Miércoles, 19 de septiembre de 2012 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Iván Orbuch desmenuza una de las novelas de mayor audiencia en la televisión argentina para dejar en evidencia los estereotipos tradicionales que allí se presentan.
Por Iván Pablo Orbuch *
De lunes a viernes, cerca de la medianoche, millones de personas sintonizan Telefe para mirar una novela cuyo libreto no tiene muchas aspiraciones ni grandes secretos, dado que la temática principal fue expuesta en el primer programa y, luego de meses, no presenta variaciones. Por qué es tan vista sería la pregunta. No obstante, una mirada más aguzada nos revela que el programa Dulce Amor deja mucha tela para cortar en lo concerniente a la caracterización que hace de la familia y de cada uno de los miembros que la integran. En efecto, varios estereotipos salen a la luz tras un detallado análisis. Las familias provenientes de los sectores populares no dialogan, gritan; las madres de los trabajadores cocinan, planchan y lavan todo el día; las de los sectores más acomodados tienen un don para el mando; mientras que las hijas tienen inclinaciones artísticas y su rebeldía es vista como una “desviación” de lo esperado y esperable acerca de su conducta.
Estos estereotipos gozan de buena salud en amplias franjas de la sociedad. El muchacho posesivo que encarna Sebastián Estevanez es uno de ellos, tal vez el más extendido. Pero no es el único. Nos parece relevante señalar algunas características tanto de hombres como de mujeres en la novela, a los fines de develar la impronta que los lenguajes poseen en la formación de las filiaciones sociales con un minucioso detenimiento en la construcción mediática de las identidades de género. El programa nos demuestra que las diferencias entre hombres y mujeres, en cuanto a lo que la sociedad espera de cada uno, son una construcción histórico-social. Las actitudes y comportamientos que diferencian lo masculino y lo femenino son incorporados por cada chico en el proceso de socialización. En esa construcción de la diferencia la escuela cumplió, y lo sigue haciendo, un rol decisivo. Basta rememorar el dictado de la materia Economía doméstica a principios del siglo XX, con la que se iba forjando a las futuras amas de casa.
Georgina Barbarossa encarna a la perfección el prototipo de esa ama de casa que la escuela fue construyendo. Madre abnegada y sobreprotectora, suele, también, como se hacía a principios del siglo XX, dar refugio en su hogar a personajes caídos en desgracia, que no guardan lazos de parentesco con su familia. Uno de ellos es el interpretado por Esteban Prol, quien es un jugador compulsivo, lo que parece confirmar que las mujeres siguen siendo las responsables del cuidado de las personas que no pueden valerse por sí mismas, sean chicos, discapacitados o adultos mayores dependientes. El trabajo de cuidado, que consiste en proporcionar bienestar físico y emocional a las personas, conlleva una gran importancia social y política, así como es pocas veces reconocido su valor económico.
Pese a los numerosos cambios operados en más de un siglo de existencia del Estado nacional, algunas cosas parecen no variar mucho en esta ficción. La persistencia de la figura del pater familias, encarnado por Cacho Castaña, que aparece esporádicamente congregando las ilusiones de las mujeres de la familia, pone de manifiesto también el peso que todavía conserva en el imaginario popular el concepto de capiti diminutio, que establecía la incapacidad de hecho de la mujer casada. Esto significó una clara distinción entre la posesión del derecho y su ejercicio: la mujer, al igual que el niño, era incapaz de ejercerlo. De allí a la sujeción a la autoridad del marido, al padre, al hermano o a los hijos, siendo objeto de protección y corrección doméstica en el ámbito familiar, existe sólo un paso, cuestión que se ve reflejada en la particular relación entablada entre madre e hijo, es decir entre Barbarossa y Estevanez. En esa dirección, las diferencias hacia el interior de la familia pueden ser pensadas en términos de relaciones de poder.
Para concluir, podemos afirmar que toda identidad es sexuada y que, de algún modo, la organización de esta distinción constituye el epicentro de la sociedad. La diferencia entre hombre y mujer es un hecho siempre presente que determina la experiencia, influye en la conducta y estructura las expectativas a futuro. La identidad sexual se organiza dentro de un vasto entramado de relaciones sociales, que se producen no sólo en instituciones como la familia, sino en todos los niveles de la sociedad. “Masculinidad” y “feminidad” son los productos concretos de un tiempo y de un espacio histórico determinado. En ese sentido, podemos decir que el programa Dulce Amor construye y reproduce masculinidades y feminidades tradicionales en pleno siglo XXI.
* Docente de Historia (UBA, Unsam, Flacso).
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