Viernes, 11 de febrero de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Robert Fisk *
Para el horror de los egipcios y del mundo, el presidente Hosni Mubarak –demacrado y aparentemente desorientado– apareció en la televisión estatal anoche para negar toda exigencia de sus opositores, al anunciar que va a quedarse en el poder durante por lo menos cinco meses. El ejército egipcio, que ya prácticamente había iniciado un golpe de Estado, quedó confundido con el discurso del presidente, que había sido ampliamente publicitado –tanto por sus amigos como por sus enemigos– como un discurso de adiós después de treinta años de dictadura. La inmensa multitud en la plaza Tahrir se volvió loca de enojo y resentimiento.
Mubarak trató –increíblemente– de aplacar al pueblo furioso con una promesa de investigar los asesinatos de sus opositores en lo que él llamó “los infortunados y trágicos eventos”, aparentemente ignorando la furia masiva dirigida a su dictadura de tres décadas de corrupción, brutalidad y represión. El viejo originalmente había parecido listo para abandonar, enfrentado al fin con la furia de millones de egipcios y el poder de la historia, apartado de sus ministros como un bacilo. Sólo a regañadientes su propio ejército le había permitido decir adiós a la gente que lo odiaba.
Sin embargo, en el mismo momento en que Hosni Mubarak se embarcó en lo que se suponía que iba a ser su discurso final, dejó en claro que tenía la intención de aferrarse al poder. Después del discurso, el ministro de Información del presidente insistió en que Mubarak no se iría. Hubo quienes, hasta el último momento, temieron que la ida de Mubarak fuera una acción cosmética –aunque su presidencia se había evaporado frente a la decisión del ejército de tomar el poder horas antes del discurso presidencial—.
La historia puede decidir más adelante que la falta de fe del ejército en Mubarak hizo que éste perdiera efectivamente su presidencia después de tres décadas de dictadura, de torturas a manos de la policía secreta y de corrupción en el gobierno. Confrontado aun por mayores manifestaciones en las calles de Egipto hoy, ni siquiera el ejército podía garantizar la seguridad de la nación. Sin embargo, para los opositores de Mubarak hoy no será un día de alegría y de regocijo y victoria, sino un potencial baño de sangre.
Pero, ¿fue ésta una victoria para Mubarak o un golpe de Estado militar? ¿Puede Egipto ser libre? Para los generales del ejército que insistieron en su partida fue una jornada tan dramática como peligrosa. ¿Son ellos, un Estado dentro del Estado, los verdaderos guardianes de la nación, defensores del pueblo, o continuarán apoyando al hombre que ahora debe ser juzgado casi por insania? Las cadenas que atan a los militares a la corrupción del régimen eran reales. ¿Van a apoyar a la democracia o cimentarán un nuevo régimen de Mubarak?
Aun cuando Mubarak todavía estaba hablando, los millones en la plaza Tahrir rugían su furia. Por supuesto que los millones de egipcios valientes que lucharon contra todo el aparato de la seguridad del Estado gobernado por Mubarak debieran haber sido los vencedores. Pero como lo demostraron los hechos de ayer a la tarde muy claramente, fueron los altos generales –que disfrutan del lujo de las cadenas hoteleras, los shoppings, las propiedades y las concesiones bancarias del mismo régimen corrupto– los que permitieron que Mubarak sobreviviera. En una reunión del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas Egipcias que no presagiaba nada bueno para Mubarak, el ministro de Defensa, Mohamed Tantawi –uno de los amigos más cercanos al dictador—, aceptó cumplir con las exigencias de los millones de manifestantes por la democracia, aunque no llegó a decir que el régimen mismo sería disuelto. A Mubarak mismo, comandante en jefe del ejército, no se le permitió asistir.
Pero esto es un Medio Oriente épico, uno de esos momentos cruciales cuando el pueblo árabe –olvidado, castigado, infantilizado, reprimido, a menudo golpeado, torturado demasiadas veces, ocasionalmente ahorcado– todavía lucha por darle un empujón a la gran rueda de la historia y sacarse de encima el peso de sus vidas. Anoche, sin embargo, la dictadura había ganado. La democracia había perdido.
