Martes, 17 de julio de 2012 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO A seis meses del esperpéntico naufragio del Costa Concordia (el colosal crucero todavía está ahí, escorado, junto a la isla de Giglio, como escenografía perfecta para película post-apocalíptica) y en medio de una tormenta (solar) perfecta, el jefe de Gobierno español Mariano Rajoy, quien se creía insumergible y titánico, chocó contra el iceberg de su descontento. Y –tocado y hundido– se fue hasta el fondo. Un fondo donde no aguarda un tesoro sino, apenas, el Fondo Monetario Internacional y sus coleguitas piratas, siempre listos para salir a la caza de los restos y despojos que suben a la superficie. Rodríguez –como millones de españoles atrapados en las cubiertas inferiores, hambrientos de pan y con abstinencia de circo, flotando entre la Eurocopa que fue y las Olimpíadas que serán– lo vio por televisión. 11 de junio. Miércoles; a pesar de que Rajoy ya advirtió de que los viernes serían, de aquí y hasta el fin del mundo, el día elegido para que él descienda del Monte Bruselas con las Tablas de las Nuevas Leyes y nosotros corramos a hacer los espinosos mandados que ordenan las llamas de este incendio. Pero, claro, este viernes caía 13, así que lo mejor era no arrojar más carbón a las calderas del cada vez más oscuro humor negro. Y la hoja de ruta y el curso de navegación ya venía complicado. La borrasca estalló el mismo lunes, cuando se formalizó con datos el pedido de ayuda, rescate, intervención suave, tutela, S.O.S. o lo que sea. El ministro de Economía, por supuesto, insistió con eso de que nadie había impuesto una condición (y no mentía, porque impusieron treinta y dos condiciones) y no al abordaje sino a ser abordados. Y todo empezaba a hacer agua. Las encuestas –como mensajes en botellas– decían que dos de cada tres españoles creen que nada de lo que se está haciendo desde Moncloa servirá para algo. Es decir: dos terceras partes de la población no cree. En nada. Y –destierro a la vista– cada vez se ve más gente en la calle, hablando sola, sin el móvil en la mano y como inmóviles, aislados bajo una solitaria palmera, sin bronceador que los proteja de los rayos ni pararrayos que los salve de los relámpagos.
DOS El miércoles, Rajoy leyó la cartilla en el Congreso. Y era una cartilla larga. Parecía, más bien, un acta de defunción política. O un parte del naufragio de sus recetas. Porque allí, delante de todos, Rajoy se iba a pique mientras, mareado, contemplaba el ascenso inexorable de la marea de una reforma deformante barriendo el castillo de arena de su programa de gobierno. De aquí en más, Rajoy es un capitán sin puerto relevado de sus funciones por un almirantazgo en tierra apenas más firme que la suya. “No podemos elegir. No tenemos esa libertad”, finalmente advirtió –degradado y aferrado al poco obediente puente de mando del hemiciclo de miércoles– el hasta entonces supuesto Gran Presionador Rajoy. Y allí, en vivo y en directo, Rajoy ponía en funcionamiento los motores del mayor recorte en toda la historia de la democracia (atrás quedó el récord del Capitán Zapatero aquel 12 de mayo del 2011) y enumeraba, una a una, restas de haberes y aumentos de deberes como si disparara cañones contra sí mismo. La bancada del PSOE y de la izquierda (que, como se sabe, no es lo mismo) lanzaba un “uuuy” con cada medida enunciada y la del PP aplaudía a su héroe (en señal de admiración por su valentía y compromiso, explicaron), mientras una de sus diputadas lanzaba un “¡Que se jodan!” (la cosa era con los socialistas y no con los desempleados, aclaró luego). Y todo era tan lamentable y tan triste que difícilmente James Cameron pagaría uno de sus batiscafos de luxe para contemplarlo. Pero Rodríguez sí lo vio y ya no podrá olvidarlo. La confirmación absoluta de que al mal tiempo planetario hay que sumarle, además, las malas caras una de las peores tripulaciones de oficiales que se recuerde. Ganas de atarse al mástil para que las sirenas te perforen los párpados. Cualquier cosa mejor que oír a esas autocomplacientes gaviotas graznando, a esos albatros de pésimo agüero que no hicieron nada en su momento, a ese Rajoy –con aire de Haddock sin Tintín– diciendo lindezas muy suyas del tipo “Yo soy el primero en estar haciendo lo que no me gusta” y “Las medidas que he tomado no son agradables cada una en particular y menos lo son todas juntas”.
Rodríguez compró el diario del jueves –un huracán tropical de gráficos, infografías, testimonios y diferentes tonalidades de rojo– para ver si así entendía algo. Y entendió todo.
Ahogados, fue el inapelable titular de El Periódico del viernes.
Y Rodríguez, con el agua al cuello, agitó los brazos y gritó “¡Wilson!”
TRES Para el viernes 13 todo estaba firmado y listo para trámite; el rey advirtió a los políticos de “que no se quede nadie fuera de la recuperación cuando ésta llegue”; el gobierno no dio cifras exactas (pero sí las publicó, en inglés, en una página para inversionistas de su site); la del “¡Que se jodan!” pidió una de esas disculpas que nunca parecen pedir perdón, y en las calles de España, los jodidos, los recortados y parados, los marineros con nudos en la garganta, encallados pero a los gritos, se amotinaban. Y eran reprimidos. Va a ser, sí, un largo y ardiente verano. Y en septiembre se activará la suba del IVA. Y lo poco que iba ya no volverá a ir, parece. La ministra de Empleo y Seguridad Social dijo que “saldremos adelante con dignidad y entereza, con determinación y sensibilidad”. Rodríguez no comprendió lo de “dignidad” y “sensibilidad” (ni González ni Aznar, con bonitos sueldos en la empresa privada, han tenido el gesto de renunciar a sus pagas como ex presidentes; no se ha tocado la “limosna” estatal a la Iglesia y las rebajas a la Casa Real han sido de risa); pero son tantas las cosas que Rodríguez ya no comprende. A Rodríguez sólo le queda comprender los chistes. Y reírse para no llorar –o reírse hasta las lágrimas– con esa foto retocada que muestra a Rajoy y a los suyos con salvavidas al cuello o con eso de “Si esto fuese un naufragio, es como si se salvara a las rocas en lugar de a los pasajeros”. Las rocas son los bancos. Y Rodríguez se sienta en una roca de la playa de la Barceloneta a leer su libro para las vacaciones en casa. Manual de supervivencia y de autoayuda. La nueva edición en español del Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Allí, Rodríguez se enteró de que a la versión de Julio Cortázar –que leyó en su adolescencia, cuando España era pura promesa y las portadas de Alianza eran tan buenas y bonitas– le faltaba el 30 por ciento del original. Ahora, este viernes 13, Rodríguez alcanza ese momento tremendo cuando Robinson, tras veinte años de soledad absoluta, descubre la pisada de Viernes en la orilla, y corre a esconderse en su bungalow, reconociendo que “nunca una liebre buscó cobijo ni se metió bajo tierra un zorro con tanto terror en su mente como yo en aquel refugio”.
Pues eso.
Y ahí al lado –donde termina una playa demasiado parecida a esa postal baldía que acaba de llegarnos de Marte– el acalambrante mar es siempre caldo de tiburones que parece que sonríen, pero que en realidad no hacen otra cosa que enseñar los dientes.
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