Miércoles, 19 de septiembre de 2012 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Hay una novela del Premio Nobel de Literatura 1985, Claude Simon, que extrañamente se llama Le vent, publicada en 1957, de cuando data su moderada inserción en el nouveau roman (comodidad nominal que designa a escritores disímiles entre los que se cuentan Marguerite Duras, Nathalie Sarraute, Michel Butor, Alain Robbe-Grillet, aunque unidos por la voluntad común de cuestionar el realismo, la soberanía de la anécdota, la identificación personal de los personajes, el punto de vista de narradores omniscientes). Extrañamente digo, ya que según y desde el subtítulo (“Tentativa de restitución de un retablo barroco”) tiene poco que ver con la materialidad del elemento y es, en cambio, un texto todo él alegórico. Un libro, como siempre en Simon, de imposible reconstrucción histórica, contado a la manera faulkneriana (de raíz shakespeariana) por un tipo que mezcla la lucidez con la santidad y la idiotez en porciones indiferenciables.
Y, efectivamente, de los elementos materiales con que nos ocupa la naturaleza, pocas cosas hay más etéreas, volátiles por definición, poéticas en consecuencia, que el viento. Y también por ello se insiste en su efecto purificador, regenerador, removedor, y en su acción modificadora y, a veces, devastadora, como suele ser una de las conductas que asume la purificación. Nuestro bello país, proverbial e insistentemente dotado de todos los climas, de todos los paisajes, de todas las naturalezas, goza o padece la acción de varios vientos: el que viene del Norte y así se llama, cálido en la parte central; el que arrastra masas de aire frío y seco, el Pampero; o frío y húmedo, la Sudestada; y un viento singular, el Zonda, que proviene de la cordillera de los Andes, arrastrando ecos de mares del Pacífico y se calienta al descender. Suele decirse que no sólo provoca daños materiales sino también emocionales y alteraciones varias que van de las psíquicas a las sexuales.
Otros vientos del mundo tienen sus cualidades y defectos y sus nombres seculares: el Fhön o Foehn, un alpino de muy mala fama; el Harmattan, sahariano y sobre todo guineano; el Siroco, en pleno Sahara, que busca febrilmente el Mediterráneo y se siente hasta en Canarias; el Simún, también árabe, en especial egipcio; el Monzón, ciclónico y más del sudeste asiático. Hay también otros menores (por la cortedad del territorio que ocupan), algunas veces muy molestos pero bien simpáticos por las costumbres y culturas que evocan, como la Tramontana (catalán), el Vent d’Autan (toulousiano), el Bora (triestino). Entre todos, mayores y menores, brindan esa rara e ingenua dialéctica del calor y del frío, de la sequedad y la humedad, de lo poderoso y lo aéreo.
También su prestigio fue variando con el tiempo. En épocas antiguas, lo gozaban los de los puntos cardinales, los homéricos Noto, Céfiro, Euro y sobre todo el del norte, el Bóreas, “rey de los vientos” para Píndaro. Mientras en Oriente, la Chandogya-Upanishad (uno de los más antiguos textos bramánicos del período védico, de aproximadamente el siglo IX a. C.) imaginaba: “Cuando el fuego se va, va al viento. Cuando el sol se va, va al viento. Cuando la luna se va, va al viento. Así, el viento absorbe todas las cosas... Cuando el hombre duerme, su voz se va en el hálito, lo mismo que su vista, su oído, su pensamiento. Así, el hálito lo absorbe todo”. El viento manifiesta, para el pensamiento indio, la expansión del infinito y, en una inmersión absoluta, lleva a participar al ser íntimo de todas las fuerzas del universo. Quizás también por eso aparezca como indefinido, como innominado, lo que daría la idea de esencial, de eterno.
Tampoco tienen, sorprendentemente, nombres muy conocidos nuestros vientos patagónicos (y hay mucho y muchos, y fortísimos). O no tan sorprendentemente, puesto que por siglos esas vastas tierras han sido, de tan poco reconocidas, vastamente innominadas. Uno de los que enorgullece a los habitantes del sur por su importancia e intensidad es el Kóshkil, el viento de los Teushen (una rama derivada de los Tehuelches, que fueron recostándose de las llanuras pampeanas hacia la cordillera de donde eran originarios). A otros, los apelan simplemente por su velocidad: “rugientes cuarenta”, “furiosos cincuenta”, o “silbantes sesenta”, según crecen sus embates, aunque algunos opinan que forman parte del Kóshkil, erigido así en el único o principal. Y con buen nombre.
Viajeros célebres dan cuenta del poder de estos vientos. De sus famosas aventuras a bordo del Beagle (1831-1836) y su pasaje en profundidad por estas latitudes, escribe Charles Darwin, pródigo en imágenes: “... pero una violenta tempestad nos obliga a plegar velas y a volver a alta mar. Las olas rompen con furia contra la costa y pasa la espuma por encima de los acantilados que tienen más de 200 pies de altura. El 12 redobla la tempestad su furor y no sabemos con exactitud dónde nos encontramos. Era muy poco agradable oír constantemente repetida la voz de mando ‘¡Alerta al viento!’ /.../ el mar tiene un aspecto terrible; parece una inmensa llanura movediza cubierta por todas partes de nieve. Mientras que nuestro barco se agita horriblemente, los albatros, con las alas extendidas, parecen gozar del viento. Al mediodía viene una ola inmensa a llenar de agua una de nuestras balleneras, que hay que arrojar al mar en el acto. El pobre Beagle se estremece bajo el choque, y durante unos instantes resiste al gobernalle; pero como valiente barco que es, no tarda en rehacerse y presenta la proa al viento. /.../ Hace veinticuatro días que luchamos por ganar la costa occidental; los hombres están extenuados de cansancio, y desde hace tiempo no tienen ya un traje seco. El capitán Fitz-Roy abandona el proyecto de abordar al oeste rodeando la Tierra del Fuego. Por la tarde vamos a abrigarnos tras el falso Cabo de Hornos y echamos el ancla en un fondeadero de cuarenta y siete brazas; al desarrollarse la cadena sobre el cabrestante deja escapar verdaderas chispas. ¡Cuán deliciosa es una noche tranquila después de tanto tiempo de haber sido juguete de los elementos embravecidos!” (A Naturalist’s Voyage Around the World, 1860.)
En el Angelus novus de Paul Klee, ve sabiamente Walter Benjamin un símbolo de la historia humana, cuando el ángel, con ojos desencajados, observa ruinas sobre ruinas del pasado y, a la vez, es hostigado por la tormenta que desciende del Paraíso y se enreda tan fuerte en sus alas que el ángel no puede cerrarlas. “Esta tempestad lo arrastra sin cesar hacia el futuro al cual él torna la espalda, en tanto que delante de él se acumulan las ruinas hasta el cielo. Tal tempestad –afirma Benjamin– es lo que llamamos progreso.”
* Escritor, docente universitario.
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