puestos, no puedo verle los ojos, pero es evidente que está despierto por la tensión que electrifica su cuerpo. El otro invitado ronca sin ruido. El volumen del televisor también está bajito, pero igual alcanzo a oír cuando el locutor dice de pronto: “...un pequeño paso para el hombre, un salto enorme para la humanidad”, y el que roncaba se despierta de golpe y corre a avisar a gritos a los demás, mientras mi abuelo permanece inmóvil frente a la pantalla. Veo que le corren unas lágrimas plateadas por debajo de los anteojos. Tiene las manos agarrotadas contra los apoyabrazos de su sillón y llora.

Enseguida entran todos en la habitación, yo aprovecho el tumulto para escabullirme, pero cuando ya estoy por la mitad de las escaleras veo por el ventanal del living que mi abuelo está afuera, en el jardín, solo, mirando al cielo. Aunque estoy descalzo y en pijama salgo igual al pasto, y lo veo dándome la espalda, con los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás. Parece que va a gritarle algo a la Luna o al astronauta invisible allá arriba. Parece que se va a morir. Así, con los brazos en cruz y el torso vuelto hacia el cielo. Pero no: sólo se queda así, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, respirando a bocanadas el aire de la noche, hasta que se va calmando de a poco, y baja los brazos, y suelta un suspiro, y se mete las manos en los bolsillos y encara hacia donde estoy yo, detrás de un árbol. A mi espalda, por la puerta que dejé abierta, se oyen los corchos de las botellas de champagne, y los brindis, y las risotadas, y mi abuelo me dice: “¿Qué carajo hacés acá, vos?”, y yo salgo como chicotazo para adentro, subo los escalones de tres en tres y, cuando me entierro debajo de las sábanas, con el galope enloquecido del corazón ensordeciéndome en las sienes, me doy cuenta de que tengo los pies y los bordes del pantalón de pijama empapados de rocío y el resto del cuerpo aterido de frío, un frío glacial, un frío prohibido, como el que ha de hacer allá arriba, y cuando uno de mis primos me pregunta en la oscuridad qué vi abajo consigo a duras penas decirle que se están emborrachando todos porque el hombre llegó a la Luna en el televisor.

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