Martes, 30 de agosto de 2011 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Rodríguez sigue mirando fijo. Sin pausa. Tal vez la culpa sea del calor bestial: mejor no desperdiciar energías bajando párpados o moviendo pupilas. Mira a quemarropa, sin que se le mueva un pelo de sus pestañas. Y si la semana pasada Rodríguez contemplaba una patata frita devenida hostia milagrosa, lo que observa ahora es una foto de la Tierra. Una de esas postales que nos muestran el sitio donde nos pusieron. Pero esta es una foto diferente. No es la típica vista de azules y blancos y marrones celestiales y armónicos. No, esta foto –enviada por el satélite GOCE de la Agencia Europea del Espacio– revela un paisaje diferente del mismo lugar de siempre. Colores más histéricos y cercanos a las inflamables tonalidades del cómic. Y lo más inquietante de todo: la tranquilizadora forma esférica ha sido suplantada por algo que parece abollado a patadas, curtido por batallas contra sus parásitos habitantes o, tal vez, en el acto mismo de desinflarse. Algo, sí, deforme.
DOS Y si el rostro es el espejo del alma –piensa Rodríguez–, entonces, teniendo en cuenta lo que muestra y demuestra la foto en cuestión, la cosa no anda bien. Y es que Rodríguez –más allá de que la carrera espacial parezca ya no tener meta a la vista y que se hayan retirado de circulación los transbordadores espaciales– pertenece a una generación que creció pensando mucho en el universo, el infinito y más allá. Ya saben: el hijo único de Kriptón; la paranoia y el afecto especial por aquellas películas con efectos especiales baratos pero sentidos estrenadas durante la Guerra Fría y repuestas en televisores blanco y negro; Spock & Kirk, Los invasores y sus inflexibles meñiques; el satori definitivo de 2001: odisea del espacio; los delirios de Erich von Däniken y las epifanías de Carl Sagan; Steven Spielberg como supuesto agente de prensa de extraterrestres; el desprecio por el infantilismo space-opera de George Lucas; y, ahora, la ocasional pero cada vez más frecuente sospecha de que su hija mayor (pero eternamente adolescente) y su atemporal señora esposa bien pueden ser body-snatchers. Con su hijo menor –diez años–, Rodríguez todavía siente alguna conexión espacio-temporal. Y es con él que Rodríguez parte. En busca de aire acondicionado y, de paso, ver Super 8 de J. J. Abrams. Rodríguez la pasa bien. Aunque le perturbe un poco la ínfima distancia que separa a un homenaje sentido a sus siempre veneradas Encuentro cercanos del tercer tipo y ET de una imitación cínica y aduladora, calculada al milímetro. Y suspira aliviado: este nuevo producto marca Abrams –tal vez porque Spielberg lo vigiló de muy cerca– tiene, por una vez, algo parecido a un final. Porque, por lo general, las creaciones de Abrams suelen ser como la vida misma: formidable nacimiento Big-Bang, intensos primeros tramos en la infancia, múltiples enigmas durante la adolescencia, madurez con demasiadas opciones y, de pronto, todo comienza a caerse y degradarse hasta ese extenuado y extenuante pfff... Pero lo de antes: Rodríguez sale contento. Le han dado una nueva dosis de optimismo cósmico. Es decir: le han contado una historia en la que los extraterrestres todavía parecen interesados en conocer nuestra dimensión desconocida.
TRES Ya en casa, Rodríguez regresa a los recortes de periódicos que va guardando en una carpeta en cuya portada escribió, Expediente X. Allí, noticias estelares. Las incorporaciones recientes tienen que ver con lo del ADN en meteoritos; las jupiterinas lunas Io y Europa y Calisto como posibles acuarios siderales a los que mudarnos en cuanto se pueda; los cada vez más numerosos exoplanetas; los reportes de Cassini y las fotos del Hubble... Pero lo que más le interesa a Rodríguez es la búsqueda de pruebas irrefutables de vida inteligente en otros planetas. Las nuevas teorías que pasan no tanto por su inexistencia, sino por nuestra incapacidad para percibirla. O el que tal vez ellos ya no puedan registrarnos; porque nuestro paso a las débiles ondas digitales se encuentra hoy bajo un escudo de poderosas ondas analógicas flotando entre estrellas y produciendo el equívoco de que, como ya no transmitimos así, nos hemos extinguido. O el que no entiendan esa cartita del Voyager. O –teniendo en cuenta que si todo el tiempo del universo hasta la fecha ocupara un año, la humanidad apareció recién en los últimos dos segundos del 31 de diciembre– el pensar más en el cuándo que en el dónde. A pesar de todo, los especialistas aseguran que en diez años sabremos algo. Mientras tanto, Stephen Hawking declaró, días atrás, que mejor seguir así y no conocer a parientes lejanos. Para Hawking, hacer contacto sería algo demasiado parecido a Colón desembarcando en el Nuevo Mundo. Nosotros seríamos los aborígenes devorados por los de afuera, claro. Por el momento –lee Rodríguez– la única señal captada allende los océanos siderales, en medio siglo de parar la oreja, fue aquella recogida el 15 de agosto de 1977 que, al ser decodificada, nos ofreció el siguiente mensaje: “Wow!”.
CUATRO Y “Uy!” vibra Rodríguez cuando se entera de que Ridley Scott prepara nueva aproximación al universo de su Alien y confirma que volverá a los callejones replicantes de Blade Runner. No serán, parece, ni remakes ni sequels ni prequels sino, más bien, variaciones sobre la criatura en el medio de mi pecho y la palomita del androide lírico que vio tantas cosas. Y la noticia en principio excita a Rodríguez. Se imagina yendo a verlas con su hijo antes de que éste sea abducido para siempre –las redes sociales como el más interior de los espacios– por la especie que capturó a su hermana. Pero enseguida se preocupa. Los últimos films de Scott no son lo que se dice maravillas y, además, a Rodríguez no le gusta que le toquen su pasado futurista. Suficiente ha sido lo de Super 8 retro-reflejando su pubertad en tiempos donde los invasores aún venían de tan lejos, en las primeras líneas del Libro de Jobs y su tentadora manzana, cuando los fotógrafos amateurs de la NASA daban vueltas en el aire y le pedían a la Tierra que dijese “Whisky” y no “Crisis” para arrancarle la, todavía, más redonda de las sonrisas. Tiempos en los que no estábamos solos y en el espacio nadie podía oírte gritar.
Hoy le toca preparar la cena a Rodríguez. Canelones à la microonda. Avisa desde la cocina. A comer. Silencio. Rodríguez camina por las habitaciones. Luces encendidas, ninguna señal de vida. Como si esposa/hija/hijo hubiesen sido teletransportados por un rayo misterioso que hizo nido en sus pelos. Rodríguez se sienta en la mesa del comedor. Triste como perro en órbita, perdido como lágrimas en la lluvia. Los canelones saben a pasta astronauta. Rodríguez enciende la tele e intenta descifrar lo que hablan Zapatero y Rajoy justificando alteraciones artificiales –obligados por poderes superiores, rapidito, sin referéndum– en el organismo radiactivo de la Constitución. Rodríguez no entiende nada. Preferiría un “ET phone home”, un “Klaatu barada nikto”. Cualquier cosa menos el incomprensible idioma de estos dos marcianos alienadores. La verdad no está ahí afuera. La mentira, sí. En todas partes. Y –Rodríguez está verdaderamente solo y abre la boca y suena fuerte– en esta Tierra casi enterrada sí pueden oírte gritar. Pero nadie te oye porque cada cual, cada cual, atiende su grito.
Wow!
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