Todo el día, el poder de la gente había crecido en la misma medida en que el prestigio del presidente y su partido vacío colapsaban. Las enormes multitudes en la plaza Tahrir comenzaron ayer a moverse por todo el centro de El Cairo, aun moviéndose detrás de los portones de hierro de la Asamblea del Pueblo, instalando sus carpas frente al edificio seudogriego del Parlamento, unidos en el reclamo de nuevas y justas elecciones. Hoy planeaban entrar al Parlamento mismo, tomando por asalto al símbolo de la falsa “democracia” de Mubarak. Feroces discusiones entre la jerarquía del ejército –y aparentemente entre el vicepresidente Omar Suleimán y Mubarak mismo– continuaban mientras las huelgas y los paros se extendían por todo Egipto. Se estimaba que más de siete millones de manifestantes estaban en las calles de Egipto ayer –la mayor manifestación política en la historia moderna del país, mayor aun que los seis millones que asistieron al funeral de Gamal Abdul Nasser, el primer dictador egipcio cuyo reinado continuó a través de la vana y finalmente fatal presidencia de Anwar el Sadat y las tres mortales décadas de Mubarak—.
Era demasiado temprano anoche para que los millones en la plaza Tahrir entendieran las complejidades legales del discurso de Mubarak. Pero el discurso había sido condescendiente, interesado e inmensamente peligroso. La Constitución egipcia insiste en que el poder presidencial debe pasar al presidente del Parlamento, un incoloro amigote de Mubarak llamado Fatih Srour, y las elecciones –justas, si esto se puede imaginar– llevadas a cabo dentro de los próximos 60 días. Pero muchos creen que Suleimán puede querer gobernar por alguna nueva ley de emergencia tras echar a Mubarak del poder, sacando a relucir una fecha para una nueva y fraudulenta elección y otra terrible época de dictaduras.
La verdad, sin embargo, es que los millones de egipcios que han tratado de derrocar a su Gran Dictador tienen por su Constitución –y por el Poder Judicial y todo el edificio de las instituciones gubernamentales– el mismo desdén que tienen por Mubarak. Quieren una nueva Constitución, nuevas leyes que limiten los poderes y el ejercicio de los presidentes, nuevas y prontas elecciones que reflejen “la voluntad del pueblo” más que la voluntad del presidente y el presidente de la transición, o de los generales, brigadieres y los matones de la seguridad estatal.
Anoche, un oficial militar que vigilaba a las decenas de miles que celebraban en El Cairo tiró su rifle y se unió a los manifestantes, como otra señal de la crecientes simpatía de los soldados egipcios comunes por los manifestantes de la democracia. Habían sido testigos de muchos sentimientos similares del ejército durante las últimas dos semanas. El momento crítico llegó la noche del 30 de enero, cuando, ahora resulta claro, Mubarak ordenó al Tercer Ejército Egipcio que aplastara a los manifestantes en la plaza Tahrir con sus tanques después de volar aviones rasantes de combate F-16 sobre los manifestantes.
Se podía ver a muchos de los altos comandantes en tanques sacándose sus cascos para usar sus celulares. Estaban, se sabe ahora, llamando a su propia familia militar pidiendo consejo. Padres que habían pasado sus vidas sirviendo en el ejército egipcio les decían a sus hijos que desobedecieran, que nunca debían matar a su propia gente.
Por lo tanto, cuando el general Hassan al Rawani les dijo a las multitudes ayer a la noche que “todo lo que ustedes quieren será realizado –todas sus exigencias se cumplirán—”, la gente gritó: “El ejército y el pueblo están juntos, el ejército y el pueblo están unidos”. Anoche, la corte de El Cairo evitó que tres ministros –hasta ahora anónimos, aunque casi seguramente incluyen al ministro de Interior– abandonaran Egipto.
Pero ni el ejército ni el vicepresidente Suleimán pueden enfrentar la mucho mayor manifestación planeada para hoy, realidad que le fue transmitida a Mubarak por el mismo Tantawi, en presencia de Suleimán. Tantawi y otro general –que se cree que es el comandante del área militar de El Cairo– llamaron a Washington, según un alto oficial egipcio, para darle la noticia a Robert Gates en el Pentágono. Debe haber sido un momento aleccionador. Durante días la Casa Blanca había estado observando las masivas manifestaciones en El Cairo, temerosa de que se pudiera convertir a Egipto en un mítico monstruo islamista, asustada por la posibilidad de que Mubarak se fuera, y aún más asustada porque se quedara. Los hechos de las últimas doce horas no fueron una victoria para Occidente. Los líderes estadounidenses y europeos que se regocijaban ante la caída de las dictaduras comunistas se sentaban desanimados mirando los extraordinarios y esperanzadores hechos en El Cairo –una victoria de la moralidad sobre la corrupción y la crueldad– con el mismo entusiasmo con que muchos dictadores de Europa oriental miraban la caída de sus naciones del Pacto de Varsovia.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Páginal12. Traducción: Celita Doyhambéhère.
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