Miércoles, 25 de julio de 2012 | Hoy
Por Noé Jitrik
El señor Feijóo –la fecha es indefinida, entre 1876 y 1885– concurría regularmente a un café que estaba en La Gran Vía, en pleno corazón de Madrid. Regularmente, también, se encontraba con un grupo de amigos, quizás no lo eran tanto, y todos ellos desgranaban, durante tardes enteras, graves temas propios del momento y de la época. Que la reina, que el ministro, que las novedades de negocios y otras tantas cuestiones que los apasionaban y respecto de las cuales aportaban soluciones heroicas y decisivas mientras el café se enfriaba o se repetía. Pura charla, tan entrañable y propia de la vida madrileña, un dejar pasar el tiempo suavemente, un opinar con vehemencia y sin consecuencias levantando el dedo índice, un lamentar de pronto una ausencia que podía ser definitiva, así era en parte el Madrid que pintaba con una destreza admirable Benito Pérez Galdós, en particular en una de sus mejores novelas, Fortunata y Jacinta.
El señor Feijóo no era otra cosa que un personaje, pero quienes han seguido el modo en que el escritor construía sus novelas acaso reconozcan al ser de carne y hueso en el que se inspiró, en parte, también, él mismo. En todo caso, la descripción del señor Feijóo –obligatoria en toda novela costumbrista y realista– es somera, leemos que peinaba canas y que tenía un buen pasar, viudo o solterón y, además, que sus juicios en la mesa eran más ponderados que los de sus contertulios, él era o sería más comprensivo o benevolente, en particular cuando se abría el capítulo de los chismes del grupo social al que todos pertenecían aunque no fueran Juan, Maxi, Fortunata y Jacinta, protagonistas del relato. En alguna medida, el conjunto configuraba un coro a la griega, ver, juzgar, predecir, lamentarse, compadecerse, atacar.
No podía faltar un desmenuzamiento implacable de las desventuras de la buena Fortunata; contrariando lo que su nombre promete, ella no hace más que cosechar desdichas, los hombres le hacen mal, la consideran ligera, aprovechable, y como es pura e ingenua se suele prestar a las maquinaciones de esos burgueses que, en cambio, tal como sucede con uno de ellos, el susodicho Juan, se entregan al férreo dominio de Jacinta, la antagonista de ese drama. El señor Feijóo ve las cosas de otra manera y tiene una ocurrencia que vale la pena recuperar: se acerca a Fortunata y en lugar de proponerle un episódico comercio la invita a vivir con él, desinteresadamente, para protegerla y para ser cuidado por ella en su mera presencia, sin exigirle nada y, al contrario, rescatándola de esos desconcertantes saltos que tiene que hacer para sobrevivir. Narrativamente sorprendente, ella acepta y todo cambia para los dos, el buen viejo protegido y con algo que hacer y conjurar sus tedios, la indócil muchacha tranquila, sintiendo que la vida no es tan oscura como ya había empezado a creer.
Un detalle del relato de esa convivencia tiene su miga: el señor Feijóo le regala, además de muchas otras cosas, una máquina de coser marca Singer. ¿Qué casa no ha tenido uno de esos artefactos? Pero no se trata de esa obviedad: serios investigadores de la obra de Pérez Galdós determinaron que componía su novela día a día leyendo, sin falta, El Imparcial, y en él los avisos publicitarios: el regalo se produce en una fecha que corresponde a una edición de ese diario en la cual la casa Singer promueve sus aparatos a buenos precios. Y, algo más: cuando Pérez Galdós se separaba de alguna de sus amantes, o algo así, les regalaba invariablemente una máquina de coser Singer, como si tuviera una fijación con ese aparato o bien diciéndoles, a manera de despedida, “aprende a coser porque lo demás no lo sabes hacer”, ya puede uno suponer a qué se referiría. De la realidad a la ficción dirían los críticos literarios, nada extraordinario pero, a mi juicio, pintoresco.
El señor Feijóo cumple. Intuyendo que su muerte está próxima hace a Fortunata su heredera de modo tal que por primera vez en su vida su nombre y su destino vienen en pareja. Toda esta trama me parece encantadora y de una manera imprecisa quisiera arrancarle alguna significación mayor: el gesto mismo del señor Feijóo desencadena una situación nada común y pone de relieve otras que le son antagónicas, historias de imprevisiones y de arbitrariedades en el destino de los bienes, de herederos feroces, de tremendos enfrentamientos en los que los crudos intereses ponen en evidencia los peores apetitos y la más estúpida avidez. Sería larga la lista de semejantes estulticias: prefiero darlas por sabidas y sufridas.
Más interesante es la perspectiva de la atracción. En la novela de fines del 19 y comienzos del 20, quien atrae a señores honorables y socialmente bien situados es la prostituta, la perdida, el alma que navega por regiones oscuras y a la que le espera el otro infierno, éste ya lo está atravesando. Tales señores quieren “salvarla”, redimirla, ya sea por espíritu cristiano, ya por anarquistas, cuando no apropiarse de ellas para esclavizarlas, explotarlas y vivir de ellas. El señor Feijóo no: no intenta salvarla, de sí misma y de sus flaquezas, sino salvarse él mismo al convertirla en el objeto de su cuidado y en el destinatario de sus objetos. Esa distinción me hace entender su gesto como rechazo a normas de dos tipos, la social –que exige condenar a la extraviada– y la narrativa –que intenta fundar la relación con esas mujeres en principios universales–. Benito Pérez Galdós, que imagina esta salida, se pone en ese otro lugar, más interesante en ambos registros.
Y ese lugar es el de la incomodidad y el desconcierto que devastan las escasas pero subsistentes energías de los viejos, acechados por la muerte, que no pueden evitar los estremecimientos que les provocan las mujeres jóvenes, sean o no almas perdidas y con más razón si no lo son. ¿Qué hacer, cómo comportarse frente a ellas? Son preguntas angustiosas que tal vez no se formulen en los geriátricos pero cuya latencia ha sido tema de grandes momentos de la literatura –Italo Svevo, Senilità, y, por lo menos, Kabawata, Las bellas dormidas–, de la pintura –desde Caravaggio a Berni pasando por Rembrandt e Ingrès– y del cine –Buñuel, sobre todo–, porque la realidad que implican está ahí, inapelable y torturante, en el cruce entre debilitada seducción, imaginario tenaz y desesperada búsqueda de signos-tobogán –una mirada piadosa, una respuesta seducida, un súbito e invasivo amor de parte de la mujer joven– deslizándose por los cuales lo crudo de las imposibilidades reales se disiparía y todo se convertiría en una gloriosa pero final epifanía. Que a veces se produce. Mayormente no.
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